martes, 29 de diciembre de 2020

El niño que buscaba a ayer



Era una mañana de agosto. Cristóbal se despertó temprano. El alba estaba recién nacida y miraba al mundo con asombro.

Qué día más feliz fue ayer para mí, pensó Cristóbal mientras se estiraba entre las sábanas. Cuántas cosas vi en el circo: trapecistas vestidos de colores, bailarines, payasos, una pantera, tropeles de elefantes y perros que hacían pruebas.

Hoy el circo se habrá ido. Cómo quisiera quera ayer otra vez. Tal vez, pensó, pueda encontrarlo. Todavía es temprano y no debe andar muy lejos. Seguro que el río lo vio pasar. Él puede ver tantas cosas, es tan largo.

Se vistió de prisa. Metió dos mangos y una tortilla en sus bolsillos y se fue corriendo hacia el río.

El Lempa es un río oloroso y joven. Un río elástico que salta entre las piedras. Lleva entre sus aguas peces y plantas raras. Le gusta reflejar el cielo, sobre todo cuando el cielo está lleno de nubes blancas.

Viene desde muy lejos el Lempa. Arranca en Guatemala y se va estirando hasta tocar Honduras. Recoge en el camino a otros ríos y juntos todos se pierden en el mar.

Cristóbal llegó hasta él.

-¿Has visto pasar a ayer? –le preguntó.

-Sí –dijo el río-, hace unas horas pasó.

-¿En qué dirección iba? Yo lo quiero encontrar.

Con un ademán húmedo el río señaló hacia el oeste.

Caminó y caminó Cristóbal hasta llegar a una llanura donde se levantaba un cedro. Era un cedro alto, de tronco grueso y ramas horizontales. Cristóbal se acercó a descansar bajo su sombra.

-¿Has visto a ayer?


El árbol se quedó un momento pensativo. Luego sacudió todas sus hojas, como revolviendo pensamientos y dijo:

-No recuerdo haberlo visto. ¿Andas tú en su busca?

-Sí –dijo Cristóbal-, lo quiero encontrar.

El cedro estiró sus ramas y en un tono pausado siguió hablando.

-Tal vez esté en el bosque, ¿por qué quieres encontrarlo? Mira que hermoso día hace hoy.

Las hojas de cedro danzaron a coro y Cristóbal se sintió sacudido por un escalofrío de gozo. Por un momento quiso quedarse, pero después pensó que había salido a buscar a ayer y lo tenía que encontrar.

Se despidió del cedro y siguió corriendo hacia el oeste. De pronto se detuvo. El camino era ancho. Estaba cubierto de polvo asoleado y se alargaba hasta llegar al bosque.

Cristóbal le preguntó si había visto a ayer.

-Todos los ayeres pasan por aquí-, respondió el camino.

-Quiero encontrar a ayer –dijo el niño impaciente-, ¿crees que está en el bosque?

-No podría decirte –dijo el camino dando un lánguido bostezo.

¿Por qué quieres encontrarlo? Todos los ayeres pasan con la misma expresión de fatiga en sus rostros, en cambio hoy es hermoso, cargado de ilusiones. Qué pena me da cuando vuelve a pasar ya hecho ayer.

Cristóbal se quedó pensativo

-Ayer fue un día hermoso-, se dijo, como queriendo renovar su esperanza.

Corrió con fuerza. Se detuvo un momento recordando las palabras del camino y siguió adelante, hacia el bosque.

Era ya mediodía cuando llegó. El sol estaba en el cenit y un vaho ardoroso se desprendía de la tierra. Los árboles parecían sumidos en un sopor profundo.

Cristóbal se quedó mirando como queriendo orientarse. Jadeante de cansancio se acostó sobre la hierba que lo recibió amorosa. Así estuvo un largo rato.

Sacó de sus bolsillos los mangos y la tortilla que había llevado consigo y se puso a comerlos ávidamente.

Un arroyuelo que pasaba cerca lo invitó, cantando, a que fuera a beber de sus aguas.

Cristóbal corrió hacia él y en el hueco de sus manos bebió hasta quitarse la sed.

Sobre la rama de un árbol vio de pronto un zenzotle.

Este zenzotle seguro que ha visto a ayer, pensó Cristóbal e incorporándose de un salto se acercó hasta él.

-¿Has visto a ayer en el bosque? –preguntó-, ando en su busca.

El pájaro comenzó a cantar. Cristóbal lo escuchó maravillado y antes de que pudiera hablar, el pájaro dijo:

-Dejé muy lejos a ayer-. Y en la ronda del viento se alejó.

Cristóbal se quedó sorprendido, sin moverse.

Un escándalo de abejas lo vino a sacar de su estupor. Las abejas trabajaban con afán.

-¿Han visto a ayer? –les preguntó el niño.

Ninguna contestó.

Al fin una dijo: -Nunca hemos visto ayeres ni mañanas. Para nosotras sólo existe el presente.

-¿Cómo es eso? –se asombró Cristóbal-, todo el mundo ha visto ayeres y mañanas.

-Para nosotras no hay diferencia –prosiguió la abeja-, nuestro trabajo es siempre el mismo.

Que extraño pensó Cristóbal y se quedó mirando como cada abeja construía su celda con cera olorosa y dejaba en ella la miel rubia de las flores.

Súbitamente un relámpago, como una espada luminosa, abrió el aire de las flores.

Cristóbal sintió miedo. Una enorme nube gris levantaba en el cielo su cabeza y él corrió a refugiarse debajo del árbol más sombrío que encontró cerca.

Era un amate de ramas extendidas que invitaba a descansar. El viento se alborotó. Hacía danzar con furia a las hojas de los árboles que se volteaban para no verlo.

Empezaron a caer gotas gruesas. Poco después grandes chorros de agua dependían de las nubes y refrescaban la tierra.

-Qué linda es la lluvia –dijo en voz alta Cristóbal-, dan ganas de brincar.

Llovió por largo rato. Ya parecía que nunca iba a escampar.

Cristóbal reía al sentir cómo el agua le resbalaba por la espalda.

Cuando por fin el cielo se despejó, todo el bosque se veía brillante, Cristóbal sintió que una ola de gozo le apretaba la garganta. La hierba tenía un aroma nuevo, un olor a frescura que daban ganas de saborear.

De seguro esta flor nació hace un momento –dijo, acercándose a una flor de izote que no había visto antes.

-¿Has visto a ayer en el bosque? –dijo.

La flor no contestó.

Cristóbal volvió a repetir su pregunta.

-No conozco a ayer –dijo por fin-, las manos del agua me acaban de abrir.

Cristóbal se quedó maravillado. Le parecía que nunca había visto una flor. Buscando a ayer se le habían abierto más los ojos.

Siguió corriendo por el bosque. El cielo lo miraba complacido y le salía al encuentro en los charcos que había dejado la lluvia.

Al cruzar un arroyo, vio Cristóbal una tortuga cubierta de musgo que caminaba llena de una calma de siglos. Se acercó despacito, ceñido de respeto. La tortuga al verlo escondió la cabeza.

-No tengas miedo –dijo Cristóbal-, sólo he venido a preguntarte si has visto a ayer.

-Olvídate de ayer y acepta la belleza de hoy.

Cristóbal miró a su alrededor. Las copas de los árboles parecían recién peinadas y los pies del viento se adivinaban huyendo entre la hierba.

-Quiero encontrar a ayer –dijo impaciente.

-Cipote (niño) tonto –estiró más el cuello la tortuga-, ¿por qué ese afán de encontrar a ayer cuando hoy es más hermoso?

Sin decir más, Cristóbal siguió corriendo. Ya no sabía si quería encontrar a ayer o apresar a hoy entre sus brazos.

-Tal vez esta mosca sepa-, dijo en tono de burla fijando la mirada en una mosca que estaba prendida al tronco limpio de un árbol.

-¿Has visto a ayer? –preguntó.

La mosca batió las alas y mirándolo desde las mil facetas de sus ojos dijo:

-Soy la mosca que sólo vive un día. Hace unas horas nací y ya estoy al final de mi vida.

Cristóbal se quedó asombrado. Nunca se le hubiera ocurrido que existiera alguien que solo viviera un día.

-¿Cómo es ayer? –dijo la mosca.

-Muy bello. Lleno de colores y tropeles de elefantes, pero hoy es más bello aún. Ayer en el circo no pude hablar con los animales y hoy me he hecho amigo tuyo y del zenzotle y de la tortuga y de las abejas. Me siento tan feliz o más que ayer.

Se hacía tarde y Cristóbal no quería que lo sorprendiera la noche en el bosque. Regresó despacio. Volvió a ver la tortuga y la blanca flor de izote. Las abejas ya se habían retirado y las sombras se alargaban en el aire.

Cristóbal se recostó sobre la hierba húmeda. Un incendio de luciérnagas iluminaba el camino. Una de ellas se acercó al niño. Revoloteaba a su alrededor y le alumbraba el rostro.

-¿Qué hacías en el bosque? –dijo apagando y encendiendo su luz verde.

-Andaba en busca de ayer, pero no pude encontrarlo.

-¿Quieres que yo te ayude? –dijo la luciérnaga-. Seré una lámpara en tus manos.

-No –dijo Cristóbal- ya no me importa.

Los árboles cabeceaban de sueño y las aves dormían.

El cielo empezó a poblarse de estrellas. Cristóbal se sintió aturdido por la infinitud que se abría ante sus ojos. Salía a buscar a ayer y encontré a hoy que es mucho más hermoso, pensó. No quisiera dejarlo escapar.

-Corre y alcánzalo –dijo una voz que se le abrió por dentro.

Corrió y corrió Cristóbal.

-Corre más –insistió la voz-, no lo dejes escapar.

Cristóbal siguió corriendo. Parecía un temblor de sueño bajo las estrellas blancas.

-¡Corre! –gritaba la voz cada vez más fuerte-, corre que se te escapa.

La noche lo miraba sin parpadear. Una dulzura infinita envolvió a Cristóbal.

Cuando vino el alba, lo encontró dormido, apresando a hoy entre sus brazos.

FIN


Tomado de McGraw - Hill Lectura. Páginas 131 a 149. Ver menos






El pirata


Este era un niño que estaba pensando que regalarle a su mamá por el día de su cumpleaños.
El niño se dijo: voy a regalarle un cofre con un tesoro de piratas.
Así que el niño se puso un traje de pirata, buscó un pequeño barco y se echó a la mar. Llegó a una isla. Buscó un tesoro. No lo encontró. La isla tenía un árbol de cocos. Un cocotero. Entonces, se llevó un coco.
Fue a una segunda isla y buscó un cofre con tesoro de piratas. No lo halló. Vio si un cocotero. Se llevó un coco.
Fue a una tercera isla, luego a una cuarta y una quinta y después más y más islas. Nunca encontró un tesoro de piratas. Eso si, siempre había un cocotero y de cada isla, el niño cogió un coco.
El niño de regalo le entregó a su mamá un montón de cocos. A su mamá le gustaba refrescarse con agua de coco. Luego preparó cocadas. Fue una fiesta de cumpleaños muy bonita.

Fin

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UNA CINTA AZUL DE DOS PALMOS Y PICO


En aquel pueblo, como en todos los pueblos, había niños tristes y niños felices.
Uno de los niños cumplió años y le regalaron muchas casos: un caballo de madera, seis pares de calcetines blancos, una caja de lápices y tres horas diarias para hacer lo que quisiera.
Durante los diez primeros minutos del niño miró todo con indiferencia.
Empleó otros diez minutos en hacer rayas por las paredes. Otros diez en arrancarle una oreja al caballo de madera.
Y otros diez minutos los pasó aburrido, sin hacer nada.
Al deshacer los paquetes, más aburrido que impaciente, había tirado por la ventana la cinta azul con que venía amarrada la caja de lápices, una cinta como de dos palmos, de un dedo de ancha, de un azul fiesta, brillante.
La cinta fue a dar a la calle, a los pies de Juan Lanas, un niño despierto, de ojos asombrados y pies descalzos.
Juan Lanas pensó que aquello era un regalo maravilloso, pensó que era lo más maravilloso que le había ocurrido en la última semana y en la que estaba pasando y seguramente en la que iba a empezar.
Pensó que era la cinta con la que se amarran las botellas de champaña a la hora de bautizar los maravillosos barcos que dan la vuelta al mundo.
Pensó que era la alfombra que usaron los liliputienses el día que se bautizó el hijo del Rey.
Pensó que sería un bonito lazo para el pelo de su madre, si su madre viviese.
Pensó que haría muy bonito en el cuello de su hermana, si tuviera una hermana.
Pensó que le gustaría usarla para pasear a su perro si era capaz de encontrar a Cisco, tan viejo.
Pensó que no estaría mal para sujetar a la tortuga que quería tener.
Pensó, al fin, que bien podía ser un fajín de general.
Y pensándolo empezó a desfilar al frente de sus soldados, todos con plumero.
Los que lo vieron pasar pensaron que era un niño seguido de un perro, pero Juan Lanas sabía que el perro era su mascota y que los soldados pasaban de siete, que era todo lo que Juan Lanas podía contar sin equivocarse.
Y mientras Juan Lanas desfilaba, el otro niño se aburría.

Juan Farías

Algunos niños, tres perros y más cosas. Espasa.


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CUENTO DEL PERRO FIEL


Este era un perro muy fiel que no tenía dueño.
Pero como no tenía dueño, no podía ser fiel a nadie, así que decidió buscarse alguien a quien servir y serle fiel. Eso era lo qué más deseaba.
Se colocó el perro en una esquina muy transitada a ver si alguna persona se fijaba en él y aceptaba su fidelidad.
Pero la gente pasaba a su lado apresurada y preocupada y no se daba cuenta de su presencia. Y los pocos que lo hacían, le miraban con disgusto y exclamaban:
-¡Huy, un perro abandonado, sin dueño!
-¡Un perro de la calle, nunca lo adoptaría!
-¡Un perro sin familia conocida!
En vista del fracaso, el perro decidió seguir al transeúnte que le pareciera más adecuado para ser su dueño y continuar detrás de él hasta que aceptara su compañía.
El primero fue un hombre importante que, antes de entrar en un restaurante de lujo en el que no admitían perros, le obligó a alejarse.
El segundo era una anciana amable, que llamó al servicio de recogida de perros abandonados del ayuntamiento para que se preocuparan del perro perdido. El perro huyó despavorido antes de que llegaran los guardias.
Y el tercero fue un chico que se agachó para acariciarlo y preguntarle si quería estar con él, si quería ser suyo; pero sus padres se enfadaron al darse cuenta de que se paraba en la calle para hablar con un perro y lo obligaron a levantarse enseguida y a seguir a su lado haciéndole prometer que nunca más tocaría a un perro de la calle.
El perro suelto se quedó muy triste, porque aquel parecía un buen muchacho. Pero al poco rato del encuentro el chico volvió, esta vez solo, lo recogió en un gesto rápido y mientras lo llevaba corriendo a una tienda de animales de compañía, le explicó que obedeciera sin rechistar todo lo que le ordenará el dueño del negocio, que confiara en él, que se había escapado un momento de un restaurante cercano con la excusa de ir al servicio.
El señor de la tienda lo lavó y cepilló en un momento, lo arregló bien, le puso un collar de terciopelo en el cuello y lo colocó en el escaparate de la tienda, con una caseta al lado, rodeado de espigas verdes.
Al poco rato pasaron por delante de la tienda el chico amable y sus padres, y el muchacho los hizo detener ante el escaparate para admirar la belleza del perro. Dijo que quería ese perro de regalo, que era lo que más le apetecía del mundo. Que así evitaría la tentación de llevarse a casa los perros de la calle. Los padres accedieron encantados, y así fue como el perro perdido halló un dueño que merecía su fidelidad.
El chico le dijo al perro:
-La amistad es libre, no se compra ni tiene precio. La encuentras y la aceptas libremente.
Y el perro pensó:
-Este chico ha luchado por mi y yo le seré fiel sin límite ninguno.

Emili Teixidor




Cuentos de intriga de la hormiga Miga.
Ediciones SM.

La leyenda de la tortuga (México)


Una tortuga caminaba por ahí cuando, de pronto, aparecieron unos lobos hambrientos y se la comieron.
Acabaron de comérsela y sintieron sed. Entonces fueron a donde habían visto agua, pero no encontraron ya nada, ni una sola gota.
—¿Por qué se habrá terminado el agua? —se preguntaban los lobos —. ¿Dónde la podremos encontrar?
—Vamos a ver por allá, tal vez encontremos agua para beber —dijo uno de ellos.
En eso andaban cuando vieron un águila que se estaba bañando allá arriba, en una peña. Con las alas se echaba agua en la espalda. Entonces los lobos le dijeron:
—¡Oye, tenemos sed! Échanos un poquito de agua.
El águila se sacudió y entonces los lobos lamieron las gotas de agua que caían.
Pero seguían teniendo sed.
—Por favor, échanos más agua. Tenemos mucha sed.
—¡Ah! —dijo el águila—. Quieren tomar agua, pero se comieron a mi hermana tortuga, la dueña del agua. Si tienen sed, entonces tráiganla.
—Pero no podemos traerla porque nos la comimos.
—Sí pueden. Traten de sacarla de sus cuerpos. Vomiten todo lo que se comieron.
Después deberán remendarla, juntando todos sus pedazos. Si logran hacerlo, si la reparan y la dejan igual que como estaba antes, tendrán agua —dijo el águila.
—Bueno, está bien —dijeron los lobos —, lo intentaremos, porque la verdad ya no aguantamos la sed.
Y con trabajo, los lobos empezaron a echar para fuera lo que se habían comido. Luego recogieron todos los pedacitos de la concha y los remendaron.
—Pero, ¿cómo vamos a ponerle las tripas? —le preguntaron al águila.
—Pueden trenzar cintas de trapo y ponérselas en la panza —les contestó el águila.
Y así lo hicieron.
—Ya está. Ya compusimos a la tortuga. Y ahora, ¿qué hacemos para que aparezca el agua? —preguntaron los lobos.
—Ahora hagan un pozo donde quepa la tortuga, un pozo en forma de cántaro —contestó el águila.
Los lobos escarbaron y escarbaron la tierra hasta hacer el pozo.
—Y ahora, ¿qué más hacemos? —volvieron a preguntarle al águila.
—Metan ahí a la tortuga y digan así: "Sal agua blanca, sal agua blanca." Pero no vayan a tomar el agua cuando brote, aunque salga a chorros. Deberán esperar a que se forme un río —les advirtió el águila.
Así lo hicieron y la tierra empezó a humedecerse poco a poco. Salió agua y más agua hasta que se formó un río.
Entonces los lobos pensaron
—De veras que la tortuga es como la dueña de nuestra vida, dueña del agua, como padre del agua. ¿Qué nos hubiera pasado si no la hubiéramos devuelto y remendado?
—Sin agua, de seguro no hubiéramos vivido mucho tiempo.
Y cuenta la leyenda que por eso que hicieron los lobos, es que la tortuga tiene la concha remendada.

Leyenda tradicional mexicana
Versión de Esther Jacob




El perrito mariposa (Isabel Flores de Lemus)


1
Vengo a darles una nueva de muy gran gozo para todo el pueblo; hoy ha nacido en Belén el Salvador, el Señor nuestro. Hallarán al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.
Los pastores han quedado deslumbrados. Ahora oyen cantar a los ángeles: "¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!"
A los pastores el corazón les late muy fuerte y muy deprisa. Pasado el primer momento de estupor, se dicen: Vamos hasta Belén y veamos este prodigio que el señor nos ha manifestado.
Y todos quieren llevar algo al niño. Aquel ha tomado un queso. El otro una fuente de miel silvestre. Éste, un corderillo recién nacido. Moisés el más jovencito, un niño aún, mira y remira, no tiene que llevar. Y el caso es que el quisiera ofrecer algo. De pronto, se le ocurre: su perrita ha tenido un hijito, un perrito blanco, muy blanco, totalmente blanco, con un rabito precioso como una cascada de brillante lana, que parece de pluma.
Moisés quiere mucho al perrito y piensa que es lo mejor que puede ofrecer al Niño Salvador. Y allá va con el cachorrillo que aún no tiene nombre.
Ha llegado a la gruta. Allí está el Niño, envuelto en pañales, recostado en el pesebre.
Moisés está embelesado, tanto que, sin darse cuenta, para cruzar las manos, ha dejado caer el cachorrito justamente sobre los pies del recién nacido que, al peso, abre los maravillosos ojos y parece que los fija en Moisés, como para darle las gracias por su generosidad.
Moisés ha caído de rodillas y tiende sus manos, ya curtidas por el frío y el trabajo, en ademán de querer abrazar a aquel Niño divino, que roba el alma.
La Virgen Santa María ha sonreído al pastorcito, y dulcemente ha tomado al perrito, que le lame las benditas manos.
2
De la fuente viene la Virgen, esbelta y graciosa, con el cántaro sobre la cabeza erguida. Y con ella Vuelo, el perrito que les ofreciera Moisés, el pastorcito.
Le llaman Vuelo porque corretea casi sin pisar el suelo, dando saltitos.
Mientras está en casa, Vuelo juega con el Niño. Éste le acaricia, le tira el rabo, le mete la mano en la boca y Vuelo como si fuera de trapo, se deja hacer.
Cuando ve que la Virgen va a salir, Vuelo está siempre dispuesto a acompañarla, pero si María dice no, entonces Vuelo se queda, cuida la cuna y ¡ay del que se atreva a cercarse a "su Niño"! porque Vuelo es pequeño de tamaño, pero muy grande cuando se trata de cumplir son su instinto de fiel guardián.
3
Ha pasado el tiempo. Herodes ha dado la orden de dar muerte a Jesús. Van camino de Egipto, Jesús, María y José. Noches de angustia pensando que los soldados de Herodes pueden darles alcance.
Camina ahora la Sagrada Familia por el desierto. Luce un sol esplendoroso y hace mucho calor. José y María detienen su marcha para descansar. Vuelo juega y, a veces, se pelea con el burrito. De pronto revolotea una mariposa; parece como si se hubiera desprendido un trozo de sol, ribeteado de terciopelo negro. Y el niño tiende los brazos en ademán de cogerla.
-¡Una mariposa!, quiero esa mariposa-dice.
La Virgen quisiera darle gusto, pero como le lleva en sus brazos no puede correr tras el insecto.
Vuelo ha abandonado su discusión con el asnito. Ha corrido, ha dado un salto y con una de las patitas delanteras ha dado un golpe a la mariposa, que cae atontada, mientras él queda tenso, con las orejitas muy levantadas, mirando a la Virgen.
Ella se sonríe, se acerca rápida, se agacha, y el Niño, entre risas, coge con sus dedos las doradas y brillantes alas de la mariposa.
Con la mano libre, María acaricia a Vuelo y, entonces, ¡oh, prodigio!, sobre la blanca cabecita del perito queda impresa la imagen de una mariposa.
Y dicen que desde entonces, como recuerdo de la acción leal de este perrito, todos los de su raza llevan en su cara, unas veces en tono dorado, otras en gris, siempre perfilada de negro, la imagen del insecto, y de allí le viene el nombre de: Raza mariposa.
FIN
Tomado de: Cuentos Juveniles de la literatura universal. Editorial Labor SA. Año 1965.




Los tres deseos


Había un pobre gusano, triste y solitario, que cae en el interior de un diminuto agujero en el que habita un espíritu bondadoso. El espíritu, feliz por tener compañía después de muchas lunas, le concede tres deseos, y el gusano, que sueña con ser un león, un águila o una mariposa, le pide que lo convierta en uno de ellos. Al instante el espíritu le concede lo que desea y lo transforma en una hermosa mariposa de grandes alas. El gusano, feliz por su cambio, renuncia a sus dos restantes deseos y vuela hacia la abertura del agujero solo para darse cuenta de que ya no pasa por ella. Entonces le pide al espíritu tener las alas menos grandes y él lo convierte en una polilla aún más pequeña y diminuta de lo que era su condición de gusano. Al sentirse humillado, su tercer deseo es volver a ser el que era. Así sale del agujero y sigue su camino.

FIN
Tomado de: En el suelo del cielo, de Jordi Sierra i Fabra.




El préstamo de la noche (Relato cashinahua)


La noche no siempre ha existido. La noche fue un invento de los cashinahua, allá, en las inmensas selvas en donde el ondulante río es la madre de la anaconda, y en donde el enérgico trueno es el padre jaguar, que ha heredado su voz y su poder.
Los tatarabuelos de los tatarabuelos cashinahua no podían dormir a causa del bullicio y la luz del día. Las mujeres siempre estaban pintándose el cuerpo con hermosos símbolos de todos los colores, mientras que los hombres, desnudos, siempre están cazando. El mundo antiguo era un paraíso, en donde todo abundaba, excepto la paz para dormir. Las finas y resistentes hamacas sobraban, pero nadie podía dormir en paz.
Un día, en que, como siempre, era de día, los cashinahua decidieron tomar prestada la noche del ratón. Se reunieron entonces las mujeres y hombres más sabios, y convocaron la noche del ratón. Ese día efectivamente oscureció. Así que las hogueras brillaron en todo su resplandor y la tribu se reunió para comer, hacer una danza e inmediatamente cumplir el anhelado sueño de dormir. Pero no habían terminado de acostarse en las hamacas cuando de nuevo amaneció. El descontento fue general. Los sabios volvieron a reunirse y devolvieron la noche al ratón, pues les pareció demasiado corta.
Entonces los sabios se pusieron sus grandes coronas de plumas multicolores como los astros, y decidieron pedir prestada la noche del cuy del monte, un pequeño roedor silvestre parecido a un conejo. Así que cuando oscureció, comieron junto a la gran hoguera, e inmediatamente se envolvieron en las hamacas... pero apenas su se estaban durmiendo cuando de nuevo amaneció.
Así fue que los sabios, los dueños de bellos cantos que imitan el lenguaje de los animales, decidieron devolverle la noche al cuy de monte y pedírsela prestada a la paca, otro pequeño roedor silvestre al que veían hacer siestas de vez en cuando. Ese día ni siquiera comieron, cuando se hizo oscuro fueron todos en seguida a mecerse en sus cómodas y largas hamacas hasta quedar dormidos. Pero no llegó a pasar una hora de tranquilo y profundo sueño, cuando nuevamente reapareció la gran pelota de fuego en el horizonte.
La noche resultaba siempre demasiado corta para los cashinahua. Así que luego de probar y devolver la noche a decenas de animales que habitan las selvas tropicales, un día, los sabios decidieron pedir prestada la noche al tapir, un gran mamífero de hocico largo, cubierto de cerdas negras y rayas blancas a los lados. Para ese entonces la gente ya ni prendía el fuego de las hogueras, ni comía; una vez tenían un poquito de noche, se lanzaban ansiosos al cálido interior de las hamacas.
Al fin, con la noche del enorme tapir, los cashinahua pudieron dormir todo lo que quisieron. Sin embargo, fue tanto lo que durmieron, que al levantarse de nuevo, sus campos de cultivo habían vuelto a quedar ocultos en la selva, y sus grandes casas habían sido prácticamente cubiertas por los largos bejucos de los árboles. Todo tipo de insectos, plantas y animales salvajes, habían hecho su casa en las casas cashinahua. Entonces, los grandes sabios, los que podían hablar con el fuego, el agua y las estrellas, decidieron, a su pesar, devolver la noche del tapir, que resultó ser demasiado dormilón.
Los cashinahua parecían estar destinados a no poder dormir en paz. Pero en la larga noche del tapir un niño había tenido un sueño, y quiso contárselo a los sabios. Había visto danzar a la carachupa o zarigueya y al picuro o lapa. La carachupa con su larga cola, y el picuro, parecido a un conejo pintado y sin cola, realizaron, en el sueño del niño, un baile perfecto y equilibrado. Y así fue que los tatarabuelos de los tatarabuelos de los cashinahua, luego de escuchar el sueño del niño, decidieron pedir prestada la noche de la carachupa y el picuro. El baile perfecto y equilibrado del sueño simbolizaba un buen dormir. Después de escuchar al niño, los sabios comprendieron que uniendo las noches de la carachupa y el picuro, finalmente hallarían la noche ideal, como en un baile en el que dos bailan una sola música.
Esa fue la primera noche en que los cashinahua pudieron dormir bien. A la mañana siguiente todos se despertaron muy contentos, y disfrutaron como nunca antes el canto de los pájaros, el sonido del río y el resplandor del sol.
Desde aquel entonces las carachupas y los picuros solo duermen de día, pues se han sacrificado prestándonos su noche, para que no solo los cashinahua, sino todos nosotros, podamos dormir tranquilos.
FIN
Foto: El picuro.
Tomado de: Los siete mejores cuentos peruanos. Ediciones Grupo Norma.

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