miércoles, 30 de marzo de 2022

La historia del dios del fuego (China)

 




Un rico granjero llamado Zhan, tenía todo cuanto pudiera desear, incluyendo a Guo, su diligente esposa. Pero esto no fue suficiente para Zhan, quien se consiguió otra mujer que era egoísta y despilfarradora. Esta mujer echó de la casa a su primera esposa y Zhan no hizo nada para impedirlo. 

Cuando se acabó la fortuna de Zhan, su nueva mujer también se fue con otro hombre. Por esta razón, Zhan se convirtió en un pordiosero que iba de casa en casa pidiendo migajas. Un día en que perdió el conocimiento fue llevado a una casa en que la señora del hogar era muy benévola y daba de comer al desamparado. 

Cuando Zhan preguntó quién era esa mujer para agradecerle, resultó que se trataba de su primera esposa Guo. Al enterarse, la vergüenza se apoderó de él y buscó dónde esconderse, pero al no encontrar ningún lugar, decidió meterse en la chimenea y fue consumido por las llamas. 

Al llegar al cielo, el Emperador de Jade escuchó su historia y debido a que Zhan había tenido el valor de reconocer su error, fue nombrado el dios del fuego, que se encargaría de vigilar quién tenía buenos o malos hábitos y una vez al año, siete días antes del Año Nuevo Chino, el dios del fuego volaría de nuevo a través del cañón de la chimenea para indicar quiénes eran merecedores de buena suerte y quiénes de mala.

FIN


lunes, 28 de marzo de 2022





Durante la dinastía Tang, en un lugar llamado Dulin, vivía Wei Gu, un joven que había quedado huérfano porque sus padres murieron cuando él era muy pequeño. A Wei le urgía contraer matrimonio porque no quería que su linaje desapareciera; por lo tanto, le encargó a varias personas que lo ayudaran a buscar una pareja, pero todos regresaban con las manos vacías pues todas sus propuestas de matrimonio eran rechazadas.

Durante el reinado de Tang Taizong (años 626 a 649), en una visita turística a Qinghe, Wei se hospedó en un hotel de la región sur de la ciudad de Song. Un viajero le sugirió que pidiera la mano de la joven y bella doncella hija del funcionario Pan Fang, así que se pusieron de acuerdo para presentarlo a la familia la mañana siguiente frente al Templo Longxing. 

Al día siguiente Wei Gu, mostrando su prisa por casarse y aunque apenas el cielo estaba aclarando y aún alumbraba la luz de la luna, se precipitó al templo. Cuando llegó, encontró a un anciano recostado sobre una bolsa de tela leyendo un libro a la luz de la luna. 

Wei Gu echó un vistazo al libro, pero no podía entender sus palabras pues estaba escrito en un extraño idioma que no era chino ni indio, entonces decidió preguntarle al anciano: “¿Qué tipo de libro está leyendo? Desde pequeño he estudiado muchas diferentes lenguas, hasta sánscrito indio, pero debo confesar que nunca me he encontrado con el lenguaje empleado en este libro. ¿Qué puede decirme sobre él?” El anciano sonrió y dijo: “Este no es un libro escrito por seres humanos, proviene del ‘mundo invisible’, ¿cómo podría usted leerlo?”.

Entonces Wei Gu preguntó: “¿Qué hace aquí alguien del ‘mundo invisible’?” El anciano contestó: “Usted llegó demasiado temprano, no es que yo no debiera estar aquí. Los seres del Mundo Yin (mundo subterráneo) administran todo en el Mundo Yang, que también es llamado el mundo humano, ¿por qué no deberíamos venir aquí?”.

“Dígame, y usted ¿de qué es responsable?”, preguntó Wei. “De los matrimonios del mundo”, aseguró el anciano. Wei Gu se exaltó y dijo: “Mis padres murieron cuando yo era pequeño, entonces me gustaría casarme a una edad temprana para tener hijos y nietos porque no quisiera que mi descendencia se extinga. Sin embargo, desde hace 10 años estoy buscando una esposa y todas las propuestas de matrimonio que hice fueron rechazadas. Alguien me comentó sobre la hija del oficial Pan Fang e hice una cita con ella, ¿puede decirme si tendré éxito?”.

“No tendrás éxito”, respondió el anciano. “No será su esposa, pues no son compatibles. La mujer con la que usted se casará tiene ahora sólo tres años y se casará con usted cuando tenga 17. Mire, en esta bolsa llevo un hilo rojo que uso para unir los meñiques de las parejas. Una vez que están destinados a casarse, ato sus meñiques con este hilo rojo. No importa si son enemigos, ricos, pobres o están separados por una larga distancia, mientras el hilo rojo esté atado, ellos se casarán. Cuando el meñique de ella esté atado al suyo, será inútil para usted buscar otra. Su meñique ya está atado con el de otra persona, y no tiene caso seguir buscando por todas partes”, señaló el anciano.

Wei Gu necesitaba saber más, “¿Quién es mi esposa? ¿Dónde vive ella?” El anciano contestó, “su futura esposa es hija de la anciana Chan que vende verduras al norte del hotel, venga conmigo y se la mostraré”.

Como ya había amanecido y las personas con las que se había citado no aparecieron, Wei Gu siguió al anciano. 

Cuando llegaron al mercado, se toparon con una anciana a la que le faltaba un ojo, y que sostenía en brazos a una niña de unos tres años. Ambas lucían muy sucias, feas y andrajosas.

El anciano señaló a la niña y dijo: “Esa es su esposa”. Wei Gu, en cólera, preguntó, “¿Puedo matarla?”. El anciano respondió: “Esta niña está destinada a ser rica y a vivir una vida honorable y de prestigio por el niño que va a tener y, además, encontrará la felicidad junto a usted. Por lo tanto, ¿cómo podría ser asesinada?”. Al instante, el anciano desapareció.

“¡Estas palabras no tienen sentido, viejo del demonio! ¡Son absurdas sus palabras!”, gritaba Wei desaforadamente. “Yo nací en una familia erudita, debo casarme con alguien acorde a mí, aunque no me case hasta que sea viejo, aun puedo conocer mujeres elegantes y muy bonitas. ¿Por qué tengo que casarme con la hija de una mujer vieja, tuerta y fea?”, se preguntó a sí mismo parado en medio de la acera.

Una vez que Wei Gu volvió a su casa, afiló un cuchillo, se lo dio a su criado y le dijo: “Siempre has manejado bien mis asuntos. Si puedes matar a esta niña para mí, te recompensaré con 10 mil monedas”. El criado estuvo de acuerdo, escondió el cuchillo en su manga, y se dirigió al mercado con la finalidad de ultimar a la niña. Luego, escapó rápidamente de la escena entre la multitud.

Cuando el criado volvió, Wei Gu le preguntó: “¿La apuñaló?”. El criado contestó: “Traté de apuñalar su corazón, pero fallé y solo logré clavarle el puñal entre las cejas”.

Después del episodio, Wei Gu siguió proponiendo matrimonio a distintas mujeres, pero sin ningún éxito.

 Otros 14 años habían pasado cuando le ofrecieron trabajar, por su honorable historia familiar, para Wang Tai, un funcionario de defensa en Xiangzhou. Tiempo después, Wang Tai le entregó la mano de su hija en matrimonio porque encontró que Wei Gu estaba altamente calificado. La joven tenía entre 16 y 17 años y era muy hermosa, y Wei Gu estaba muy contento con la decisión; sin embargo, observó que, si bien era una mujer muy distinguida y bien educada, siempre ponía una pequeña flor artificial entre sus cejas, incluso cuando se casaron no se la quitaba, ni siquiera cuando se bañaba.

Había pasado casi un año cuando Wai se atrevió a preguntarle a su esposa por qué siempre llevaba una flor entre sus cejas. Entre llantos, la joven comenzó el relato.

“En realidad soy la hija adoptiva del gobernador. Mi padre era el líder de un condado y murió en funciones, mi madre y hermano al poco tiempo también murieron. En ese entonces yo era solo un bebé, y la única propiedad que mis padres dejaron era una casa al sur de la ciudad de Song donde viví con mi niñera Chan; ella sentía lastima por mí y siempre me cuidó. Sobrevivíamos vendiendo verduras. Cuando tenía tres años, estábamos con Chan en el mercado cuando repentinamente un loco me apuñaló entre las cejas dejándome una cicatriz que cubro con esta flor artificial. Aproximadamente 7 u 8 años más tarde, Wang Tai vino a mi pueblo para asumir un cargo y me adoptó como su hija y me mudé con él, luego me casé con usted”.

Wei Gu asombrado indagó, “¿La señora Chen era tuerta?”. Su esposa contestó, “Sí, ¿cómo lo sabe?”. Wei Gu confesó: “En realidad, yo envié a aquel hombre loco. Esto es tan extraño”. Entonces relató a su esposa la historia entera.

La esposa no se enojó porque ambos entendieron que el destino no puede ser cambiado por el hombre, y de ahí en adelante los dos fueron más respetuosos entre sí. Más tarde tuvieron un hijo que se llamó Wei kun, que logró un puesto de muy alto nivel. Además, el alcalde de la ciudad de Song oyó sobre este matrimonio predestinado y nombró aquel hotel “Hotel del Compromiso”, y a la esposa de Wei Gu la nombró como la primera dama de la región.

Desde entonces, se conoce al “anciano bajo la luna” como al “casamentero”, y el dicho “el hilo rojo une a las parejas aunque miles de kilómetros los separen”, significa que la relación de una pareja está predestinada. 


FIN

jueves, 24 de marzo de 2022

Leyenda del ayaymama, de Ciro Alegría





      Hace tiempo, mucho tiempo, vivía en las márgenes de un afluente del Napo —río que avanza selva adentro para desembocar en el Amazonas— la tribu secoya del cacique Coranke. Él tenía, como todos los indígenas, una cabaña de tallos de palmera techada con hojas de la misma planta. Allí estaba con su mujer, que se llamaba Nara, y su hijita. Bueno: que estaba es sólo un decir, pues Coranke, precisamente, casi nunca se encontraba en casa. Era un hombre fuerte y valiente que siempre andaba por el riñón del bosque en los trajines de la caza y la guerra. Donde ponía el ojo clavaba la flecha y esgrimía con inigualada potencia el garrote de madera dura como la piedra. Patos silvestres, tapires y venados caían con el cuerpo traspasado y más de un jaguar que trató de saltarle sorpresivamente rodó por el suelo con el cráneo aplastado de un mazazo. Los indios enemigos le huían.

       Nara era tan bella y hacendosa como Coranke fuerte y valiente. Sus ojos tenían la profundidad de los ríos, en su boca brillaba el rojo encendido de los frutos maduros, su cabellera lucía la negrura del ala del paujil y su piel la suavidad de la madera del cedro. Y sabía hacer túnicas y mantas de hilo de algodón, y trenzar hamacas con la fibra de la palmera shambira, que es muy elástica, y modelar ollas y cántaros de arcilla, y cultivar una chacra —próxima a su cabaña— donde prosperaban el maíz, la yuca y el plátano.

       La hijita, muy pequeña aún, crecía con el vigor de Coranke y la belleza de Nara, y era como una hermosa flor de la selva.

       Pero he allí que el Chullachaqui se había de entrometer. Es el genio malo de la selva, con figura de hombre, pero que se diferencia en que tiene un pie humano y una pata de cabra o de venado. No hay ser más perverso. Es el azote de los indígenas y también de los trabajadores blancos que van al bosque a cortar caoba o cedro, o a cazar lagartos y anacondas para aprovechar la piel, o a extraer el caucho del árbol del mismo nombre. El Chullachaqui los ahoga en lagunas o ríos, los extravía en la intrincada inmensidad de la floresta o los ataca por medio de las fieras. Es malo cruzarse en su camino, pero resulta peor que él se cruce en el de uno.

       Cierto día, el Chullachaqui pasó por las inmediaciones de la cabaña del cacique y distinguió a Nara. Verla y quedarse enamorado de ella fue todo uno. Y como puede tomar la forma del animal que se le antoja, se transformaba algunas veces en pájaro y otras en insecto para estar cerca de ella y contemplarla a su gusto sin que se alarmara.

       Mas pronto se cansó y quiso llevarse consigo a Nara. Se internó entonces en la espesura, recuperó su forma y, para no presentarse desnudo, consiguió cubrirse matando a un pobre indio que estaba por allí de caza y robándole la túnica, que era larga y le ocultaba la pata de venado. Así disfrazado, se dirigió al río y cogió la canoa que un niño, a quien sus padres ordenaron recoger algunas plantas medicinales, había dejado a la orilla. Tan malo como es, no le importó la vida del indio ni tampoco la del niño, que se iba a quedar en el bosque sin poder volver. Fue bogando hasta llegar a la casa del cacique, que estaba en una de las riberas.

       —Nara, hermosa Nara, mujer del cacique Coranke —dijo mientras arribaba—, soy un viajero hambriento. Dame de comer…

       La hermosa Nara le sirvió, en la mitad de una calabaza, yucas y choclos cocidos y también plátanos. Sentado a la puerta de la cabaña, comió lentamente el Chullachaqui, mirando a Nara, y después dijo:

       —Hermosa Nara, no soy un viajero hambriento, como has podido creer, y he venido únicamente por ti. Adoro tu belleza y no puedo vivir lejos de ella. Ven conmigo…

       Nara le respondió:

       —No puedo dejar al cacique Coranke…

       Y entonces el Chullachaqui se puso a rogar y a llorar, a llorar y a rogar para que Nara se fuera con él.

       —No dejaré al cacique Coranke —dijo por último Nara.

       El Chullachaqui fue hacia la canoa, muy triste, muy triste, subió a ella y se perdió en la lejanía bogando río abajo.

       Nara se fijó en el rastro que el visitante había dejado al caminar por la arena de la ribera y al advertir una huella de hombre y otra de venado, exclamó: «¡Es el Chullachaqui!». Pero calló el hecho al cacique Coranke, cuando éste volvió de sus correrías, para evitar que se expusiera a las iras del Malo. Y pasaron seis meses y al caer la tarde del último día de los seis meses, un potentado atracó su gran canoa frente a la cabaña. Vestía una rica túnica y se adornaba la cabeza con vistosas plumas y el cuello con grandes collares.

       —Nara, hermosa Nara —dijo saliendo a tierra y mostrando mil regalos—, ya verás por esto que soy poderoso. Tengo la selva a mi merced. Ven conmigo y todo será tuyo.

       Y estaban ante él todas las más bellas flores del bosque, y todos los más dulces frutos del bosque, y todos los más hermosos objetos —mantas, vasijas, hamacas, túnicas, collares de dientes y semillas— que fabrican todas las tribus del bosque. En una mano del Chullachaqui se posaba un guacamayo blanco y en la otra un paujil del color de la noche.

       —Veo y sé que eres poderoso —respondió Nara, después de echar un vistazo a la huella, que confirmó sus sospechas—, pero por nada del mundo dejaré al cacique Coranke…

       Entonces el Chullachaqui dio un grito y salió la anaconda del río, y dio otro grito y salió el jaguar del bosque. Y la anaconda enroscó su enorme y elástico cuerpo a un lado y el jaguar enarcó su lomo felino al otro.

       —¿Ves ahora? —dijo el Chullachaqui—, mando en toda la selva y los animales de la selva. Te haré morir si no vienes conmigo.

       —No me importa —respondió Nara.

       —Haré morir al cacique Coranke —replicó el Chullachaqui.

       —Él preferirá morir —insistió Nara.

       Entonces el Malo pensó un momento y dijo:

       —Podría llevarte a la fuerza, pero no quiero que vivas triste conmigo, pues eso sería desagradable. Retornaré, como ahora, dentro de seis meses y si rehúsas acompañarme te daré el más duro castigo…

       Volvió la anaconda al río y el jaguar al bosque y el Chullachaqui a la canoa, llevando todos sus regalos, muy triste, muy triste subió a ella y se perdió otra vez en la lejanía bogando río abajo.

       Cuando Coranke retornó de la cacería, Nara le refirió todo, pues era imprescindible que lo hiciera, y el cacique resolvió quedarse en su casa para el tiempo en que el Chullachaqui ofreció regresar, a fin de defender a Nara y su hija.

       Así lo hizo. Coranke templó su arco con nueva cuerda, aguzó mucho las flechas y estuvo rondando por los contornos de la cabaña todos esos días. Y una tarde en que Nara se hallaba en la chacra de maíz, se le presentó de improviso el Chullachaqui.

       —Ven conmigo —le dijo—, es la última vez que te lo pido. Si no vienes, convertiré a tu hija en un pájaro que se quejará eternamente en el bosque y será tan arisco que nadie podrá verlo, pues el día en que sea visto, el maleficio acabará, tornando a ser humana… Ven, ven conmigo, te lo pido por última vez, si no…

       Pero Nara, sobreponiéndose a la impresión que la amenaza le produjo, en vez de ir con él se puso a llamar:

       —Coranke, Coranke…

       El cacique llegó rápidamente con el arco en tensión y lista la buida flecha para atravesar el pecho del Chullachaqui, pero éste ya había huido desapareciendo en la espesura.

       Corrieron los padres hacia el lugar donde dormía su hijita y encontraron la hamaca vacía. Y desde la rumorosa verdura de la selva les llegó por primera vez el doliente alarido: «Ay, ay, mamá», que dio nombre al ave hechizada.

       Nara y Coranke envejecieron pronto y murieron de pena oyendo la voz transida de la hijita, convertida en un arisco pájaro inalcanzable aun con la mirada.

       El ayaymama ha seguido cantando, sobre todo en las noches de luna, y los hombres del bosque acechan siempre la espesura con la esperanza de liberar a ese desgraciado ser humano. Y es bien triste que nadie haya logrado verlo todavía…


FIN

EL HIJO DE NASRUDÍN






El hijo de Nasrudín tenía trece años. No se creía guapo. Incluso estaba tan acomplejado que se rehusaba a salir de la casa. “La gente va a burlarse de mí”, decía sin cesar. Su padre siempre le repetía que no hay que escuchar lo que dice la gente porque a menudo critica a tontas y a locas, pero el hijo no quería escuchar nada.

“En tal caso –le dijo un día Nasrudín a su hijo-, mañana vas a ir conmigo al mercado.”

Muy temprano en la mañana salieron de casa.

Nasrudín se montó en el burro y su hijo caminó a su lado.

En la entrada de la plaza del mercado unos hombres estaban sentados, platicando. Al ver a Nasrudín y a su hijo, dieron rienda suelta a sus lenguas: “Miren a ese hombre, ¡no tiene piedad alguna! Él va bien descansado encima de su burro y deja que su pobre hijo vaya a pie. Sin embargo, él ya ha disfrutado mucho de la vida, y podría dejarle el lugar a los que son más jóvenes.” Nasrudín le dijo a su hijo: “¿Oíste lo que dijeron? ¡Mañana vas a venir conmigo al mercado!”

El segundo día, Nasrudín y su hijo hicieron lo contrario de lo que habían hecho la víspera: el hijo se montó en el burro y Nasrudín caminó a su lado. En la entrada de la plaza estaban los mismos hombres. Al ver a Nasrudín y a su hijo, exclamaron: “Miren a ese niño, no tiene ninguna educación, ninguna consideración. Va tranquilo montado en el burro, mientras que su padre, el pobre viejo, ¡tiene que ir a pie!” Nasrudín le dijo a su hijo: “¿Oíste lo que dijeron? ¡Mañana vas a venir conmigo al mercado!”

El tercer día, Nasrudín y su hijo salieron a pie de la casa jalando detrás de ellos el burro, y así llegaron a la plaza. Los hombres se burlaron de ellos: “Miren a esos dos imbéciles, tienen un burro y

ni siquiera lo aprovechan. Van a pie sin saber que el burro está hecho para llevar a los hombres.” Nasrudín le dijo a su hijo: “¿Oíste lo que dijeron? ¡Mañana vas a venir conmigo al mercado!”

El cuarto día, cuando Nasrudín y su hijo dejaron la casa, iban encaramados los dos en el burro. En la entrada de la plaza los hombres dejaron que estallara su indignación: “Miren a esos dos, ¡no tienen piedad alguna por ese pobre animal!” Nasrudín le dijo a su hijo: “¿Oíste lo que dijeron? ¡Mañana vas a venir conmigo al mercado!”

El quinto día, Nasrudín y su hijo llegaron al mercado llevando a cuestas al burro. Los hombres se carcajearon: “Miren a esos dos locos; hay que encerrarlos. Son ellos los que van cargando al burro, en lugar de ir montados en él.”

Y Nasrudín le dijo a su hijo: “¿Oíste lo que dijeron? Hagas lo que hagas en tu vida, la gente siempre encontrará algo que decir y qué criticar. No hay que escuchar lo que dice la gente.”

FIN

Nota: Nasrudín fue un personaje cuya celebridad va más allá de los siglos, las generaciones y las edades. Algunos dicen que vivió en Koufa, al sur de Irak, en el siglo VIII.

miércoles, 23 de marzo de 2022

UNA PEQUEÑA DUDA

 




Marta dejó el bolígrafo encima del cuaderno y fue directa donde estaba su padre. Su padre estaba lijando la parte inferior de la puerta de la cocina. Raspaba con algo y hacía un ruido que se metía por los oídos. Marta con la cara seria de las grandes dudas, se paró delante de su padre.

-¿Qué? –le preguntó su padre.

Marta se llevó un dedo a la nariz y dijo que tenía una pregunta muy importante que hacerle. El padre dejó la lima encima de una de las tres banquetas que había en la cocina, se secó el sudor con un pañuelo y le preguntó a su hija que cuál era su duda.

-¿Papá, ¿por qué el ocho va después del siete? –fue la pregunta que hizo la niña mirando a los ojos de su padre.

El padre se mesó la barba de cuatro días, se quedó pensativo y se sentó. Cogió a su hija de cinco años en brazos, le dio un beso en la mejilla y le contestó:

-Porque si el ocho fuese antes del siete sería un seis.

La niña abrió sus dos manos, separó sus dedos, y contó:

-Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y diez.

-No –le corrigió su padre-. Y nueve. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve.

Diez minutos después la puerta giraba sobre sus bisagras. Sin hacer ruido. Así:


(Tomado de: Diecisiete cuentos y dos pingüino, Daniel Nesquens. Anaya, año 2000.)



jueves, 10 de marzo de 2022

El Cocuyo y las Estrellas




Este era un Cocuyo muy pequeñito. Durante las noches miraba a las estrellas. Decía: "Las estrellas son mis hermanas. Que lindas lucen, todos las admiran. En cambio mi luz es muy pequeñita y se pierde en la inmensa oscuridad de la selva."

Una noche el Cocuyo sintió tanta envidia de las estrellas que decidió echarse a volar para alcanzarlas. Antes preguntó a una sabia ardilla la manera de poder llegar a las estrellas. Esta le respondió que no sabía de algún camino que llevara al cielo, pero le señaló un inmenso árbol y le sugirió que se suba a su rama más alta. De seguro esta debe estar ya cerca del cielo.

Muy alegre el Cocuyito se echó a volar en dirección al árbol. Revoloteando llegó hasta la rama más alta, solo para comprobar que desde allí, las estrellas se veían todavía muy lejanas. El Cocuyito, comenzó a llorar: "Nunca podré ser una estrella."

Su llanto no hubiera acabado a no ser porque un pequeño gorrioncito le decía a su mamá: "Mira mamá, una estrella se ha posado en la rama, arriba de nuestro nido."

El Cocuyito se estremeció de contento. El también podía ser una estrella. De esta manera dejó de envidiar a las estrellas, y todas las noches iba a encender su lucecita sobre el nido de los gorriones.

-Mira mamá, ya se prendió nuestra estrella (dijo el gorrioncito)

El cocuyito se sintió feliz toda su vida.


FIN


(Cuento original de Renato Agagliate, venezolano.) 

miércoles, 9 de marzo de 2022

EL HERMANO TARUGO






Éstos eran dos hermanos que tenían una abuelita a la que cuidaban. A uno de ellos le gustaba sembrar maíz y frijol, y en esa ocasión sembró maíz. Le dijo a su hermano:

-Voy a ir a la milpa, a ver si no se le ofrece nada al maíz. Tú te quedas aquí, pones a calentar el agua, bañas a la abuelita y le das de comer.

-Sí, hermano.

Se fue el hermano a la milpa y el otro puso a calentar agua, empezó a bañar a su abuelita y no se dio cuenta que el agua estaba muy caliente. Después del baño vistió a la abuelita y le dio de comer, poniéndole una tortilla en la boca, luego la sentó en una silla y cuando llegó su hermano y le preguntó si había bañado a la abuelita, le contestó que sí.

-¿Y le diste de comer?

-Sí.

-¿Y dónde está?

-Allá afuera, sentada en una silla, tomando el aire.

-A ver, vamos a verla.

Salieron al patio y cuando el hermano tocó a la abuelita, exclamó:

-Pero hermano, ¿Qué hiciste? ¡Mataste a la abuelita!

-¿Está muerta? Yo no la maté.

-Cómo que no, si ya no respira. ¿Qué hiciste?

-Me dijiste que calentara el agua y la calenté.

-¿Y estaba muy caliente?

-Pues no sé, creo que sí, porque salían burbujas.

-¡Ay hermano! Tenías que bañarla con agua caliente, no con agua hirviendo.

-Pues yo no sé, se veía muy a gusto y tranquila.

-Claro que tranquila, ¿la mataste! Bueno, pues ahora ni modo, no podemos hacer nada.

Y la enterraron. Al otro día le dijo el mayor al menor:

-Ve ahora tú a la milpa, y le das una vuelta.

-Está bien –dijo el otro.

-Y te llevas el machete.

-Sí.

El menor agarró su machete y se fue. Llegó a la milpa y empezó a cortar todo el maíz, porque entendió que eso le había ordenado su hermano cuando le dijo que le diera una vuelta a la milpa. Cuando volvió a casa su hermano le preguntó:

-¿Cómo está el maíz?

-Está bien.

-¿Cómo que está bien?

-Pues me dijiste que le fuera a dar una vuelta.

-¡Pero hermano, yo no te dije que lo cortaras, te dije que fueras a ver, que te fueras a dar una vuelta!

-Pues eso hice, le di la vuelta, lo corté todo.

-¡Dios mío, de veras que eres bien bruto, ni una sola cosa que te pido que hagas, la haces bien! ¿Sabes qué? Me voy a ir de esta casa. Mataste a la abuelita y cortaste todo el maíz. ¡Ya me voy, tú te quedas!

El hermano menor le suplicó

-No, hermano, yo también me voy. ¡Qué voy a hacer yo solito aquí, si no sé hacer nada? ¿Cómo me vas a dejar?

El mayor acabó por apiadarse:

-Está bien, vámonos.

Se fueron, y cuando ya habían recorrido un largo trecho, dijo el hermano mayor:

-¡Qué crees? Se nos olvidó la puerca.

Tenían una puerquita y la habían olvidado en la casa.

-Si quieres me regreso y la traigo –le dijo el menor-. Tú espérame aquí.

Se dio media vuelta y se fue andando de regreso. Llegando a su casa empezó a arrancar la puerta y cuando pudo arrancarla, la cargó en la espalda y echó a andar hacia donde lo esperaba su hermano. Éste, cuando vio que el otro tardaba, empezó a preocuparse. “¿Qué habrá hecho este tarugo?”, se dijo. Al rato lo vio llegar con la puerta en la espalda.

-¿Qué traes ahí?

-¿No me dijiste que se nos olvidó la puerta. Aquí la traigo.

-¡No te dije que se nos olvidó la puerta, sino la puerca, bruto que eres!

¡Ahora de castigo la vas a llevar tú, porque ni creas que te ayudaré a cargarla!

Se pusieron en camino y la oscuridad los sorprendió en el campo. Buscaron un lugar seguro donde pasar la noche y el menor dijo:

-Mira, ahí están unos árboles. Si quieres, subo la puerta en uno de ellos y ahí nos acostamos.

-Está bien –dijo el hermano mayor, y lo ayudó a trepar la puerta en el árbol más a la mano. El otro atravesó la puerta entre unas ramas y de este modo tenían una especie de cama en la cual acostarse.

Ya era de noche y se echaron a dormir. En eso, se acercaron unos hombres a caballo. Eran cinco o seis, desmontaron justo abajo del árbol donde se encontraban ellos y aquel que parecía ser el jefe del grupo dijo:

-Aquí está bien para pasar la noche.

Amarraron a los caballos, encendieron un fuego y empezaron a cenar. Justo arriba de ellos, los dos hermanos no hacían el menor ruido para que no los descubrieran, pues por la pinta que traían, comprendieron que debían ser unos bandidos. Pero de repente el menor le dijo al de más edad.

-¿Ay hermano, tengo hambre!

-Pues ahora te aguantas. Te dije bien claro que no vinieras, pero tú quisiste venir.

Entre tanto, los bandoleros, terminada la cena, se cubrieron con sus cobijas y se echaron a dormir. Y el hermano menor le susurró al de más edad:

-¡Hermano, me dan ganas de hacer pipí!

-¡Qué latoso eres! Ya te dije que te callaras. ¿No ves que están esos tipos allá abajo durmiendo?

-¡Ya no aguanto!

-Pues orina, entonces, ¿Qué quieres que te diga?

El menor no se lo hizo repetir y soltó la vejiga. Se oyó entonces a uno de los bandoleros decir:

-Está cayendo el sereno de la mañana.

Se volvieron a dormir, pero como una hora después el menor volvió a despertar a su hermano:

-Tengo ganas de hacer caca, hermano.

-¡Ah qué latoso eres!

-Ya no aguanto.

-Haz lo que quieras y déjame dormir.

El menor se bajó los pantalones y que se caga desde arriba.

Y los tipos de abajo:

-¡Ah, pero qué cochinos estos pájaros! –se quejaron y se volvieron a dormir.

Pero el hermano menor ya no pudo agarrar el sueño y no dejaba de moverse.

-¡Que dejes de moverte, nos van a oír! –le ordenó el mayor.

El hermano latoso no se estaba quieto, hizo otro movimiento brusco y la puerta se vino abajo, cayendo al suelo con gran estruendo. Los bandoleros, más rápidos que un relámpago, saltaron encima de sus caballos y huyeron al galope, dejando todas sus pertenencias en el suelo. Los hermanos bajaron cautelosamente. Estaba amaneciendo. Miraron entre las pertenencias de los bandoleros y descubrieron unos costales, los abrieron y ¡cuál no sería su sorpresa al ver que estaban llenos de monedas de oro! Sin pensarlo, cargaron los costales al hombro y se alejaron de aquel sitio, vueltos ricos de la noche a la mañana.


FIN


Tomado de: Cuentos populares mexicanos, de Fabio Morábito. Año 2014. Páginas 273 a 277. 

jueves, 3 de marzo de 2022

El perro y la carne (Fábula)

 



Un perro cierto día, robó un pedazo de carne y quiso ir a comérselo a orillas del río. Descendió, pues, hasta el agua, mas cuando estaba a punto de hincar el diente a su presa, se vio reflejado, abajo, otro perro que llevaba en la boca un pedazo de carne más grande que el suyo.


Verlo y arrojarse sobre él con las fauces abiertas para arrebatarle el suculento bocado, todo fue uno. Se zambulló en el agua; y en el agua, revuelta, desaparecieron la imagen del perro y de la carne. Al mismo tiempo, desapareció también la carne verdadera que el perro glotón había abandonado en la orilla y que la corriente se llevó río abajo.


De cuya fábula se desprenden tres moralejas: que la avidez es siempre castigada; que Dios castiga a aquellos que, no contentos con lo propio, desean apoderarse de lo de los demás y, que no conviene abandonar un bien seguro por un bien ilusorio.

Fin

Tomado de: Enciclopedia de la fábula. Ediciones UTEHA. Año 1959.

LA LEYENDA DEL CAFÉ (Relato de Etiopía)

 




Por el año seiscientos vivió en Etiopía un pastor llamado Kaldi. Cierto día que cuidaba su rebaño de cabras notó que los animales desarrollaban una conducta extraña. Nerviosamente iban y venían, subían y bajaban, en un estado de agitación que se prolongó todo el camino de regreso y persistió durante una noche que se volvió interminable. Sólo a la mañana siguiente el rebaño pareció calmarse y fue así como siguió con mansedumbre al amodorrado pastor hasta las zonas de pastura. Hasta que unas cerezas tentadoras detuvieron su paso, y luego de mordisquerlas, las cabras retomaron su conducta nerviosa del día anterior. Kaldi observó las plantas que aparentemente habían causado el cambio en su rebaño y probó con cautela una hojita y un fruto.


Lo primero que percibió es que no se trataba de un arbusto de cerezas, y que el sabor no era tan agradable como el que esperaba. Pero también sintió que el cansancio producido por la larga noche de insomnio se había desvanecido y era reemplazado por una energía que lo impulsaba a la acción.


Kaldi tomó consigo unas ramas florecidas y encabezó la marcha hacia un monasterio que se encontraba a pocos kilómetros. A paso vivo lo seguía su rebaño. Al llegar a la casa religiosa, el pastor fue introducido a presencia del Abad, mientras su animales quedaban al cuidado de unos desorientados monjes. Informado del descubrimiento, el Abad llevó a Kaldi a la cocina, y prudentemente hirvió una rama con algunos frutos rojos. Pero cuando probó el gusto de ambos, le pareció tan desagradable que en un impulso arrojó el atado entero sobre el fuego. La cocina se vio invadida delicioso que indujo al Abad a hacer una nueva prueba. Tomó el fruto tostado y preparó una infusión que, con su perfume cálido atrajo a un grupo de monjes a la cocina. Así nació el café, de Etiopía al mundo; probado por unas cabras, descubierto por un pastor, tostado por un Abad, celebrado por unos monjes, que nunca pudieron imaginar que ese enérgico sabor se seguiría prolongando durante siglos.


FIN


Tomado de: Leyendas del mundo. Año 2009.

martes, 1 de marzo de 2022

El viejito y la viejita

 





Éstos eran un viejito y una viejita que no tenían hijos. Estaban solos, muy avanzados de edad y vivían en extrema pobreza. Un día ella le dijo a él:

-Viejito, levántate temprano mañana que es día de fiesta, ve al bosque, corta un poco de leña y te vas al mercado a venderla, a ver si así podemos comer algo.

-Está bien, prepárame unas gorditas para el camino, aunque sea con la mies de los rastrojos.

-Pues con eso será, porque no tenemos otra cosa.

El viejito se levantó temprano, tomó las tres gorditas que su mujer que su mujer le había preparado, las echó en una saquita que se echó al hombro y emprendió camino rumbo al bosque. Llegando, divisó un árbol seco, cogió su hacha y empezó a dar hachazos para hacer leña. En eso, sale una viborita del árbol, una viborita encantada, y le dice:

-Viejito, ¿por qué me tumbas mi palacio? ¿No ves que aquí están mis hijos? Retírate en seguida si no quieres que te mate.

-No, viborita, no me mates, ¿no ves que tengo necesidad de sacar leña de este árbol? No tenemos nada que comer en la casa.

-Pues te voy a morder, si sigues.

Y como el viejito no le hizo caso, empezó a lanzarle mordiscos, y el otro a darle hachazos para matarla, y así siguieron un buen rato, sin que ninguno consiguiera lastimar al otro.

Entonces, ya cansada, la viborita le dijo:

-Mira viejito, vamos teniendo un rato de descanso, y ya que no pudimos hacernos nada, te voy a hacer un regalo. Te voy a obsequiar unos manteles.

-¿Y qué hago yo con estos? –le preguntó el viejito.

-Pues son manteles de virtud. Observa –le dijo la viborita y, extendiendo los manteles en el suelo, les dijo -: ¡Compónganse, manteles! –y al instante los manteles se llenaron de comida.

-¡Qué maravilla! –Dijo el viejito, que no podía creer en sus ojos-. ¿De verdad me los vas a regalar?

-Son tuyos –dijo la viborita-, y ahora come lo que quieras.

El viejito no se hizo repetir. Comió todo lo que había hasta quedar satisfecho, luego dobló los manteles y los echó en su saquita, pero antes tiró las gorditas de mies de rastrojos hechas por su mujer. “¿Para qué quiero estas gorditas tan feas? –pensó-. Mi viejita que está tan viejita no va a tener que hacer que comer, porque con estos manteles la comida ya viene preparada”, y, todo contento tomó el camino de su casa. Para llegar a su casa había que pasar por un poblado donde vivía una comadre suya. Decidió visitarla, y la comadre, al verlo, le preguntó por qué venía tan alegre.

-Por nada, cosas de la vida –contestó, y quiso saber si ya habían llamado para misa, porque de pronto quiso ir a la iglesia para darle gracias a Dios por la prebenda recibida.

-Todavía no dan la primera llamada –respondió su comadre-. ¿No quiere un cafecito o algo, compadre?

-No, gracias, vengo muy lleno.

-¿Lleno? ¿Qué tanto comió como para venir lleno? –le preguntó la comadre, sabiendo lo pobre que era. Pero el viejito no quiso dar más explicaciones.

-Me voy a misa –le dijo-, y le encargo estos manteles que traigo, comadre. Nomás no les vaya a decir “compónganse, manteles”, ¿de acuerdo?

-De acuerdo, no tenga pendiente.

El viejito se fue a la iglesia y la comadre, curiosa como era, tan pronto como la vio alejarse, sacó los manteles de la saquita.

-¡Compónganse manteles! –dijo.

Al instante los manteles se desdoblaron y se llenaron de comida. Cuando se recobró de su sorpresa, le dijo a su hijo:

-¡Corre, corre antes que venga tu padrino! ¡Anda a la tienda y búscate unos manteles igualitos a estos!

El muchacho corrió a la tienda, encontró con mucho trabajo unos manteles idénticos a los del viejito y regresó con ellos. Su madre dobló los manteles mágicos, los ocultó por ahí, y los que había traído su hijo los puso en la saquita del compadre. Cuando éste regresó de misa le dio las gracias por guardarle la saquita con los manteles.

-¿No quiere comer nada antes de irse, compadre? –le preguntó.

-Bueno, ya que insiste.

-Mire, compadre, preparé unos platillos, a ver si son de su agrado –y le sirvió de la comida que había salido de los manteles.

El viejito comió, y mientras comía, pensaba: “Esta comida se parece a la comida de la viborita. Pero no, ¡ha de ser algún mal pensamiento del Diablo, que me quiere engañar!”.

Acabando de comer dio las gracias a la comadre, se cargó la saquita al hombro y se fue para su casa, dejando la carga de leña por el camino. “¿Para qué quiero la leña, ahora que tengo los manteles que me dio la viborita?”, se dijo.

Llegando a su casa estaba oscureciendo.

-¡Viejita, viejita! –llamó-. ¡Vieras qué gusto traigo!

-¿Por qué? –preguntó la viejita.

-En el bosque me encontré una viborita que me regaló unos manteles mágicos.

-¡Viejo brujo este! –Clamó la viejita-. ¿En qué hechicería andas metido? ¡Y no trajiste nada para comer!

-No te enojes, viejita. Mira –y sacó los manteles de su saquita, los extendió sobre la mesa y exclamó-: ¡Compónganse, manteles!

Nada

-¡Compónganse, manteles!

Los manteles no echaron nada de comida. El viejito, furioso, los agarró y los echó al fogón.

-Pero viejito, ¿Qué es lo que has hecho? –Dijo la viejita-. Hubieras podido vender esos manteles la próxima vez que vayas al pueblo. Algo te hubieran dado por ellos.

Pero el viejito ni siquiera la escuchó, pues sólo pensaba en como vengarse de la viborita, que lo había engañado.

Días después tuvo la oportunidad de volver al bosque a cortar leña y su mujer le volvió a preparar unas gorditas hecha de la mies de los rastrojos. Llegó al árbol de la otra vez y le dio cuatro hachazos. Salió la víbora enojada y le dijo:

-¿Por qué me tumbas mi palacio? ¿No te dije que aquí están mis hijos?

-¡La otra vez me engañaste! –dijo el viejito.

-No te engañé –replicó la víbora, y le lanzó una mordida, pero el viejito logró esquivarla. Empezaron a forcejear, la víbora a mordiscos y el viejito a hachazos y, como la vez anterior, ninguno de los dos logró lastimar al otro, hasta que, ya rendidos los dos de cansancio, la víbora dijo:

-Bueno, veo que no nos podemos hacer nada. Te voy a dar otro regalito, pero esta vez no seas tonto, a ver si lo aprovechas. Con él podrás mantenerte hasta el día de tu muerte sin necesidad de trabajar.

Se metió a su casa y salió con una bolsita.

-¿Y ésta que gracia tiene? –preguntó el viejito.

-Tú dile “componte, bolsita” y verás.

-Componte, bolsita –dijo el viejito, y de su interior se derramaron muchos pesos.

-Bueno –dijo la víbora-. Llévatela y ten cuidado de que no te la roben. Las monedas son tuyas.

El viejito pensó: “Esto está mejor que los manteles”, y se marchó todo contento, no sin antes doblar la bolsa y guardarla en su saquita. Se echó las monedas en la bolsa del pantalón y tomó el camino de su casa, pero al pasar por el pueblo donde vivía su comadre decidió detenerse para oír misa.

-¿Por qué viene tan alegre compadre? –le preguntó la comadre.

-Por nada, cosas de la vida. Voy un rato a misa y, si no le molesta, le dejo aquí encargada esta bolsita –y puso la bolsa bien doblada encima de la mesa.

-No es ninguna molestia, compadre, vaya sin cuidado –dijo la comadre y, tan pronto como el viejito se marchó a la iglesia, le dijo a la bolsita: “Componte, bolsita”, y cuál no fue su asombro al ver que la bolsita vacía se llenaba de pesos. Llamó en seguida a su hijo y le ordenó que fuera corriendo a la tienda a comprar otra igual. El muchacho obedeció y compró una bolsita idéntica, que su madre dobló como la otra y la puso sobre la mesa. Cuando llegó el compadre de oír misa, ella le preguntó cómo le había ido y si no quería comer algo antes de irse.

-Pues ya que insiste, comadre, me caería bien cualquier cosa que tenga a la mano.

La comadre, que ya no cocinaba desde que tenía los manteles aquellos, fue por la comida que había sobrado del almuerzo y le sirvió un plato al compadre.

“Caray –pensó el viejito al probar el primer bocado-, esta comida ya la he comido. ¡Ya sé, es la misma comida de la viborita! Pero no, ha de ser algún mal pensamiento del Diablo. ¡Ave María Purísima del Refugio, quíteme este mal pensamiento!” y, una vez que terminó de comer, le dio las gracias a su comadre y se fue. Llegando a su casa gritó:

-¡Viejita, viejita! Ya vine.

-Sí, y veo que otra vez no trajiste leña. ¿Qué pasa contigo? ¿Te volvieron a embrujar como la vez otra vez?

-Sí, y veo que otra vez no trajiste leña. ¿Qué pasa contigo? ¿Te volvieron a embrujar como la otra vez?

-No, viejita, escucha. Cuando llegué al bosque empecé a tumbar el árbol de la otra vez y salió en seguida la víbora para impedírmelo, así que empezamos a forcejear, ella tratando de morderme y yo tratando de cortarla con mi hacha, pero ni ella logró morderme ni yo pude cortarla. Así que, cansados de pelearnos, me regaló esta bolsita mágica. Ahora verás –y sacando la bolsita, la desdobló sobre la mesa y dijo-: ¡Componte, bolsita!

Y nada.

-¡Componte, bolsita!

Y nada.

-¡Componte, bolsita!

Y nada. Entonces el viejito metió la mano en el bolsillo del pantalón en busca de las monedas, pero estaban vacíos. Se sacó los bolsillos y vio que estaban agujereados. Comprendió que los pesos se le habían salido por el agujero. Furioso, echó la bolsita al fogón.

-¡Volvió a engañarme la víbora esa! –exclamó-. ¡Pero mañana mismo regreso al bosque y esta vez le tumbo su casa!

Al día siguiente salió muy temprano, llegó al bosque y se dirigió al árbol de la víbora. ¡Zas, zas, zas!, empezó a darle de hachazos, la víbora salió, lo atacó y empezaron a luchar, pero otra vez no se hicieron daño y la víbora le dijo:

-Bueno, vamos suspendiendo un momento la pelea y después le seguimos, porque estoy cansada.

-Yo también –dijo el viejito.

La víbora se metió a su casa y salió con tres bolas de bronce.

-¿Y éstas para qué son?

-Ahora verás.

Les dijo: “Compónganse bolas”, y al instante las tres bolas se levantaron en el aire y empezaron a darle de bolazos al viejito.

-¡Ay, viborita del Demonio! –Gritó el viejito-. Ahora sí me vas a matar. No seas maldita y quítame esas bolas de encima. ¡Quítense, bolas! –gritó desesperado, pero las bolas seguían y seguían, hasta que la víbora se apiadó del viejito y dijo:

-¡Apacígüense, bolas! –y al instante las tres bolas se aplacaron.

Entonces la víbora le dijo:

-Puedes llevártelas, viejito, te servirán para defenderte.

-Gracias –dijo el viejito, y agarró las tres bolas, todavía adolorido en todo el cuerpo, las guardó en su saquita y se marchó.

Camino de regreso, pasó por el pueblo de su comadre.

-Esta vez no viene muy contento, compadre –le dijo la mujer al verlo-. ¿Qué le pasó?

-Nada, cosas de la vida –contestó el viejito, y le pidió que le cuidara las tres bolas de bronce, mientras él iba a oír misa.

-Claro que sí, compadre, vaya usted sin pendiente.

No acababa de salir el viejito de su casa cuando la comadre sacó las tres bolas de bronce de la saquita, las puso sobre la mesa y dijo: “¡Compónganse, bolas!”

Las tres bolas se alzaron en el aire, donde se detuvieron suspendidas unos segundos mientras la comadre las miraba admirada, y en seguida se estrellaron sobre su cabeza, con tal fuerza que casi se desmaya. La pobre mujer corrió a la cocina y las bolas fueron tras ella, se refugió en su habitación y las bolas traspasaron la puerta y siguieron golpeándola, se escondió debajo de la cama y las bolas la sacaron de ahí, corrió entonces hasta la sala, se tropezó y se cayó al suelo, se cubrió la cabeza con las manos y gritó para pedir ayuda. ¡Quítense, bolas!, ¡quítense, bolas!, exclamó, pero las bolas no paraban. Entonces llamó a su hijo:

-Muchacho, por el amor de Dios, corre a la iglesia y dile a tu padrino que venga enseguida a quitármelas, que estas bolas me van a matar.

Corrió el muchacho hasta la iglesia:

-¡padrino, padrino! Las bolas de usted están matando a mi mamá. No sea ingrato y vaya a quitárselas.

-Bueno, hijo, yo nunca le dije a tu mamá que le dijera “¡Compónganse, bolas!”, ni mucho menos. No voy a ir hasta que se acabe la misa, porque el precepto manda oír misa todos los domingos y fiestas. Y hoy es día de fiesta y tiene que guardarse el precepto y…

-¡Van a matar a mi mamá! –gritó el muchacho echándose a llorar.

El viejito no tenía ninguna gana de apresurarse, pero se apiadó del chico y salió de la iglesia, llegaron a la casa de su comadre, que estaba casi desmayada en el suelo, con los brazos y las piernas sangrando, mientras las bolas la golpeaban sin piedad. Se acercó a la mujer y le dijo:

-Comadre, yo le voy a quitar las bolas, pero usted me devuelve los manteles y la bolsita.

-Yo no tengo ningún mantel y ninguna bolsita.

-Pues ¡compónganse bolas! –dijo, y las bolas empezaron a pegar más fuerte.

Entonces, viendo que de este paso se iba a morir, la comadre dijo:

-Está bien, compadre, le devuelvo todo, pero quítemelas.

-Primero devuélvame lo que me quitó.

La comadre corrió a buscar los manteles y la bolsita, que dejó sobre la mesa.

-¡Apacígüense, bolas! –dijo el viejito, y las bolas se pararon en el acto. Entonces añadió el viejito-: Sepa, comadre, que estoy muy sentido por lo que hizo. Ya me voy y no espere nunca más que la vuelva a ver.

Dicho lo cual, agarró sus cosas y se fue. Llegó a su casa y llamó:

-¡Viejita, viejita! Te tengo una buena noticia. Los manteles y la bolsita los tenía mi comadre.

-¡Ya vienes otra vez con tus brujerías! –dijo ella.

-Mira y verás. “Compónganse, manteles” –dijo, y los manteles derramaron comida hasta llenarse. La abuelita se acercó a mirar, se llevó con mucho cuidado un trozo de queso a la boca y exclamó:

-¡Dios mío, ahora si empiezo a creerte, viejito!

-“Componte, bolsita” –dijo el viejito a continuación, y la bolsa se desdobló sobre la mesa y derramó gran cantidad de pesos.

-No lo puedo creer. ¿Y es así siempre?

Si, viejita, somos ricos, inmensamente ricos.

-Y ésas –dijo la viejita señalando las bolas de bronce- ¿qué gracia tienen?

-Esas bolas mejor no tocarlas, viejita.

-¿Cómo que es mejor no tocarlas? ¿Me escondes algo? A ver: “Compóngase, bolas.” –dijo, y las bolas se levantaron en el aire y empezaron a darle de bolazos en todo el cuerpo.

-¡Viejito, viejito! ¡Para esas cosas, que me están matando! –gritó la viejita.

Pero el viejito estaba tan muerto de la risa, que no podía pronunciar la frase mágica.

-¡Viejito, no me mates! ¡Me quieres matar para casarte con otra, ahora que tienes dinero! ¡Párense, bolas! ¡Quítense, bolas! ¡Deténganse, bolas! –gritaba la viejita, buscando el conjuro adecuado, y el viejito no paraba de reírse, hasta que por fin, en medio de sus carcajadas, pudo pronunciar:

“¡Apacígüense, bolas!”, y las bolas se detuvieron al instante.

Y fue como vivieron felices hasta el final de sus días.


FIN

Tomado de: Cuentos Populares Mexicanos, de Fabio Morábito, año 2014.