martes, 27 de marzo de 2018

La verdadera desdicha






Como se acercase la Pascua, Jesús dijo a sus discípulos:

-Calzaos vuestras sandalias de becerro, vestíos vuestras túnicas de lino, atad en vuestro báculo una ampolleta de aceite, porque esta noche buscaremos en tierra de Galilea una verdadera desdicha.

-Señor, como dices se hará -le respondieron.

Y el Rabí desapareció en el valle profundo. A lo lejos, sobre el cielo casi negro, los montes mostraban aún sus crestas, mientras al lado opuesto no se veía sino la negrura impenetrable de las quebradas y de las arboledas de sicomoros. Y al débil resplandor de una hoguera, en torno de la cual calentábanse los discípulos, veíanse unas casitas blancas como lienzo puesto a secar...

Hubo un gran silencio. La rojiza llamarada prestaba resplandores fantásticos a los rostros venerables, daba de lleno en la abultada frente de Pedro surcada por dos arugas profundas; de los demás se veían fragmentos de túnicas, pliegues profundos ennegrecidos aún por la noche; cabezas agobiadas dejando caer la barba de plata sobre el pecho; frentes sostenidas por fuertes manos; extremos de báculos interrogando el vacío. Se oía el aleteo de las águilas "¿Una desgracia?" exclamó Pedro. Desde que El está con nosotros, ¿cuál ha sido la que sus augustas manos no hyan hecho desaparecer? ¿Qué fiebre no ha extinguido? ¿Qué humor no ha extirpado? ¿Qué lengua torpe no ha facilitado? ¿Qué pierna paralítica no ha movido? ¿Qué cadaver no ha animado? ¿Qué extinta pupila no ha abierto a la luz?... Acaso hay desde el mar hasta la Siria, desde Cafarnaum, hasta Tophel una sola alma que no haya acudido a su divino poder. Que no se haya conmovido ante su mansedumbre. Que no guarde en su interior un recuerdo imborrable del Rabí. Y ahora, de qué desdicha nos habla.

Calló. Sus ojos profundos indagaban el espacio negro en derredor; pasóse ambas manos por la barba, y de pronto dijo; levantándose:

-Vamos.

Los demás discípulos le imitaron apoyándose en sus báculos. Pusiéronse en marcha hacia el pueblo. Salía en ese momento una media luna delgada como el gajo de una fruta. A su difumada luz caminaron los apóstoles agobiados y lentos, mientras la arboleda de sicomoros salía de la negrura y a lo lejos veíanse más claramente los Montes del Carmelo, sobre cuyas crestas aleteaban las águilas.

Partieron. Iba en medio Jesús envuelto en su túnica azul, de blanca apariencia entre el claro de la luna que bañaba tenuamente la aridez del paisaje. Sus cabellos le batían la espalda y penetraban entre los pliegues de su vestidura. Tenía los brazos caídos delante del cuerpo y las manos enlazadas en esa actitud del que espera algo triste. Por debajo, a ras del suelo, se vía asomar y desparecer el extremo de su pie. Rodeábanle los discípulos vestidos de blanco como los escenios y allí en la noche entre las pedregosas laderas que orillasn el Mar Muerto, tenían el aspecto de aparecidos. Pedro, Andrés y Santiago, uno de los de Zebedeo, iban delante. Atrás venían Juan, Felipe de Bethsaida, Nathaniel, Didymo y Tadeo. El de Kerioth venía el último con una túnica oscura a la usanza de los de Hebrón. Caminaban en derechura a unos cubos de piedra de fúnebre apariencia, que se veían cercanos. El horizonte se alargaba detrás, estrecho entre sinuosas líneas.

Cuando estuvieron delante del primer cubo de piedra, el Nazareno se adelantó, y asomándose por un estrecho agujero por el que apenas cabía su cabeza, dijo:

-¡La Paz sea con vosotros!

Entonces brilló una luz, se abrió una puerta y voces confusas salieron de dentro.

-¿Señor, eres tú? ¡Bien venido seas!

Jesús volviéndose a sus discípulos, dijo:

-¡Entrad!

Penetraron a una habitación sin más muebles que una estera, un cántaro y un poyo de piedra. Una mujer velada y un anciano envuelto en un pellejo de camello, se prosternaron.

-Busco -dijo el Maestro, mirando a ambos- una desdicha, la más garnde, la más honda, la más trágica, aquella que más conmueva, que más consterne, que más lágrimas haya hecho verter. Quiero encontrarla para derramar sobre ella mi gracia.

-¡Oh, Señor! -dijéronle entreambos- entra con nosotros allí y la verás.

Entraron Jesús y sus discípulos en el aposento cercano y vieron a un mancebo atado de pies y manos, los ojos girando en las órbitas como dos furibundos globos, la boca espumajosa, debatiéndose como un pez fuera de su elemento.

-Señor -dijo el anciano de la piel de camello señalando al mancebo- aquí la tienes. Ahuyenta al enemigo malo...!

Jesucristo sonrió. Por su rostro se difundió una palidez de bienaventuranza que extrañó a sus discípulos. Entonces el anciando dijo:

-Señor: no consideras la mayor desgracia estar poseído del demonio a esta edad en que podía ser nuestro sostén...? Ve, Señor, nuestros años... no podemos ya... Haz el milagro, Señor...

-Todos sereís conmigo en breve -dijo.

Y salió. Los discípulos le siguieron silenciosos ante la pareja atónita. Se pusieron en marcha. Entonces volviéndose a ellos:

-Sé lo que pensaís, corazones débiles, pero os aseguro que aún hay mayor desdicha...

La luna avanzaba. De atrás de los cubos de piedra salía salía un olor de podredumbre que disipaba el vientecillo fresco de la noche.

Al llegar al segundo cubo volvió a llamar. Ladraban los perros fatídicamente. Volaban las águilas.

-¡La Paz sea con vosotros!

Nadie respondió. Entraron no obstante. Esta vez el cuadro era distinto. Una anciana semi desnuda yacía sobre una estera rodeada de chiquillos dormidos. Apenas vio al Señor quiso articular algo, pero no pudo. Sus ojillos brillaron con la intensidad angustiosa del que se ahoga sin remedio. Era muda y tullida. En torno los pequeñuelos dormían casi sobre ella, indiferentes. Tenían la lividez de la infancia que ayuna; algunos presentaban las mejillas húmedas por cosas sucias que habían comido. Otros a quienes sorprendió el sueño mordiscando un mendrugo, lo asían fuertemente. El Rabí, sonrió con dulzura y salió.

Mientras caminaban volvióse a ellos y les habló así:

-¡Almas de poca fe! ¿Aún también vosotros sois sin entendimiento? Os aseguro que éstos gozarán de mi padre. Aún hay mayor desdicha...

Y fueron al tercer cubo.

Había una niña muerta. Estaba en su lecho de esparto. Tenía los negros ojos abiertos y en la palidez del rostro parecían más negros aún. Tres mujeres con la cabeza en desorden se retorcían desesperadamente junto al féretro. E cuanto entraron al aposento Jesús y los suyos, levantáronse las tres mujeres y exhalaron el mismo grito.

-¡Rabí, resucítala!

Cristo volvió a sonreír son su misma dulcísima sonrisa y sali´dejando consternadas a las tres mujeres. Los apóstoles cabizbajos le seguían. Y así recorrieron toda esa comarca de desolación y de peste, encontrando paráliticos, ciegos, cojos, mudos, poseídos, todas las variantes de la desgracia, todos los matices de la angustia, todos los tonos de la queja, todas las crispaturas de la congoja, todas las tristezas, todas las desolaciones, los lutos, las iras, las hambres y las amarguras desparramadas en ese país de parias. Y así anduvieron bajo la luna por senderos áridos y espinosos apenas conturbados por el ladrido fúnebre de los perros. Y salieron de allí y llegaron a otra comarca y de allí a otras más, encontrando siempre nuevas desgracias. Y Jesús sonriendo siempre, decía a los suyos:

-Os aseguro que aún hay mayor desdicha.

Pero la grosera arcilla de los discípulos rebelóse y de entre el grupo taciturno salió una voz decidida, dura e irónica que habló así:

-No te conocemos esta noche Rabí. Nos haces dudar de tu poder divino. ¿Acaso has perdido ya tu virtud?

Entonces el Rabí extendiendo la mano dijo:

-He allí la verdadera desdicha. El que dudará no gozará de mi padre.

Y poniendo la mano sobre la cabeza del incrédulo:

-Cree -le dijo. Y desapareció.

FIN

Manuel Beingolea.