miércoles, 7 de diciembre de 2016

CARTA DE AMOR A UN TRAPEZOIDE








Querido trapezoide:

Le sorprenderá que por primera vez alguien le haga una declaración de amor y ésta no provenga de una figura plana. Su pertinaz vivencia en el plano le ha mantenido siempre al margen de lo que ocurre por arriba o por abajo, enfrente o detrás. Digámoslo claramente: yo lo conocí hace años pero usted aún no se había enterado, hasta hoy, de mi presencia. Debo pues empezar por el principio y darle noticia de cómo fue nuestro primer encuentro.

Ocurrió una tarde de otoño lluviosa. Una de estas tardes de octubre en que llueve a cántaros, los cristales de los colegios quedan humedecidos y los escolares sin recreo. Usted estaba quieto en una página avanzada de un libro grueso que era nuestra pesadilla continua. Me acuerdo aún perfectamente. Página 77, al final hacia la derecha, Fue al abrir esta página, siguiendo la orden directa de la señorita Francisca, nuestra maestra, cuando lo vi por primera vez. Allí estaba usted entre los de su familia, un cuadrado, un rectángulo, un paralelogramo, un trapecio, un rombo, un romboide,... y ¡el trapezoide!. Un perfil grueso delimitaba sus desiguales lados y sus extraños ángulos. La señorita Francisca se fue exaltando a medida que nos iba narrando las grandes virtudes de sus colegas cuadriláteros... que si igualdades laterales, que si paralelismos, que si ángulos, que si diagonales... y el rato fue pasando y la señorita seguía sin decir nada. Como las señoritas acostumbran a no explicar lo más interesante, a mí se me ocurrió preguntarle
-Señorita... ¿y el trapezoide? 

-Éste -replicó la maestra- éste es el que no tiene nada 
-¿Nada de nada? - le repliqué 
-Sí, nada de nada - me contestó

... y sonó el timbre. Quedé fascinado: usted era un pobre, muy pobre cuadrilátero. Estaba allí, tenía nombre, pero nada más. Por eso a la mañana siguiente volví a insistir en el tema a la señorita.

-Así debe ser muy fácil trabajar con los trapezoides -le dije - ya que como no tienen nada de nada no se podrá calcular tampoco nada de nada.

-¡Al contrario! Estos son, los más difíciles de calcular. Ya lo verá cuando sea mayor.

Durante aquella época yo creí intuir que matemáticas y cosas sexuales debían tener algo en común pues siempre se nos pedía esperar a ser mayores para “verlo”.

A usted ya no lo vi más, hasta que en Bachillerato don Ramiro nos obsequió con una fórmula muy larga para calcular su área. Esto me enfadó enormemente. Usted había pasado del "nada de nada” al "todo de todo". A partir de entonces empecé a pronunciar su "oide” final con especial desprecio “¡trapez­-OIDE!".

Nuestro siguiente encuentro tuvo lugar en una calle. De pronto miro el pavimento y descubro con horror que le estoy pisando. Di un salto y me quedé mirando. ¡Que maravilla! Después de tantos años sobre mosaicos llenos de ángulos rectos allí estaba usted. El "nada de nada” era ahora una loseta. Dibujé aquel suelo y entonces marqué los puntos medios de sus lados y empecé a trazar rectas y una maravilla de paralelogramos nacieron enmarcando su repetición. La señorita Francisca tenía razón en lo difícil que es tratarlo pero no la tenía en le del "nada de nada”.

Y ahora al final de la declaración sólo me queda pedirle una cosa. Por favor no diga nunca a nadie que yo hice esta declaración. Guarde esto en el centro del paralelogramo inscrito que le acompaña. Yo guardaré su recuerdo, dibujándolo en todas las reuniones. Los amores imposibles al menos tienen la virtud de ser duraderos. Suyo.

Claudi Alsina

martes, 6 de diciembre de 2016

Manchitas







Ella gustaba que la llamaran Luciérnaga. Es que en una oportunidad la llevaron de viaje a la selva, y una noche vio millares de puntitos luminosos que flotaban en el aire. Le dijeron que esas luminiscencias saltarinas eran las luciérnagas.

Luciérnaga tenía siete años. Una mañana lluviosa al mirar por su ventana vio un perrito que se apretaba contra la fachada, es que buscaba cobijo. Cuando la lluvia cesó, la niña abrió la ventana y descubrió que el perrito continuaba allí. A medio día Luciérnaga salió con su mamá. Vio al perro que se mantenía debajo de la ventana. Era de pelambre blanca con sus manchitas marrones. Ella le pasó la voz y el perrito agitó la colita. Ya de regreso a casa se acercó al animalito. Lo cargó y le dijo a su mamá: Es bonito, hay que darle una casa. La mamá inicialmente se resistió, pero pasados unos minutos convino en que se adoptara al perro de manchas marones. Le pusieron de nombre Manchitas.
Manchitas se alegró. Ladró y saltó de puro contento. Ahora gozaba de la compañía de una familia. Pero he aquí que el perrito tenía muchas pulgas. Fue bañado con pulcritud, y las pulgas desaparecieron de su cuerpo.

Al día siguiente, una señora llegó de visita a casa. Pasados unos minutos empezó a rascarse el brazo, los hombros, las piernas. Las pulgas habían invadido la sala. Por la noche mientras la familia veía televisión, el papá de Luciérnaga se rascaba los brazos. Eran las pulgas. Lo peor fue que invadieron también el dormitorio y la cocina. ¿Y ahora?

Luciérnaga se sentía responsable. Si ella no hubiera traído al manchitas la casa no se hubiera llenado de pulgas. Una vecina aconsejó un preparado, este consistía en agua caliente con un poco de aceite de oliva y unas gotas de lavanda. La vecina afirmaba que era un remedio eficaz y había que rociarlo en las esquinas de las habitaciones. No funcionó.

Una tía recomendó ahogar las pulgas con detergente. Para esto se colocaba una vela encendida en medio de un recipiente el cual se llenaba de agua con detergente. El truco era hacerlo de noche, entonces se apagaba la luz y las pulgas serían atraídas por el brillo de la llama. Se hizo el ensayo, efectivamente una fila de pulgas iban saltando al interior del recipiente, algunas se ahogaban, pero otras flotaban y hasta parecía que nadaban. El caso, es que la plaga continuó.

Un día, Luciérnaga escuchó en el colegio el cuento del Flautista de Hamelín. Era la historia en la que un joven tocando melodías con su flauta liberó de una plaga de ratas a la ciudad. Es que los roedores quedaron hipnotizados con la melodía del flautista y comenzaron a seguirlo y este avanzaba en dirección del bosque y finalmente la plaga terminó ahogada en un río.

Luciérnaga se dijo, haré como el flautista, pero ella no tenía flauta alguna, además no sabía tocar melodías. Eso sí, tenía un tambor de esos de cuerpo de metal y se imaginó que si una flauta funciona, pues un tambor también. Todo consistía en practicar y encontrar la melodía que hipnotizara a las pulgas. Así que se puso a ensayar. Fueron días y días. El manchitas siempre le acompañaba. A veces parecía como que marchaba al son del tan tan tan.

Una tarde, al tocar el tamborcito, se vio en el piso como una mancha marrón que se mecía al ritmo del sonido. Las pulgas disfrutaban del compás. Luciérnaga había encontrado la percusión ideal. Fue a buscar a su abuelita y le contó su hallazgo. La abuela le dijo, prepara todo y el domingo te acompaño.
Llegado el domingo, nieta y abuela se levantaron tempranito. Avisaron que irían a buscar el pan, pero en una panadería muy lejana, donde se decía que vendían unos cariocas que no solo eran crocantes a las mordidas sino que tenían sabor a mantequilla. Luciérnaga sacó el tambor y se puso a tocar. La abuela sostuvo la puerta que daba a la calle para que no se cerrara. Se escuchaba el tan tan tan. Las pulgas saltando seguían al compás, iban por las calles abuela y nieta y las pulgas detrás. Caminaron varias cuadras hasta llegar a una avenida por donde circulaba un viejo canal de regadío. Cruzaron las dos caminantes un puentecito de madera. Luciérnaga seguía tocando, ahora con la cara frente al canal. Las pulgas siguieron la percusión y terminaron ahogadas en el agua de regadío. Esa fue el final.

Regresaron a casa, con una bolsa llena de pan, un frasco de mermelada y también queso. Había algo que celebrar el término de la plaga de pulgas.

Han pasado muchos años desde que ocurrió esta historia. Luciérnaga ahora ha formado una organización para proteger a canes y felinos. El objetivo es crear conciencia entre las personas para que cuiden a sus mascotas.

FIN.
Autor: Carlos Torres.

domingo, 6 de noviembre de 2016

La "Pishta"





-"Nuestros mayores desfloraban el sexo de los chicos varones. Muchos morían por eso. Después se hizo lo mismo con las mujercitas y ellas no se morían. Cuando son madres, después de las "Pishta" tampoco se mueren. Así afirmó una vieja shipiva la Tita Nunshán Huasarama, que aseguraba ser la nieta de un patrón- huiracucha. Sería por eso que se mostraba solícita ante los blancos y mestizos. Sus hijos y sus nietos eran igualmente solícitos y hospitalarios con las "nahuas" (gente de otra raza). Ellos hicieron posible que espectáramos, una y otra vez, la sangrienta y brutal "Pishta" de los shipivos del Pisqui.

La "Pishta" es el preludio de la fecundidad selvática. Un rito sagrado que los shipivos conservan desde la noche de los tiempos. Es un culto a Eros y a la maternidad precoz. Es el holocausto de las vírgenes sacrificadas en aras al vínculo conyugal. Es el paso inicial al tiempo del amor prematuro: un proceso acelerado hacia las funciones naturales de la procreación.

Ese preludio de la fecundidad se origina en el ansia de preservar la vida de las madres jóvenes para perpetuar la especie siguiendo los ritos ancestrales de la tribu y no trasgredir los secretos de la fatalidad recibidos como herencia vital.

Para rendir culto a Eros y a la Maternidad la familia de los shipivos dedica muchas lunas a prepararse para la tradicional "Pishta". Meses tras meses hacen acopio de bebidas exultantes, de animales salvajes criados con afán, de adornos y aderezos personales para la gran orgía, para los duelos sangrientos, para los desenfrenos báquicos. Dentro de ese cuadro siniestro se realiza el sacrificio de las vírgenes para que el dios amor sea propicio.

Toda la molicie de los shipivos se quiebra ante el incentivo de asistir a ese drama tremendo, a la fiesta de las fiestas, a la cruel barbarie de la "Pishta". Los esfuerzos y energías de hombres y mujeres se unifican allí. Burdos trapiches de masas horizontales crujen día y noche moliendo montañas de caña dulce. Extraen el jugo que ha de convertirse en guarapo burbujeante y en "ventisho" avinagrado. Niños ventrudos y glotones se dan su hartazgo de caldo dulzón. Las complacientes abuelas, madres y tías hierven los torrentes del trapiche en odres negros para fermentarlos en inmensos cántaros reforzados con geométricas ligaduras en previsión para que no escaseen. Abundan los catadores que entre prueba y prueba dan buena cuenta del guarapo destinado a la "Pishta". Mas trabajo, nuevas moliendas, relevo de gente para superar las deficiencias, para reponer el licor consumido a destiempo.

Tambores, bombos y timbales renuevan por doquier. Irrumpe la alegre sinfonía en la casona donde se realizará la "Pishta"; esta luna o la otra luna tal vez. Nadie sabe cuando, ni los propios organizadores. Pero el llamado de los tamboriles sigue resonando, como un mensaje distendido sobre la fronda rumorosa y las brisas del río, como lanzando a todos los ámbitos la invitación: ¡Que vengan todos... que vengan todos... todos a danzar... todos a beber! Otros bombos y tambores transmiten el llamado en cadena infinita hasta el último confín. Como un manguaré amazónico alertan y alborotan a todos los que escuchan y vislumbran el vuelo de una paloma mensajera. 

Generando así el ambiente de fiesta, zarpa el "Chaniti" (los heraldos de la "Pishta"). Unos van aguas arriba y aguas abajo -los otros- a tambor batiente y bocina en boca, con su cantar de sirena fascinante. Los ceremoniosos heraldos llegan a las casonas de los grupos familiares distantes con su típico atuendo personal: pañuelo blanco ceñido a la frente chata y suelto atrás, flotando como alas blancas de garzas prisioneras que intentaron su vuelo a playas lejanas; lucen cushmas o "taris" recién salidos del telar hogareño, amplios collares polícromos de chaquira primorosamente combinada pecheras de espejeantes abalorios ostentando medallones de plata. Las tembletas o "curis" de metal pulimentado pende de la nariz y del labio inferior dibujando un signo de admiración de una escritura que el "Chaniti" desconoce. Los "ushates" o corvos, brillantes y filudos, van terciados a las espaldas. Con esa indumentaria y con la macana en alto el heraldo salta a tierra, ágil y sereno, sin inmutarse ante el vocerío ensordecedor de los visitados.

Con aparente hostilidad y actitudes agresivas bien fingidas los dueños de casa reciben al "Chaniti". como en son de guerra que se aplaca ante el sortilegio de las pequeñas dosis de guarapo.

-Está fuerte... está bueno... con eso nos emborrachamos... es el comentario gozoso de los invitados.

¿Cuándo podemos ir a la "Pishta"? -¿Ahora? -¿Mañana?
-Iremos cuando regrese de hacer el convite en la última casa.
-Yo quiero ir... a ver a mis otras mujeres.
-¡Mentiroso! -Te cortarán la cabeza sus maridos.
¿Verdad? -¡Que me corten!, para eso soy muy macho.

El "Chaniti" parte dejando tras de sí un duelo verbal entre tantos maridos y mujeres, entre los arrestos varoniles de los socarrones y los gimoteos de sus consortes. Se ha prendido ya la chispa del desasosiego y todos ansían que el "Chaniti" no tarde mucho. Hay vehemencia por partir rumbo a la "Pishta"

El escenario de la "Pishta" se ha dispuesto prolijamente. Ya están listas las escalinatas del puerto. El amplio patio invita al ceremonial. Las ventrudas tinajas de guarapo esperan a los consumidores. Una cruz blanca de palo de balsa se yergue, como lugar del sacrificio de las huanganas en la noche del festín.

A tambor batiente y bocina en boca el "Chaniti" anuncia su retorno. Inmensas caravanas de canoas repletas de indios nerviosos se detienen en las cercanías para vestirse con sus mejores galas. En la casona de la "Pishta" resuena incesante el son alborozado de los timbales, repitiendo su onomatopéyica invitación: ¡Que vengan todos... que vengan todos...! -Todos a beber... todos a beber...

El desembarco de la caravana parece un conato de lucha feroz entre invasores y defensores. La algarabía se intensifica cuando resuena la voz de bienvenida: "Wuecán bakebú" (vengan muchachos); Wucán nun kaibibú (vengan nuestros paisanos); hué papá yuri (ven abuelo); hué chay (ven cuñado). Hombres y mujeres se enlazan en amplios cordones de fraternidad encaminándose hacia los tinajones repletos de licor exultante. Cada cual se sirve a su antojo, locupletando los ceramios especiales hechos para la "Pishta". Las libaciones desatan la euforia salvaje entre estruendosas carcajadas y hurras chillonas.

Las pequeñas vírgenes que van a ser sacrificadas forman conjuntos  danzarines hasta caer rendidas en el frenesí de sus danzas. Ellas imprimen en vértigo al coro que se distiende y apretuja, se une y se deshace, siguiendo el tintintín de sus cascabeles que lucen como cordón nupcial. Cantan y bailan dando calor y vida a sus sonajas metálicas y a las campanillas vegetales dispuestas en brazaletes, collares y zarcillos, siguiendo el ritmo de esas panderetas accionadas por las contorsiones de músculos y caderas dan nuevos giros a la danza, siempre cambiante, siempre a trote ligero, siempre dislocada por la caprichosa dirección impuesta por las pequeñas novias, ávidas de placer y predispuestas al marido que las espera en el cadalso de la "Pishta".

Vencidas por la embriaguez de la danza, las vírgenes disuelven el coro prorrumpiendo atiplados gritos de victoria. Las viejas madrinas, las expertas cirujanas, avezadas en la crueldad de sacrificar vírgenes tan tiernas, las acunan amorosas en sus faldas. 

Los hombres dejan sus veleidades báquicas para cumplir con el ceremonial de los pífanos. A paso tardo arrancan las notas discordantes de sus cañas huecas. Recorren el escenario como invitación para que los otros se acoplen al coro para entonar la clásica canción litúrgica, llena de ovaciones del pasado, de sátiras y de ironías. Invocan al gran Dios, se burlan de la llegada de los hombres blancos y rematan en angustiosos clamores:

"Deja que venga el gran dios; deja que venga el gran dios.
Todos los veranos llegan garzas blancas.
Desde lejos vienen pensando.
Todos los inviernos garzas negras van.
Vengan... vengan y vuelvan todos"

Las mujeres danzan y cantan haciendo reverencias a la luna. Simbolizan la fortaleza del varón en la vida legendaria del motelo: Y ellos cantan la gracia y el encanto de ellas comparándolas con los monos astutos.

Terminan las danzas con estrepitosas exclamaciones de júbilo. Atropelladamente retornan a los bebedores, allí se desata la locuacidad de los beodos, cual bandadas de loros y paucares parleros, augurando la próxima tempestad. Unos decantan sus proezas pasadas; otros proclaman su coraje imbatible ante hombres y fieras. Se lanzan retos a través de riñas, rematando en conatos de lucha plural.

-¿Quién puede amansarme a golpes?
-¡El tigre no es furioso... Yo soy más furioso que él!
-Tú eres inútil y cobarde, eres como las mujeres.
-¡Atashay Chamá! Soy un hombre. Soy marido de tu mujer.
-Ven acá Puecón Biri (pajarito brillante). ¡Di su verdad!
-¡Mentira! -Solo una vez abusó de mi, en otra Pishta.
-¿Eres burlador, eres valiente? ¡Entrega la cabeza cobarde!

Injuriando y blasfemando el ofendido se abalanza contra su rival con el "ushati" en alto. La presunta víctima baja la cerviz, sereno y callado. Súbitamente varias mujeres se interponen entre ambos y los separan atándoles de la cintura a los macizos pilares. No crean las amenazas ni los arrebatos bravucones. Sus impulsos  y bríos dan en tierra con los ardorosos luchadores. Se incorporan vuelven a caer hasta que las ligaduras ceden a sus esfuerzos. El marido burlado con un salto felino zanja una y otra vez la testa del burlador, quien levanta la frente altiva, cubierta de sangre, recitando en voz alta su condición de seductor que paga así el amor prohibido, sin rehuir el duelo ni sus dolores. Ha cancelado en público, la ofensa inferida. Con un alarde inútil de hombres pide a gritos destemplados que le den de beber. Pero cae exánime entre los brazos del círculo de mujeres que las socorren.

La sangre vertida enardece los ánimos y se extiende la lucha por doquier: hombres contra hombres, mujeres contra mujeres, bandos irreconciliables que defienden tanto al burlado como al burlador. Mas leña ponen en la hoguera las histéricas hijas de Eva. Se mechan retorciendo las hirsutas grenchas y ruedan nen un cuerpo a cuerpo delirante, con olvido supremo de recatos, pudores y verguenzas femeninas.

Aquí y allá se ha generalizado la lucha campal. En vano las ancianas previsoras han ocultado las macanas. Pelean a trompones limpios, duelos horrendos con filudos "ushatis", exaltan las pasiones crispadas de odio, se enardecen ante la complicidad de las luces y las sombras del crepúsculo teñido de rojo y de manchas. Las frenéticas riñas se tornan ciegas: un amigo maltrata a otro, este hijo hiere al padre, jóvenes derriban a viejos. El paroxismo, la lujuria y un verdadero caos han impuesto el imperio de la orgía brutal. La furia salvaje va dejando tras de si espectros bañados en charcos de sangre, gentes agónicas sin memoria del dolor; ecce homos yacentes de aspecto macabro, ahogándose en los estertores de la muerte.

Bramidos ensordecedores, quejidos angustiosos, imploraciones sordas, todo se junta en una sinfonía diabólica, cobrando en las gargantas humanas acentos escalofriantes de silbidos de serpientes, de bramido de otorongos, de traqueteo de colmillos de huanganas enloquecidas. La selva misma parece estremecerse de espanto y se convierte en caja de resonancia de esa tempestad de pasiones y orgías sin freno, que agitan y sacuden las cimientes del bosque estremecido de horror.

En ese marco tenebroso, engastados por pasiones desenfrenadas por histerismo que todo lo absorbe y anonada, por los más execrales excesos báquicos, se cumple el rito del sacrificio de las bestias salvajes, de las huanganas que de tiernas fueran amamantadas en los exuberantes pesones de las indias. El pelotón de cazadores está ya dispuesto con arcos tendidos y flechas agudas dirigidas hacia la víctima propiciatoria que ha de morir al pie de la cruz en holocausto al tótem de la casa y en obsequio al instinto carnívoro de la tribu. Los dardos atraviesan la dura carne dela bestia arrancándole alaridos dolorosos. Se debate en la agonía con dentelladas sonoras, intentando atrapar entre sus colmillos espumosos a sus victimarios. Y así trémulo de rabia, sacudiendo las flechas que se agitan como largos dedos abiertos hacia el infinito, el primer matador carga su ofrenda y la arroja sobre una amplia estera. Las mujeres se sientan sobre la bestia convulsionada y una a una van extrayendo las flechas para devolvérselas a los cazadores como trofeos bien ganados.

Sin esperar que la muerte acabe con la bestia, las mujeres descuartizan con gran precipitación. Las mas atrevidas arrebatan las mejores tronchas y se genera así otra manzana de la discordia.

Las que arrebatan las mejores tronchas las exhiben en alto y con jactancia y como retando exhiben en alto y con jactancia y como retando pregonan su triunfo: ¡Oigan... Oigan! ¡Yo he llevado la carne! ¡Yo he llevado la carne! Una avalancha de mujeres disfrutan la presa codiciada en duros combates, extersionándose las revueltas cabelleras. Ululantes se disputan la carne que pasa de mano en man, llena de polvo, de sudor y de babas.

Siguen las libaciones, las riñas, los duelos, los cortes, las batallas campales. Un coro de niños ejecuta su ronda infantil repitiendo su cándida ilusión: "Mi tirante de oro... mi tirante de oro. Mi motor con alas. Mi vapor con alas. Tiene diez motores. Tiene diez chimeneas. Tiene diez alas". -Ante ese estímulo se reinician nuevos cordones de danzantes, cadenciosos al principio y agresivos después. Se despliegan en marchas envolventes chocan se repelan, diluyéndose en parejas tambaleantes que se caen y revuelcan en un espasmo de asfixias y agonías generales. La salvaje bacanal y la orgía de lodo y sangre se engasta en el afán libidinoso apenas contenido y desatado ya en una marejada grosera de fieras que se enlazan y se devoran en las sombras de la noche.

Mas allá de esa turbonada de erotismo bestial de ese remolino infrahumano, bajo las matas de los plátanos que circundan el bullente escenario de la "Pishta", se ha levantado el ara silvestre para el sacrificio de las vírgenes. Los jóvenes pretendientes  con una quietud de íconos grotescos, mantienen en alto las antorchas o "shupihuis" de copal para que las viejas sacrificadoras emplean su función ritual . Las asistentes mantienen los fogones y todos los instrumentos burdos para el sacrificio.

Las infelices criaturas yacen en los brazos de sus madrinas. Sus endebles muslos están ya atados sobre unas canaletas de palo de balsa y leves estremecimientos intentan su protesta inútil. La famélica arpía ha cubierto con su pelambre enmarañanada el campo de la operación. Su diestra sarnosa ha comenzado a extirpar el clítoris vaginal con una filuda astilla de paca cortante. Tenues palpitaciones de un dolor estrangulado por la catalepsia provocada por brebajes y menjunjes de la farmacopea india se acallan con el desmayo total de la pequeña víctima cuya sangre virginal tiñe la mano implacable de la bruja. Con un riego de agua tibia y aplicando el cauterio de cáscaras de plátano asado a la brasa, la sacerdotisa logra contener la hemorragia. Un sacudimiento, un hondo suspiro y un sollozo estrangulado hacen tremolar el cuerpecito desgarrado de la víctima, sumida en las faldas de la madrina y entre el espectro de la avezada vieja que ha consumado tantos sacrificios al amor y a la fecundidad precoz de la tribu.

Otra sacerdotisa simiesca y diabólica está repitiendo mas allá idéntica crueldad, ante la mirada idiotizada de pretendientes y madrinas convertidos en sombras siniestras apenas iluminadas por las antorchas de copal, hechas de aumerio y hambre de aquel culto primitivo y sus rituales horrorosos de barbarie sin igual. Y cuando las vírgenes inmoladas van saliendo del influjo del narcótico, nuevas dosis del guarapo avinagrado prorrogan su insensibilidad. Las mismas sacerdotisas rematan el ceremonial aplicando una sonda vaginal de barro recocido, sujeto con ligas ásperas a los muslos y a la cintura. Se ha cumplido así la ofrenda de las vírgenes inmoladas en el holocausto de los males tutelares de la tribu. Las hijas del Sol y de la Luna; las víctimas propiciatorias del erotismo de concupiscencia y la fecundidad tropical han penetrado ya por los umbrales de la barbarie en el templo del amor prematuro, en los secretos de la vida conyugal, en el arcano de la vida y de la muerte del destino humano.

El alba sorprende a las sacerdotisas al pie del ara del sacrificio de las vírgenes. Las madrinas entregan sus preciosas cargas a los pretendientes que han sellado ya el ritual del matrimonio. También ellos han participado en la orgía de sangre, han rendido culto a la procreación en tanto que los otros solo han hecho ofrendas a Baco para saciar sus apetitos de lujuria y de lodo sin participar en el acto culminante y cruelísimo de la Pishta.

"Antes las madres jóvenes morían al dar a luz. Con la Pishta todas alumbran sin dolor y sin peligro de muerte" -es la afirmación rotunda de las sacerdotisas, de las madrinas y comadronas, que callan sus secretos de reducir el feto en el vientre de las madre.

FIN

Mitos y Leyendas, mitología Chama, de: Francisco Odicio Román. Año 1969. Páginas 49 a 60.












miércoles, 26 de octubre de 2016

La manzana de la discordia







Júpiter, el padre de todos los dioses, se enamoró de Tetis, bellísima diosa del Olimpo, pero por prudencia no quiso hacerla su esposa sin antes consultar a quien únicamente podía vaticinarle el futuro, que era el Hado, representado por las tres hermanas Parcas.

El Hado le dijo a Júpiter que Tetis estaba destinada a tener un hijo, que habría de superar notablemente a su padre. Esto preocupó mucho a Júpiter, que renunció a su proyecto de casarse con Tetis, pues de ninguna manera quería tener un hijo que lo destronara como a él había destronado a su padre. La mano de su amada fue ofrecida por él entonces a Peleo, quien hacía tiempo la venía pretendiendo sin éxito, porque en la competencia con el omnipotente dios Júpiter, Peleo como pobre mortal, no tenía posibilidad alguna de salir vencedor.

Júpiter le prometió a Tetis obsequiarla con un suntuoso banquete y acudir a la boda con todos sus dioses, si ella aceptaba a Peleo, y así se arregló el asunto. Júpiter y toda su corte acudieron a la brillantísima fiesta de los esponsales y todo salió a las mil maravillas. Por la confusión de tan complicada fiesta, o deliberadamente, dejaron de invitar a Eris, que es la diosa de la discordia, y ésta, con sobrada razón, se indignó ante tal desaire y se propuso vengarse, rompiendo la dulce armonía de tan agradable fiesta, fomentando entre los concurrentes la discordia.

Para ello, llevó una manzana de oro en la que había una inscripción que decía: "A la más bella de todas", y la arrojó sobre la mesa en medio de los asombrados concurrentes,

Todas las diosas se abalanzaron a cogerla, pero poco a poco fueron retirándose, hasta que dejaron solas a las tres reconocidas como las más bellas y poderosas, que eran Minerva, diosa de la sabiduría, cuyo saber era superior a su belleza; Juno quien alegaba que era la mujer de Júpiter, y por tanto la reina de todas las diosas, que por su excelsa jerarquía tenía derechos sobre todas las demás; y Venus, la cual, sonriendo maliciosamente, dijo: ¿Quién podría aspirar con mayor derecho a esa distinción que la diosa del amor y de la belleza?

Y aquí vino el problema. La discusión entre estas tres diosas no logró resolverlo y ellas apelaron a los otros invitados para que éstos formaran un jurado que fallara cuál era la más bella de las tres.

Y entonces, como ahora, nadie quiso intervenir en el asunto, pues el favorecer a una se ganaba la enemistad de las otras dos, y muy elegantemente se desentendieron.

Ante esa situación, a Júpiter, que tampoco quería intervenir, se le ocurrió enviar a las diosas contendientes al monte Ida, donde un hermoso pastor llamado Paris cuidaba sus ovejas y éste, sin duda, era quien podría juzgar desapasionadamente el caso. Y allá se fueron las tres diosas a presentarle su problema al pastor Paris. Mercurio fue comisionado para llevar la manzana y acompañar a las diosas.

Tal como hacen hoy en la Tierra los negociantes, cada una de las diosas llamó aparte a Paris y le hizo ofertas, tratando hábilmente de sobronarlo.

Juno, la primera, le dijo que como ella era la mujer del todopoderoso Júpiter, era también reina de las diosas y podía ofrecerle a él toda clase de poderes y riquezas.

Minerva, la diosa de la sabiduría y de la guerra, por su parte, le ofreció gloria y renombre y buen éxito en la guerra, si él fallaba en su favor.

Venus, la diosa de la belleza y del amor, le dijo que su oferta consistía en ayudarle en sus empresas amorosas, y a conseguirle por esposa a la mujer más bella que él encontrara en su vida.

El joven humilde pastor no anhelaba riquezas que desconocía, ni le interesaba el poder que le ofrecía Juno, tampoco le hacía falta para nada la gloria, el renombre y los éxitos guerreros que le daría Minerva. Nada de esto necesitaba en su tranquila montaña de Ida, donde vivía sereno y sin ambiciones, cuidando de sus rebaños.

La promesa de Venus no le pareció mala. Esto era mucho mejor para un alma romántica, como la suya, y aunque de amor no sabía mucho todavía, tenía, sin embargo, el pálpito de que le iba a ser muy grato. Pensó también que cuando estuviera en posesión de lo que las otras dos diosas le ofrecían, querría utilizarlo indirectamente para lograr lo que Venus le ofrecía directamente. De eso no tenía la menor duda.

Y así fue como en su célebre juicio decidió en favor de Venus, ganándose con esto el odio inmortal de las dos diosas vencidas.

Y así terminó el primer concurso de belleza de que tenemos noticia, en el que se utilizaron tácticas muy parecidas a las que emplean hoy los mortales en varios países.

FIN






domingo, 4 de septiembre de 2016

La llama y el puma




En la comarca de Chaucalla, una humilde llama trabajaba de sol a sol. Su carácter servicial y bonachón hacía que todos sacaran provecho de sus fuerzas.

Por las noches, el puma entraba al pueblo a robar lo que se le ocurriese y la gente permitía esos abusos sin que nadie se atreviera a contradecirlo.

Un día se encontraron en el campo la llama y el puma. Luego de breve saludo, el puma orgulloso se jactó del poder que tenía sobre los lugareños.

-A mí, -decía el puma- me permiten robar sus borregos, me dan sus mejores alimentos y nunca me molestan cuando descanso. Me tratan cual rey.

-A mí -replicaba la llama- me piden que les sirva, cargan mi lomo de pesadas cosas, alivio sus fríos con mi lana y apenas me dan un mendrugo para alimentarme...

-Es que todo me lo dan a mí, ¡me respetan muchísimo! -Argumentó el puma inflando el pecho lleno de vanidoso aliento.

La llama bajó la mirada y sin decir nada más se marchó, mientras el puma se acostó feliz bajo un árbol a descansar.
Al día siguiente, vuelven a encontrarse la llama y el puma. Esta vez el felino deseaba ofender aún más a la llama y le sugirió probar cuán diferente los trataba el hombre. Para ello, esperaron en el camino a un campesino que acostumbraba a transitar por allí.

El campesino apareció cargando un costal de papas, entonces el puma le preguntó sin ningún preámbulo:

-Eso que traes... ¿a quien de los dos se lo darías?
-A tí, papá. -Respondió el campesino, mientras presuroso dejaba su costal en manos del puma.
-¿Ves, llama ilusa? a ti te tratan con palo, a mi como a un dios. -Exclamó el puma mientras se alejaba contento con su botín.

Cuando el puma desapareció, el campesino se acercó a la llama y dándole de su alforja unos granos de maíz, cariñosamente le dijo:

-Hermana llama, perdónanos; al puma le damos nuestras cosas por fuerza y por miedo. Pero a tí, cuando podemos, te la damos por voluntad propia.

"Al humilde y trabajador se le quiere, al abusivo y ladrón se le teme"

FIN

Tomado de: Fábulas Peruanas de J. y V. Ataucuri García. Gaviota Azul Editores. Año 2002.

martes, 16 de agosto de 2016

La Serpiente Emplumada y el maíz




Sucedió hace muchos años, en el tiempo en que los dioses iban creando, poco a poco todas las cosas que pueblan el mundo. Cuando ya estaba lleno de plantas, frutos y animales, quisieron fabricar a los hombres para que gobernaran sobre la Tierra y entonces cogieron unas mazorcas de maíz, las molieron y formaron una masa con agua de un manantial sagrado y dieron a los hombres su forma actual.

Estos se dedicaron a la fiesta y descuidaron las plantas que les proporcionaban alimento, que poco a poco comenzaron a enfermar y a morir, y en medio de su desesperación clamaron al cielo para que sus dioses les ayudaran, pero ninguno de ellos les hizo caso.

Solamente la Serpiente Emplumada, un dios guerrero pero misericordioso, se compadeció de los hombres y después de enterarse muy bien de lo que les pasaba, ofreció ayudarles: "Os daré el maíz para que seáis fuertes", dijo, y se puso a buscarlo por todas partes, pero no lo encontró.

Después de muchos esfuerzos, descubrió que el maíz estaba encerrado en el centro de una gran montaña, y que unos seres fabulosos, gigantescos y malvados lo custodiaban.

Como todo dios prudente, la Serpiente Emplumada calculó sus fuerzas y llegó a la conclusión de que si luchaba contra los guardianes del maiz no los podría vencer, así que ideó una estratagema.

Se transformó en una hormiga negra, diminuta, pero de potentes mandíbulas y con cuidado para no ser descubierto, burló a los gigantes y llegó hasta donde se guardaba el maíz. Robó un solo grano, fuerte y gordo, cargándolo entre sus dientes.

Atravesó la montaña y pasó por debajo de los temibles guardianes, que, de descubrirlo, de un solo pisotón lo hubieran aplastado. Llegó hasta donde lo aguardaban los hombres y recobró su forma de Serpiente Emplumada.

Sembró el mismo ese único grano de maíz en tierra fértil, y esperó. La planta creció y produjo cinco hermosos racimos, y cada uno de ellos albergaba una mazorca con un diferente color de grano.

Los hombres las cuidaron con mucho amor y las distribuyeron. Poco después, el maíz se multiplicó como por encanto. Y ese es el origen de los cinco colores más conocidos de esa planta: morado, blanco, crema, amarillo y azul oscuro.

Desde entonces se utiliza el maíz para las más variadas comidas y los hombres son fuertes y saludables, y consideran a la Serpiente Emplumada como su dios principal.

FIN

Tomado de: Oro de Indias, de Carlos Villanes Cairo. EDELVIVES. Año 2008. Páginas 105 y 106.

La ilustración es de la web: emaze


viernes, 12 de agosto de 2016

El ciclo mítico de Raco











En la altiplanicie de Bombón, la más alta del planeta, donde el viento silba, enseñoreándose en su inmensa superficie plana, está ubicada la majestuosa laguna de Chinchaycocha, de nueve leguas de largo por cinco de ancho. De uno de sus bordes brota una lengua de agua que poco a poco se va extendiendo hacia el extremo sur. Aunque su aspecto es el mismo que todos los arroyos de montaña del mundo, con sus corrientes cristalinas, forma el legendario Mantaro. En su lugar de nacimiento las aguas son transparentes, heladas y de poca profundidad, mas, según desciende de la montaña, se le van uniendo otros riachuelos tributarios para formar más tarde el hermoso y ubérrimo valle del mismo nombre.

Esta inmensa planicie que ininterrumpidamente se alarga desde la cima hasta las estribaciones del Nudo de Pasco, está rodeada de imponentes cordilleras coronadas de nieves eternas. En el extremo sur de esta gran llanura, como un gigantesco otero, se levanta un cerro desde tiempos muy antiguos que se llama Raco, que quiere decir “gordo”; es decir, “cerro gordo”.

Cuentan que en tiempos inmemoriales, Raco estaba muy junto a otro cerro llamado Yacolca, que era su hermano, hijos del dios Jirka Yaya. Andado los años por primera y única desavenencia habida entre ellos, Yacolca decidió retirarse a otro territorio, cercano a Andajes. Desde entonces, Raco quedó solitario en pleno territorio pasqueño, adorado como el dios bienhechor de las comidas. No era para menos. En un lugar inhóspito, castigado por vientos helados e hirientes, donde no crece planta alguna y todos los cerros son llanos y pelados, cubiertos solamente con paja brava, hizo que creciera un solo fruto, motivo de una verdadera veneración por constituir un milagro.

Quienes han tenido el privilegio de hablar con los gentiles de los pueblos, revelan que Raco, al ver que solo de carne se alimentaban los hombres de estas alturas, en uso de los poderes que le había concedido Jirka yaya, decidió hacer germinar un fruto que no solamente los alimentara, sino también los hiciera fuertes, poderoso y fértiles. Para ello, formó una semilla amasada de nieve, de rayos de sol, de minerales, y de reflejos de arco iris. Concluida la tarea, Libiam Cancharco, el imponente trueno, le dio un soplo de vida; luego Yanamaran, la generosa lluvia, lo regó pródigamente. Después de doce meses, de la siembra a la cosecha, soportando estoicamente los duros contrastes de las temporadas que dominan estos niveles (por un lado el intenso frío y las fuertes heladas nocturnas y, por otro, la insolación quemante de los mediodías) aparecieron sobre la faz de la tierra, esparcidas a ras de suelo, como verdes penachos del fruto mágico, abundantes manojos de arrosetadas hojas. 

A partir de entonces, los agradecidos hijos de las alturas, efectúan significativos ceremoniales en la siembra de la semilla del prodigio. Con hermosas melodías tocadas por quenas, antaras, pincuyos y tinyas, los sembradores sotierran una piedra una piedra de más o menos un tercio de largo que representa a Raco, denominada huanca, rodeado de un manojo de ichu doblado en dos, con las puntas dirigidas a la superficie; luego, para que la semilla aprenda a crecer, entierra la pitacocha (una papa traída de los valles cálidos y partida en dos) y juntos, unos panecillos denominados parpa y tantalla; también abundantes mazamorras, llamadas ticti, exuberantes hojas de coca y chicha en profusión. Todo esto se hace pidiéndole a Raco prodigalidad en la cosecha y buena calidad de la mina. 

Transcurrido al año, cosechan el fruto prodigioso en abundancia. Parecido al rabanito, tiene algunos colores que el arco iris le ha conferido: amarillo, morado, blanco, gris y matices intermedios; la suavidad que los lampos de la nieve le ha transmitido; la dulzura de la chicha; el intenso calor del sol de las alturas que le permite con eficiencia curar los males respiratorios, las dolencias reumáticas y las deformaciones del bocio. Pero lo más notable de este fruto altamente revitalizador estriba en que, amalgamando los poderosos minerales de la Pachamama y fundido por los atronadores ramalazos de Libiam Cancharco, su poder fertilizante es verdaderamente prodigioso. Lo que el fruto toma de la tierra lo da a los hombres y mujeres. En estas cósmicas regiones no se conoce la esterilidad. El milagro mágico de los dioses se llama: maca.

(*) Leyenda tomada del manuscrito que data aproximadamente del año de 1613, titulado “Errores, ritos, supersticiones y ceremonias de los indios de la provincia de Chinchaycocha a pedido del misionario jesuita y extirpador de idolatrías, padre Fabial de Ayala, y conservado en los archivos de la orden religiosa católica la Compañía de Jesús en la ciudad de Roma, Italia. La transcripción del manuscrito fue realizada, comentada y publicada por el estudioso francés Pierre Duviols en la revista Journal de la Societé Des Américanistes (Année 1974, volumen 63, número 1, pp 275, 297)

Tomado del Libro: Leyendas Peruanas Para Niños de Félix Huamán. Ediciones San Marcos. Año 2013


lunes, 1 de agosto de 2016

¿Puedes tenerme mis avioncitos?






¿Puedes tenerme mis avioncitos?

Es parte del diálogo de un relato que suelo narrar. El sábado anterior, el 23 de julio, mientras narraba esta historia en La Tapada, veía a los escuchas ubicados en las mesas. Estaba yo haciendo mi conexión visual. Veía una chica y su hijo. Una pareja. Una mamá, papá y un niño., y así.

El relato continúa:

-¿Durante el recreo?
-Durante el recreo no. Todo el día.
-¿Todo el día?
-Sí. Porque tu eres mi cielo.

Allí acaba el relato. Aplausos. Una pareja ubicada en una tercera fila no aplaudió. Ellos se dieron un beso.

El le estaba diciendo a Ella: Porque tu eres mi cielo.

Y ella iba a llevar sus avioncitos, toda una vida.

Para un narrador como yo, que no abriga muchas pretensiones, pues, ¿qué más se puede pedir?

FIN

¿Quién es más grande?






Una noche, Luna (que es un hombre) caminaba tranquilo por el cielo. Era una noche limpia, sin nubes, y soplaba una suave brisa. Miró hacia arriba, hacia abajo, miró todo a su alrededor, y dijo muy satisfecho:

-Verdaderamente, soy el ser más grande del universo. Nada ni nadie puede compararse conmigo.

Y una sonrisa orgullosa se dibujó en su cara, al escuchar sus propias palabras. Pero un lago aquí en la tierra, escuchó el comentario de Luna. Dio un respingo y decidió contestarle:

.Vamos, no puedes estar hablando en serio. ¿Acaso no te das cuenta de que mi lago te contiene?

Mira, ahí puedes verte reflejado en la superficie. Yo soy más grande, sin dudas.

La Luna casi dejó de brillar ante la insolencia del lago. Comenzaron a discutir, cada vez más alto, hasta que despertaron a un ratoncito que tenía su casa a orillas del lago. Mientras oía a la Luna y al lago repetir, una y otra vez, que cada uno era el más grande, dio un bostezo. Al hacerlo cerró un ojo, y se sorprendió al darse cuenta del descubrimiento que había hecho:

-Mi ojo -dijo en voz alta-, mi ojo izquierdo contiene a la vez al lago y a la luna. Mi ojo es el más grande.

Y se movía de un lado para el otro, mientras repetía: "mi ojo, mi ojo". En eso, lo vio una lechuza que, sin perder un momento, se abalanzó sobre el ratón y se lo comió de un bocado.

-¡Ja! -exclamó, luego de pararse en la rama de un árbol-. Ahora vemos quien es el más grande: es mi estómago, que contiene al ratón, su ojo, el lago y la Luna -dijo la lechuza satisfecha.

FIN

Tomado de: Leyendas, mitos, cuentos y otros relatos de ESQUIMALES. Presentado por Nahuel Sugobono. Ediciones Longseller. Año 2005. Páginas: 65 y 66.

martes, 26 de julio de 2016

El cuervo trae la luz








En los primeros tiempos del mundo nadie conocía la luz. No existía el sol, no existía la luna, no existían las estrellas. La gente vivía en plena oscuridad. Cada vez que los hombres querían salir de sus casas se tenían que tomar de las manos, formando una cadena, para no perderse.

Entre los animales que vivían en la tierra, los hombres apreciaban mucho al Cuervo, porque siempre traía buenas noticias. Una vez se acercó a ellos y lo saludaron:

-¡Hola Cuervo! Bienvenido seas.

No podían verlo, pero lo reconocían por el aleteo.

-Cuervo -volvieron a decir los hombres-, no podemos ver nada. Estamos hartos de la oscuridad. Tu eres ingenioso y conoces todo, ¿por qué no nos das la luz?

El Cuervo entrecerró los ojos e intentó recordar.

-Mmm, sí, conozco a un hombre que posee luz: la tiene encerrada en una bola muy hermosa. Pero es su mayor tesoro, junto con su hija.
-¡Consíguela, consíguela para nosotros! –dijeron los hombres a coro.
-No, es imposible para mí. No soy fuerte, y no tengo idea de como hacerlo. Si alguno de los sabios me dijera qué hacer, entonces si podría intentarlo.

Los hombres sabios se reunieron y juntaron sus cabezas. Susurraron mucho tiempo, tratando de encontrar la manera de tener éxito. Finalmente, decidieron que lo mejor era que Cuervo se convirtiera en una pluma. A Cuervo le pareció una buena idea.

Así convertido en una suave plumita, fue arrastrado por el viento. Llegó hasta la aldea del hombre poderoso y se posó finalmente en un manantial. Al poco tiempo se acercó a beber la hija del dueño de la luz. Luego de tragar varios sorbos, sintió un cosquilleo en la garganta, y se dio cuenta de que se había tragado la pluma. Semanas más tarde, descubrió que estaba embarazada, y eso había sucedido en forma misteriosa.

A su debido tiempo nació un hermoso bebé, con el pelo negro como las alas del Cuervo. Cuando comenzó a controlar sus movimientos, el abuelo descubrió que al niño le gustaba sobre todo, juguetear con la bola de luz. Al principio no quiso prestársela, pero la criatura lloraba tanto que se la dio. Cada día que pasaba, el chico jugaba con la bola por más tiempo.

Finalmente, el hombre dejó de vigilar la bola. Entonces, Cuervo aprovechó para escapar con ella bajo el brazo. Retomó su forma de ave y se remontó por los aires, mientras el hombre maldecía desde el suelo.

Una vez en las alturas, Cuervo despedazó la bola, para que la luz se repartiera por todo el mundo, entonces volvió a la aldea, gritando:

-¡He traído la luz! ¡He traído la luz! Me pidieron la luz y la he conseguido: Ahora tendrán tiempo para jugar, cazar y divertirse; y otro tiempo de oscuridad para descansar. Así debe ser, y así ha de ser.

FIN

Tomado de: Leyendas, mitos, cuentos y otros relatos de ESQUIMALES. Presentado por Nahuel Sugobono. Ediciones Longseller. Año 2005. Páginas: 33, 34, 35 y 36.

miércoles, 20 de julio de 2016

Una ciudad de enanos



Recogida en Patazca de Corongo, 
Departamento de Ancash por 
Olga Romero Cano, del 4to año de media del 
Colegio Nacional "Miguel Grau" 
de Magdalena Nueva, Lima.








Cuentan que una señora de Patazca, en época de hambruna, salió en busca de alimentos para su hijos. Fue por un camino muy largo hasta que llegó a un peñasco; ese peñasco tenía una boca en forma de cueva; la señora penetró en ella y dicen que era como un túnel; siguió por el túnel y al terminarlo, se encontró con una ciudad muy grande y hermosa que era habitada por unos hombrecitos de 60 a 70 centímetros de altura. Entonces la señora al ver esto se impresionó mucho; y todos los hombrecitos salieron a su encuentro y la recibieron con alegría y cariño; y dijeron a la señora, que llevara a toda su familia; que allí no les faltaría nada, que tendrían abundante comida. Vio como hacían la siembra; con gran cuidado araban los surcos y en vez de bueyes tenían un par de carneros que les servían para arar la tierra.

La señora salió de esa ciudad con el propósito de regresar con todos sus hijos y toda su familia. Al llegar la señora a su casa con los alimentos que llevaba, contó lo sucedido a sus hijos y a todas sus amistades. Todos los que oyeron la noticia se dirigieron a la ciudad de los enanos ; pero al ver que tanta gente de ese pueblo desaparecía por el túnel, taparon la boca del peñasco. Y no se supo más de las personas que penetraron en el túnel.

FIN

Tomado de: Mitos, Leyendas y Cuentos Peruanos de: Francisco Izquierdo Ríos y José María Arguedas. Casa de la Cultura del Perú. Año 1970, páginas 116 y 117.