jueves, 28 de octubre de 2021

LA NIÑA DE LAS TRENZAS AZULES

 







De un viejo baúl de antigüedades saqué unas trenzas azules, que fueron a parar a la cabeza de una niña que hacía de pajarera en una pieza de teatro infantil, al finalizar el año escolar.

Como consejo final, ya saliendo a escena la muchachita, alcancé a decirle:

-Ahora, Margarita, solo falta que te enciendas, que irradies, que pongas tu alma. ¿Comprendes?

La niña salió cantando y bailando con un pajarito de lata en una mano y en la otra una jaula vacía.

El pájaro de lata parecía haberse despertado. Daba la sensación de que realmente cantaba para que su amita no lo destinara al encierro de esa jaula.

¡Qué bien estaba Margarita!

Cuando terminó el acto, le dije:

-Margarita, ¡cómo quisiera verte así toda la vida, con tus trenzas azules y tus ojos castaños en un maravilloso complejo de belleza!

Lo que recuerdo de entonces es que todo el cabello se le puso azul, como si viviéramos la fantasía de un cuento de hadas.

La muchachita buscó un espejo para mirarse por primera vez y quedó encantada de si misma.

Pasaron los días, diré mejor los años. Nunca más supe de aquella pajarera que bordando los límites del recuerdo, saltaba siempre a escena.

De repente, como es de pequeño y angosto el mundo, me la encontré un día en el parque de recreo de una gran ciudad, trepada en una escalerilla, bajo un lindo cartel de pájaros pintados. Ahora si de verdad en el oficio. Vendía pájaros.

Sus trenzas azules me la dibujaron otra vez en escena y para animar aquel bellísimo cuadro del encuentro, dije:

-¿Y dónde están tus pájaros y sus jaulas?
-Aquí -dijo-, señalándose el pecho.
-Pero entonces, ¿Qué es lo que vendes? ¿Canciones?
-¡Pájaros! -contestó entusiasmada-. Pájaros, pero sin jaulas.
-¿Pájaros? -repetí alelada-. Me dio la sensación de que la muchachita aquella había enloquecido. No tenía nada que vender. Sólo una canasta llena de papeles de color cortados en cuadrados y rectángulos.

Se creía vendedora de pájaros sin jaulas.

¡Cuánta tristeza invadió mi alma! Que esta niña de tantas promesas viviera la vida de una boba, me dio un vuelco el corazón.

-Los hago a gusto del cliente -agregó.

Pensé entonces, que el plegado del papel aprendido con cariño en la escuela (ella tenía el mejor cuaderno) fascinaba a los niños y le había señalado a Margarita su destino.

Mas animada le dije:

-Bueno, de algo se vive. Es un trabajo honrado.

Pensar que esta nimiedad que se hace jugando, pero explotada con entusiasmo y seriedad, puede servir para ganarse la vida.

Ella no dejaba de sonreír.

Mientras hablábamos, dos niñas se acercaron a comprar canarios-

-Uno rojo y otro azul -dijeron, y se pusieron a jugar en la linda y tentadora escalerilla mientras esperaban sus canarios de papel.

Claro, siendo de papel no interesaba el color.

En el tiempo en que estuve como distante de las dos chiquillas, subiendo y bajando mi alma por aquella escalerilla de ilusión, la pajarera había terminado sus aves y en realidad eran canarios vivos. Lo supe por el canto limpio y musical con que la premiaron la exclamación de las niñas:

-Qué lindos!

Asombrada miré como cada avecilla dócil fue puesta en la mano de las niñas, mientras ella, la pajarera, se guardaba el dinero tintineante en los bolsillos.

-¿No estaré soñando? -dije-. Me pellizque. Mi sangre ardía.

Después, una viejecita llamó pidiendo un tordo:

-Se ha comido el gato el tordo de la dueña de casa, si no lo encuentra mata al gato y me mata a mí -decía la viejecita parlanchina con su traje de colores desmayados y una linda sonrisa.

Margarita envolvió un papel de lustre negro, hizo unos cuantos malabares con los dedos y luego otra vez, el ave trepó al hombro de la anciana que a pasito menudo se perdió por la ancha y soleada avenida.

Luego fue un viajero que quería llevarse de recuerdo una santarrosita, la avecilla que borda con sus patitas amarillas encajes de ilusión y de finura sobre la tierra recién amanecida.

La vendedora trenzó dos trozos de papel, uno negro para la espaldita del ave y una franja blanca para matizar el pecho y las alitas; y ya está, se lo entregó al feliz viajero que decía:

-Tengo una niña de seis años que colecciona pájaros. Donde quiera que yo vaya, le llevo alguno, extraño por supuesto. No le atraen las muñecas.

No salía de mi asombro.

Se puede ser diseñadora de modas, por ejemplo, reveladora de fotografías, fabricante de flores artificiales, vendedora de flores naturales, obrera de taller, creadora de música, pintura y poesía; pero ¿creadora de aves?

¿Puede el Señor haberle enseñado a esta criatura que pasó por mis manos su secreto, su propio oficio?

Al final, casi huyendo de mi misma, dije:

-Adiós Margarita, me gusta tanto tu trabajo, que si no fuera porque tengo al igual o parecido al tuyo, el tener que arreglarme con los niños, te juro, que compraría otra escalerilla como la tuya y vendría a ayudarte. ¡Es tan hermoso tu oficio!

La pajarera buscó en el fondo de su canasta el pájaro de lata de aquella vez en que salió cantando y me dijo:

-¿Se acuerda?... No me he separado nunca de él, ni del recuerdo. El hizo nacer en mí el deseo de ser lo que ahora soy. Lléveselo.

Me alistaba a recibir el pajarillo de lata, cuando terminando de limpiarlo con un breve plumerito dijo:

-Ahora, pajarito, solo falta que te enciendas, que irradies, que pongas tu alma. ¿Comprendes?

Y el lindo ruiseñor empezó a cantar.

Al alejarme, una bandada de pajarillos sueltos llenó el aire de colores y de música como si me abrieran el camino o despidieran al pájaro de lata...

Mi pajarera de las trenzas azules se quedó tan contenta.

Rosa Cerna Guardia

Tomado de: La literatura Infantil en el Perú, de Francisco Izquierdo Ríos. Casa de la Cultura del Perú. Año 1969. Páginas: 70 a 74. 

La guerra de los animales

 



Hace mucho tiempo todos los animales de la selva, divididos en dos bandos, estaban en guerra. Nadie sabía los motivos de la guerra ni se interesaban en saberlo. Lo único que recordaban era que quienes iniciaron la pelea fueron los pumas y los sapos.

La gente comentaba que todo empezó aquel día en que un puma se acercó a la orilla del río a tomar agua y, sin querer, pisó la cabeza de un sapo que se encontraba tomando sol sobre la yerba. Este, alzando la voz, le reclamó diciéndole:

-¡Oiga! ¡Está ciego o qué! ¿No ve dónde pone su pataza cochina?

El puma, al escuchar semejante insulto, volteó y de un golpe lo empujó al agua. Luego de ese incidente, ambos se fueron y empezaron a formar dos bandos. Los sapos pidieron ayuda a las hormigas, alacranes y pirañas.

También buscaron a los tábanos para pedirles apoyo; estos, en señal de aceptación, prometieron zumbar día y noche en el aire para fastidiar a los pumas.

El bando de los sapos además logró la adhesión de las arañas y las avispas. Las arañas, apresuradas y silenciosas, empezaron a tejer sus telas para usarlas como trampas fatales. Las avispas, en grupos pequeños, atacaban a los felinos haciéndoles la vida imposible.

Por su lado, los pumas consiguieron la participación de las terribles culebras, los lobos, añaces, sajinos y de los cocodrilos que, emocionados con la idea de la guerra, dieron zambullidas y chapoteos en las aguas de los ríos.

Cada uno de estos dos bandos tenía algo que los caracterizaba:

Los sapos se unían cada vez más con animales pequeños, insignificantes, invisibles, que se agrupaban en los territorios bajos, como las llanuras, y a orillas de lagunas y ríos. En cambio, los pumas se asociaban con animales más grandes, poderosos y terribles, que se iban reuniendo en las regiones altas, como montes y cumbres de montañas.

Así estuvieron por mucho tiempo, sosteniendo una guerra que cada vez los exacerbaba más y más.

Hasta que, felizmente, un día, una anciana y sabia tortuga presentó esta sugerencia:

-Que cada bando elija un animal para que pelee y se sepa quién ganará la guerra.

Los grandes escucharon y aplaudieron fuertemente esta propuesta. Los pequeños hablaron entre sí y luego de una corta deliberación también aceptaron la idea.

Muy rápido, en el lado de los grandes, se llevaron a cabo varias reuniones en las que unos y otros se peleaban por salir elegidos.

Cada animal decía tener más fuerza y astucia para vencer a los contrarios.

El primero en disputar el puesto fue el cocodrilo que, con voz ronca, gritó:

-¡Creo ser el rival indicado!

-Deja primero de mover tu cola, que fastidia –se atrevió a decir el mono, al que apenas se le veía porque se encontraba colgado en una rama.

-¿Eh? –frunció las cejas el saurio.

-La verdad. Tú no asustarías a nadie. Eres muy pesado para pelear –dijo ahora el mono.

Al escuchar esto, el cocodrilo, llenó de furia, derribó con la cola el árbol donde estaba el mono y las aves salieron volando para ponerse a salvo.

Entonces, apareció una terrible culebra de lomo pintado como si fuera mariposa y haciendo centellar sus ojos ante todos, habló casi silbando:

-¿Quién resiste el hechizo de mi mirada? ¿Quién mi veneno que mata?

Al escuchar esto, los venados echaron a correr por el campo, muertos de miedo.

-¡Basta! –gruñó levantándose, majestuoso, el tigre otorongo. Se afiló las uñas en las piedras y, sin mirar a nadie, continuó:

-¡Que se acabe esta ridícula pelea! ¿Quién es más fuerte entre los presentes que el señor otorongo? ¿Quién?

Dio un salto y se pasó mirando fijamente a cada uno de los asistentes.

Nadie se atrevió ni siquiera a respirar, menos a oponerse a lo que decía tan importante señor. En consecuencia, acordaron nombrarlo a él como representante.

Al terminar la asamblea, el tigre otorongo sonrió con desprecio saboreando su hazaña. Y allí se quedó, torciéndose calmosamente los bigotes.

Mientras los grandes discutían quién sería el representante de la pela, en el bando de los sapos todos estaban en silencio. A los pequeños se les veía correr de un lado para otro, agachados, como llevando o trayendo algo. Nada se sabía del modo como elegirían al que iba a enfrentar al enemigo. Un gran secreto, oscuro como la noche de la selva, cubrió el nombre del combatiente. En la tienda de los grandes, nadie se preocupó de averiguarlo.

Mientras tanto, los animales de uno y otro bando limpiaban el campo, quitaban hojas, medían linderos. Los grandes prepararon una gran fiesta para celebrar la victoria y recibir al héroe.

Las orquestas de música tenían contrato para toda la noche y el amanecer siguiente.

Hasta que por fin llegó el día de la pelea. Desde las primeras horas de la mañana, los alrededores de la chacra se fueron llenando de animales que se ubicaron en los árboles, montes cercanos, ríos y maleza. En poco tiempo, los contornos estuvieron cubiertos de garzas, monos y culebras. Los peces se acercaron hasta una pequeña laguna donde se juntaron también los lagartos.

Había un enorme entusiasmo en los grandes y nerviosismo en los pequeños. Era, en verdad, un gran acontecimiento. Era, por fin, el término de la guerra. Todos estaban alegres. Como no sucedía desde hacía tiempo, se sonreían y se saludaban con amabilidad.

Y llegó, por fin, la hora indicada.

Sin dejarse esperar, apareció el tigre otorongo saltando desde una inmensa rama. Hubo un gran aplauso y gritos de júbilo de parte de sus compañeros.

Todos miraban a uno y a otro lado para ver aparecer al desconocido adversario de tan importante rival, pero no se producía ningún movimiento especial en ninguna parte.

-¿Me tienen miedo los del bando contrario que no envían a su representante? –rugió el tigre y se rió burlonamente.

En ese mismo instante, en la parte más sensible de la entrepierna sintió que lo hincaban. Volteó ágil como un rayo al sentir el dolor.

Su rival era el diminuto izango, armado de su filuda saeta. El animalito corría ahora de un lado a otro por la panza y el lomo del otorongo dándole muchos hincones.

En pocos minutos, el tigre otorongo corría, saltaba se daba volatines y gritaba al sentir los pinchazos del izango. Todos los animales estaban asombrados. Parecía que el tigre otorongo había enloquecido bajo el efecto de alguna bebida elaborada por los sapos. Pero estos, alzando la cabeza, dijeron el nombre del luchador, nombre que empezó a correr de boca en boca por todos los pueblos mientras el tigre otorongo rugía como loco girando y manoteando en el aire, luchando contra alguien que parecía invisible porque ningún manotazo le llegaba.

El izango, para terminar con la pelea, pinchó en la cara a su enemigo, y éste cayó dando un gran grito.

Los animales de uno y otro lado vieron cómo el tigre otorongo, el animal que había hecho alarde de su fuerza y bravura se desplomaba pesadamente en el suelo, con las patas abiertas y cogiéndose los ojos.

Así ganaron la guerra los animales más pequeños.


FIN 

Plumas al viento





Cuenta una vieja historia judía que había cierto maestro que tenía mucha sed por el conocimiento y un día se enteró que no muy lejos del pueblo vivía un hombre sabio y entonces decidió ir en busca de aquel sabio para saber si era verdad lo que decían de él.

Al llegar al lugar donde moraba el sabio se dio con la sorpresa de que era una humilde morada y bueno se dijo así mismo:

"No es lugar para un sabio..."

Luego de meditar algún tiempo, decidió tocar la puerta y una voz desde dentro dijo: "Adelante".

El maestro al entrar fue invitado por el sabio a sentarse y tomar con él una taza de té, pero sucedió que mientras el sabio iba echando el té lentamente el maestro notó que se iba a derramar y cuando esto sucedió el maestro le gritó al sabio:

"Es imposible que un sabio se equivoque de tal manera"

A lo que el sabio le contestó:

"No puedo enseñarte nada porque al igual que está taza de té tú has venido lleno de conocimiento y cualquier cosa que yo quiera enseñarte será derramada".

Entonces, el maestro que no entendió en ese momento el significado de lo que había intentado transmitirle el sabio decidió irse a su casa y no contento con eso, empezó a hablar mal del sabio por todo el pueblo, contando mentiras acerca de él. Con el tiempo, aquel chismoso se dio cuenta de que había actuado mal. Fue a pedirle perdón ́al sabio y le preguntó cómo podía remediar su error.

El sabio le pidió una sola cosa: tenía que agarrar una almohada, abrirla con un cuchillo y esparcir al viento las plumas que tenía adentro. El chismoso se quedó extrañado, pero decidió complacerlo. ́Luego volvió a ver al sabio y le preguntó:

-¿Ya estoy perdonado?
-Primero tienes que ir a recoger todas las plumas —respondió el sabio.
-¡Pero eso es imposible! El viento ya las ha dispersado —protestó el chismoso.
-Pues igual de imposible es remediar el daño que has causado con tus palabras —concluyó el sabio.

La lección no puede estar más clara:

Una vez que dejamos salir las palabras, no podemos recuperarlas, y a menudo nos resulta imposible arreglar el daño que causan. Por eso, antes de contar cualquier cosa sobre alguien, recordemos que estamos a punto de soltar plumas al viento.

FIN

Tomado del Blog: Plumas al viento. 

miércoles, 27 de octubre de 2021

EL ZORRO Y LA HUALLATA




Un viento agudo soplaba sobre las colinas grisáceas de la puna, sacudiendo la escasa paja que las cubría. En el horizonte la fantástica dentadura de la cordillera semejaba una interminable fila de cabezas de indios.

La Huallata, gruesa y corpulenta, paseaba majestuosamente, igual que una matrona, seguida por sus polluelos. Se detuvo junto a una pequeña laguna y las huallatitas la rodearon. El Zorro, don Antonio le llaman los cholos, la seguía, atento y despacioso, admirando las patitas rojas, casi color de fuego, de los animalitos.

Al verlo a don Antonio a tamañas alturas, la Huallata no pudo menos que alarmarse. Conocíalo por sus rapiñas y temió por sus hijitos. Pero las actitudes del zorro eran de rara pasividad, parecía ensimismado, contemplaba solamente las lindas patitas color de fuego de las huallatitas. No había salido aún de su asombro doña Huallata, cuando el Zorro se acercó tranquilamente y le habló:

-Buenos días, mamay doña Huallata.

-Buenos días, taytay don Antonio –respondió ella con disimulada aspereza.

Y antes que pudiera decir más, don Antonio, fija siempre su atención en el precioso esmalte de las patitas de sus hijitos, volvió a hablarle:

-¡Atatachau! Mamay, doña Huallata. ¿Y los piececitos de sus hijitos? ¡Qué lindos, como candelita!...

-Sí, pues, taytay –dijo no más doña Huallata, como buena chola, al mismo tiempo halagada y desdeñosa.

Y envolvió en una mirada de orgullo a sus pequeños.

-¡Caray!... ¿Y cun qué cosita les has dado ese colorcito, mamay? ¡Nadis tiene así colorcito!...

Mentalmente don Antonio envidiaba a la feliz ave. Cuánto no daría él porque sus hijos también tuvieran patitas de ese mismo color. Y pensaba en que él también podría gozar de esa gran dicha, si la Huallata quisiera revelarle el secreto de su arte, tan exclusivo de ella, como era esmaltar las extremidades de sus hijitos.

Animado por ese pensamiento, don Antonio prodigó buenos cumplidos a doña Huallata y, finalmente, le dijo:

-¡Caray!... ¡Yo también quisiera que mis hijitos tuvieran ese colorcito de piecitos!... ¿No me dirías, mamay, cun que cosita les das ese colorcito?

-Ah… Con candelita los hago, taytay. Prendo harta leña y cuando está habiendo bastantes brasas, los voy tostando unito por unito…

Don Antonio escuchó abobado y exhaló:

-¡Ah, ha!...

-Sí, taytay. Así puedes hacerlo tú también.

El Zorro hizo un gesto estúpido de aceptación.

-Ajá…

Conforme y satisfecho, don Antonio se alejó pensando maravillado en lo que acababa de aprender. Realmente, se dijo, no estaban sino esmaltados al fuego los piececitos de las pequeñas huallatitas. Preparar rojas brasas, coger uno por uno a sus hijos e irles enrojeciendo los miembros inferiores, le parecía sencillamente un portento.

Desde entonces, el Zorro no abandonó esa idea.

Y cuando llegó a ser padre de graciosos zorritos, orgulloso, feliz, no sabía qué hacer con ellos y pensó en encarnarles los piececitos. Pero esto de encarnarles sólo los pies le pareció después muy vulgar; ¿cómo podría hacerlos iguales a esa chusma de los hijos de la presuntuosa Huallata? No, de ningún modo. Se dijo que sus hijos serían más bellos, y decidió, con gran alborozo, enrojecerlos todos enteros.

-¡Qué caray! –exclamó-. Enteritos van a ser como fueguitos. ¡Qué caray!...

Y, a diferencia de la Huallata, no preparó simplemente brasas, sino que construyó un horno con terrones y piedras. Se aprovisionó de buena leña, bosta seca, calentó el horno al rojo vivo. Hecho lo cual, cogió a sus críos y los metió todos juntos, pese a que los infelices chillaban como unos condenados.

-No griten –decíales el Zorro-. Más bien como fueguitos van a salir coloraditos, bonitos.

Y cerró herméticamente el hueco del horno.

Calculando el tiempo, don Antonio, animoso y risueño, fue a abrir la boca del horno, y vio horrorizado que sus pobres hijos estaban achicharrados.

¡Qué chascos, qué tragedias, ocasionan la fiebre de la vanidad y el ansia de ostentación!

Manuel Robles Alarcón

Huallata: Ave palmípeda de la puna, parecida al pato doméstico, pero mayor en tamaño, de cuello recto y patas más largas.

Atatacháu: Expresión quechua aumentativa de lo bello


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Tomado de: Revista Cultura y Pueblo, No 6, abril-junio, año 1965. Página 34

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Leyenda: El hilo rojo

 



Hace mucho tiempo, un emperador se enteró de que en una de las provincias de su reino vivía una bruja muy poderosa que tenía la capacidad de poder ver el hilo rojo del destino y la mandó traer ante su presencia.

Cuando la bruja llegó, el emperador le ordenó que buscara el otro extremo del hilo que llevaba atado al meñique y lo llevara ante la que sería su esposa; la bruja accedió a esta petición y comenzó a seguir y seguir el hilo.

Esta búsqueda los llevo hasta un mercado en donde una pobre campesina con una bebé en los brazos ofrecía sus productos. Al llegar hasta donde estaba esta campesina, se detuvo frente a ella y la invitó a ponerse de pie e hizo que el joven emperador se acercara y le dijo: “Aquí termina tu hilo”, pero al escuchar esto, el emperador enfureció creyendo que era una burla de la bruja.

Empujó a la campesina que aún llevaba a su pequeña hija en los brazos y la hizo caer haciendo que la bebé se hiciera una gran herida en la frente. Luego ordenó a sus guardias que detuvieran a la bruja y le cortaran la cabeza.

Muchos años después, llegó el momento en que este emperador debía casarse y su corte le recomendó que lo mejor fuera que desposara a la hija de un general muy poderoso.

El emperador aceptó esta decisión y comenzaron todos los preparativos para esperar a quien sería después la elegida como esposa del gran emperador. Llegó el día de la boda, pero sobre todo había llegado el momento de ver por primera vez la cara de su esposa.

Ella entró al templo con un hermoso vestido y un velo que la cubría totalmente su rostro. Al levantarle el velo vio por primera vez que este hermoso rostro tenía una cicatriz muy peculiar en la frente. Era la cicatriz que él mismo había provocado al rechazar su propio destino años antes. Un destino que la bruja lo había puesto enfrente suyo y que decidió descreer.

FIN

Tomado de: WEB diario norte, 1 de abril del 2016

Mara, la niña voladora de Papantla




En Papantla, Veracruz, México, existe una costumbre milenaria que es conocida como la tradición de Los Voladores de Papantla. En diciembre de cada año, cuatro hombres, que son los voladores, y un caporal, que es quien los dirige, suben a un poste tan alto como un edificio de entre dieciséis y diecisiete pisos y, atados por una soga, cada uno de los voladores se lanza al aire y da vueltas alrededor del gran poste. Sí, los cuatro hombres vuelan atados, pero vuelan.

Se trata de una especie de danza en la que cada uno de los voladores da 13 vueltas y, como son 4, entre todos dan 52 vueltas que es el número de años que hacen un siglo totonaca. Esta tradición ancestral del pueblo de Papantla fue observada por los primeros misioneros españoles que llegaron a esa parte de México y poco o nada ha cambiado desde entonces. La tradición es una forma de pagar tributo a los cuatro elementos naturales: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Piden así buena cosecha y comida para todos durante todo el año.

Como en muchas de las tradiciones de nuestros pueblos, la parte más importante de todo esto está reservada solo a los hombres. La historia que te voy a contar es corta, pero sucedió no hace mucho y todavía no se habla mucho de ella, quizás por miedo o quizás simplemente que todos en Papantla quieren hacer como que nunca sucedió.

Mara y Anastasio Tiburcio nacieron en 1995, el mismo día pero con minutos de diferencia y eran lo que comúnmente se conoce como mellizos. Fue terrible pero la madre de Mara y Anastasio no soportó dar a luz a dos niños tan grandes y tan fuertes y, poco después, murió. El padre de ambos, que era muy pobre, decidió entonces que él cuidaría del hijo hombre y la madre de sus esposa, y abuela de los mellizos, doña Clotilde, de la hija mujer. Como doña Clotilde vivía en Los Ángeles, en Estados Unidos, Mara fue llevada allí aún bebé y creció entre los latinos de Los Ángeles, entre el inglés y el español, gracias a su abuela, sin nunca olvidar que ella tan mexicana como los mexicanos del mero México.

El tiempo pasó y, como suele suceder con todos a cierta edad, Mara tuvo mucha curiosidad y deseo de conocer más de sus orígenes, y navegando por Internet, descubrió la danza de Los Voladores de Papantla. No le tomó mucho tiempo, aunque si mucha insistencia, que se abuela le contase, cuando cumplió trece años, de su padre y de su madre y, esto fue lo que más la entusiasmó, de la existencia de su hermano mellizo. En Papantla no hay muchos usuarios de Facebook pero, por esas cosas del destino, Anastasio tenía su página y Mara llegó con relativa facilidad a él.

Los hermanos se hicieron muy amigos, y Mara pidió a su abuela visitar a su padre y a su hermano como regalo al cumplir los catorce años. Su abuela, con cierta reticencia, accedió y, sin decirle nada al padre de Mara y Anastasio, partió con su nieta rumbo a Papantla para las Navidades. Lo que nadie sabía era que, para ese entonces, Mara y Anastasio se comunicaban a diario por Internet y sabían al detalle de la vida del uno y del otro.

Ese año Anastasio volaría por cuarta vez colgado del gran poste. Al menos eso es lo que todos creían. Por eso, una mañana, cuando Mara y su abuela llegaron a Papantla, nadie absolutamente nadie, se imaginó lo que estaba por ocurrir. Los hermanos se reconocieron, pues luego de un año de largos encuentros diarios en la red, era poco lo que no se habían contado el uno al otro. Esa noche se acostaron temprano luego de haber almorzado y cenado en familia con su padre, la abuela y tantos tíos y primos, llegados de todas partes de México, que ninguno de los dos hubiese sido capaz de recordar todos los nombres aunque los hubiese estudiado.

Al amanecer todo el pueblo solo pensaba en los voladores. Anastasio, que ya conocía perfectamente lo que debía hacer se levantó y se despidió de su padre. A nadie extrañó esto, puesto que así lo había hecho el año anterior y el año anterior al anterior. Mara dijo que lo seguiría de lejos, pues siendo ella mujer, sabía perfectamente que debía guardar distancia.

Cuando estaban en la cuarta vuelta, el caporal notó que, en la parte más alta de un árbol cercano, había un muchacho trepado, observando el giro de los cuatro voladores. Grande fue su sorpresa cuando reconoció a Anastasio y, en una fracción de segundo, se dio cuenta entonces de que quien estaba volando no era Anastasio, sino Mara. En ese preciso instante, la cuerda de Mara se rompió y ella salió volando por los aires, rumbo al Sur, con una gran sonrisa dibujada entre los labios. Segundos después, Anastasio también había desaparecido. Luego de siglos y siglos de Los Voladores de Papantla, una mujer no solo había volado atada al poste, sino que había volado de verdad.

Nunca nadie más supo ni de Mara ni de Anastasio. Cuentan que, en las noches que vienen estrelladas, pasan siempre dos luceros juntos, iluminando poderosamente el cielo de Papantla. Los viejos dicen que eso nunca pasaba antes. Los niños dicen, entre ellos y solo para ellos, que son Mara y Anastasio que vienen a visitar a su familia.

FIN


Tomado de: Manual de Vuelo. Historias de quienes quisieron volar. De Hernán Garrido-Lecca. Alfaguara, año 2010. Páginas: 43 a 47.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Maui, castiga al sol (Leyenda Maori)




Maui creció, se hizo hombre, y se casó con una bella mujer. Por aquellos días, el dios Sol, cuyo nombre era Ra, solía ser muy descuidado con respecto a la duración del día. Por la mañana, salía de una cueva en el este, se movía a través del cielo y luego por la tarde entraba a otra cueva en el oeste. Pero resulta que a veces el día era largo y a veces corto. De hecho, nunca se sabía cuál iba a ser la duración del día. El mal comportamiento del sol era muy desconcertante y fatigoso.

Maui y sus hermanos hablaban a menudo de la necesidad de darle una lección al sol; pero, como Ra era un dios muy poderoso, durante mucho tiempo no estuvieron dispuestos a interferir con él. Un día, sin embargo, Maui decidió no posponer más alguna acción. Es que el sol había salido como de costumbre, y la esposa de Maui había puesto el pescado y los Kumaras (camotes) al fuego, para cocinar el desayuno. Pero el sol se apresuró en atravesar el cielo y entró en su cueva occidental con tanta prisa que el día terminó en pocos minutos. El desayuno no se había terminado de cocinar, y Maui y su esposa tuvieron que comerlo a la luz del fuego en lugar de a la luz del día.

Maui convocó inmediatamente a sus hermanos para un consejo. El sol, dijo, debe recibir una lección a la mañana siguiente.


Maui dio un plan a sus hermanos: comprar una gran cantidad de hojas de lino y unas fuertes ramas de Manuka (árbol de Te). Esto se hizo. Luego se sentaron todos alrededor del fuego y trenzaron el lino en una soga muy fuerte.

Tan pronto como todo estuvo listo, se dirigieron a la cueva en el este, de donde sale el sol cada mañana. Colocaron la cuerda de lino alrededor de la apertura y se quedaron esperando con los palos en la mano.

Poco a poco se vio una luz al fondo de la cueva. Se hizo más y más brillante; y luego vieron el Sol arrastrándose hacia ellos. Iba sobre sus manos y rodillas, su cabello estaba muy erguido, como lo están las cerdas de una escoba, y brillaba con mucha luz.

El sol se detuvo en la abertura y miró de arriba abajo, se preparaba para volar hacia el cielo.

"¡Ahora!" dijo Maui.

Al oír esta palabra, los hermanos tiraron de los dos extremos de la cuerda de lino y el Sol quedó atrapado firmemente por el cuello. Lo sacaron a rastras de la cueva y Maui lo golpeó en la espalda hasta que se le cansó el brazo. El Sol rugió pidiendo piedad, pero los atacantes consideraron que no se le había castigado lo suficiente. Cada hermano tomó turno para golpearlo; y cuando terminaron, el sol estaba casi muerto.

"¿Ahora, me lo prometes?", preguntó Maui. "¿Harás los días siempre de la duración adecuada, y no correr más por el cielo como ayer? Si no lo prometes, volveremos a golpearte de nuevo"

"Ay, ay" gimió el pobre sol. "Lo prometo, lo prometo"

De modo que dejaron que el sol se fuera, gimiendo de dolor, y siguiera su viaje hacia el oeste. Tenía tanta prisa por escapar que se llevó consigo la cuerda que los hermanos le habían enredado al cuello. Eso, o algo de eso, todavía está allí en lo alto. Al atardecer, a veces puede verse los extremos deshilachados de la gran cuerda arrastrando una línea brillante a través del cielo.

Durante mucho tiempo el sol recordó bien su lección, e hizo que los días fueran largos en verano y cortos en invierno.

Aun así, en general, la paliza le hizo bien. No es tan descuidado como antes de que Maui lo castigara; porque aunque los días varían a lo largo del año, de largos a cortos, ahora sabemos bastante bien qué esperar del verano o que esperar del invierno.

Fin


Tomado de: Legends of the MAORI, for children aged 9 - 10 years. Whitcombe and toms limited.

Este es un hermoso relato. Una leyenda de creación. La sabiduría de una nación para explicar aquello que es un misterio. Yo lo veo así. Siempre quedo sorprendido.



miércoles, 8 de septiembre de 2021

El fuego de la colina





Existía en África un lago con unas aguas tan heladas que su sola visión daba frío. Nadie osaba bañarse en él. No lejos del lago, se encontraba una aldea regida por un jefe rico y poderoso.


-Todo su oro y todas sus armas pertenecerán algún día al marido de su hija -comentaban los aldeano, que añadían-: Pero quién sabe si la bella Nyan-Te se casará...

Decían esto porque el jefe había ideado una prueba muy difícil para su futuro yerno. Solo el hombre más fuerte y valeroso podía casarse con su hija, pues para ello tendría que pasar toda una noche dentro del agua helada del lago.

-Si no muere de frío ni se ahoga, le devorarán las fieras que van a abrevarse en el lago por la noche -murmuraban las gentes-. ¡Va a ser difícil encontrar a un hombre tan valiente!

Pero sí que lo encontraron. Ntongo, un joven pobre, huérfano de padre desde su más tierna infancia, despreciaba el oro: solo le interesaba la hija del jefe, de la que estaba perdidamente enamorado.

-No sé como podré seguir viviendo si mueres -le dijo su madre-. Pero veo que estás decidido. Eres ya un hombre y no te retendré.

Cuando cayó la noche, los hombres del jefe treparon a la copa de los árboles para asegurarse de que Ntongo cumplía la prueba. El joven salió de su choza y se encaminó hacia el lago. Su madre le siguió a escondidas. Estaba convencida: si su hijo moría en el lago, ella iría detrás.

Ntongo, intrépido como era, se metió en el agua helada. Le pareció que el corazón se le paraba. Acto seguido, oyó los pasos de las fieras y el rugido de un león. Pero perseveró. ¡La noche apenas había empezado y tenía que seguir en el agua hasta el alba!

De pronto vislumbró en lo alto de la colina que se elevaba junto al lago una lucecita cada vez más intensa... Era el fuego que había prendido su madre para hacerle ver que estaba allí, a su lado.

Al oler el humo, los animales salvajes fueron escabulléndose. El agua seguía igual de helada, pero Ntongo, abrigado por el amor de su madre, ya apenas tenía frío. En la colina, esta continuó quemando ramitas secas hasta el amanecer para que su hijo no se sintiese solo.

Cuando Ntongo volvió a la aldea, el jefe le estaba esperando:

-Sé que has pasado la noche en las aguas del lago -le dijo-. Pero también sé que en la colina ha ardido un fuego toda la noche. Tal vez por eso no has pasado frío...

Al escuchar estas palabras, la madre de Ntongo se presentó ante el jefe y le dijo:

-Le voy a preparar una sopa.

Puso a continuación una marmita llena de carne lejos del fuego.

-¿Cómo pretende cocinar esa sopa si las llamas ni siquiera alcanzan la marmita? -preguntó el jefe.
-De igual forma en que el fuego de la colina calentó a mi hijo -respondió la madre de Ntongo.

El jefe comprendió su error y se sintió avergonzado.

-¡Mi hija será tuya! -le anunció a Ntongo_. Eres valeroso y sin duda serás un buen jefe: te ha criado una madre valiente y sabia.

Así fue como Ntongo pudo casarse con la bella Nyan-Te y convertirse en el jefe de la aldea. Desde entonces, en los tobillos de su madre tintinean pulseras de oro macizo.

FIN

Tomado de: Pequeñas historias Amor y amistad. Ediciones pirueta. Páginas 39 a la 43. 

lunes, 6 de septiembre de 2021

EL BENTEVEO (Leyenda Guaraní)




Cuando AKITÁ y MONDORI se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva OGA MÍ estaba en plena selva misteriosa.

Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.

Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre TUYÁ a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a la que ayudaba en lo que le era posible.

Para entonces ya había nacido SAQUA-Á, que al presente contaba ocho años.

Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.

Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.

Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el SURUBÍ, el PIRAYÚ, el PACÚ o el PATÍ que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.

Otras veces, era una vasija repleta de miel de LECHIGUANA que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.

Para el pobre tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.

Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias.

Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.

A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.

Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.

Sagu-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.

Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.

El anciano por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al CUMINÍ, ni intranquilizar a sus hijos.

Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su TEMBIRECÓ Mondori a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.

Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.

Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero este, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaran su alejamiento.

Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, y enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.

Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.

El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.

Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.

El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.

Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad.

Ese día muy temprano, cuando las estrellas aún brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.

Cuando despuntaba la aurora, Mondori consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.

El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de las manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:

-¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?

-No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.

-¿Por qué tengo que atenderlo?-insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la IGÁ y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada!

-¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!

-¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el despechado Sagua-á.

Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo.

Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...

Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que el entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...

¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio?

Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á?

Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.

Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.

Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.

Del pobre abuelo ni se acordó siquiera.

En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada:

-¡Sagua-á! ¡Sa... gua...á...!

Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió:

-¿Qué quieres? ¡Ya voy!

Pero ni se movió

El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.

Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:

-¡Ven... Sa...gua...á! ¡Ven por... favor...!

Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al INIMBÉ donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:

-¿Qué quieres?

-¡Alcánzame un poco de agua...! Tengo sed... Mi vida se apaga...

-¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.

-Sí... mi vida se apaga... como un pito gué... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...

Pero el desalmado, solo pensaba en reír y repetía sin cesar:

-Pito gué... Pito gué...

El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.

Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:

-Pito gué... Pito gué...

Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.

Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:

-Pito gué... Pito gué...

Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:

-Pito gué... Pito gué...

Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.

Cuando Akitá y Mondorí volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.

En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.

Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:

-Pi...to gué... Pi...to gué... Pi...to gué...

Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban PITO GUË, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.

FIN


VOCABULARIO

AKITA: Terrón

MONDORI: Cierta clase de ave.

TUYÁ: Anciano viejo.

PIRAYÚ: Dorado (pez)

PACÚ: Pez grande de agua dulce.

PATÏ: Pez grande sin escamas.

SURUBI: Especie de bagre grande.

SAGUA-Ä: Arisco.

CUMINI: Niño.

TEMBIRECO: Esposa.

IGÁ: Canoa.

INIMBÉ: Lecho.

PITO GUÉ: Cachimbo que fue.

TUPÁ: Dios bueno.

OGA MI: Casita.


Tomado del libro: URPILA, tomo XIX de la colección Biblioteca Petaquita de Leyendas, de Leonor M. Lorda Perellón. Ilustrado por Francisco de Santo. Ediciones Peuser, Buenos Aires. Año 1958