miércoles, 25 de enero de 2017

Las primeras flores de la primavera,






Un día, Gugece encontró siete kopeks. Se guardó las monedas en el más hondo de sus bolsillos y se estuvo tres días sin tocarlas.

Se acercaba ese día que se da una vez al año, en el que todos los hombres hacen regalos a todas las mujeres, la fiesta del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Guguce fue el primero de los hombres de su pueblo en aparecer en la tienda. Por el camino se le había ocurrido comprar a su mamá un automóvil. Y en el automóvil él, Guguce, llevaría a su mamá al mercado. El chico entró en la tienda frotándose las manos. Pero no halló allí lo que buscaba. En los automóviles que allí vendían no cabía ni siquiera él, Gugece, y tanto menos su mamá.

Con este motivo Gugece se compró un botón. Ahora le quedaban tres kopeks. Ya que tenía un botón, había que comprar un vestido. Y no cualquier vestido, sino precisamente azul. Pero no había a la venta vestidos azules. ¿Tal vez se llevara aquellos zapatos de tacón alto? Gugece estuvo a punto de pedirlos a la dependienta, pero no sabía que número precisaba.

Se fue a su casa, esperó a la noche, a que su madre se acostase a dormir. Y para que se durmiera antes, Gugese se puso a contarle el cuento de la princesa. La mamá se durmió a la mitad del cuento, y la otra mitad se quedó en la cabeza de Gugece. Bueno, que espere la princesa a su príncipe hasta la próxima vez. A Gugece le preocupaba otra cosa.
Salió de puntillas del dormitorio y volvió con un hilo en la mano. Pero cuando aplicaba el hilo al pie de su mamá, esta movió una mano. Tomó Gugece la mano de su madre en la suya y se puso a mecerla:

La noche es tranquila y la camita blanda, Duérmete, mano, duérmete.

Y, al son de la canción, la mano se durmió enseguida. Le midió Gugece a su mamá la planta del pie, se acostó en la cama y puso el hilo bajo la almohada.

A la mañana siguiente, lo primero que hizo Gugece fue ir a la tienda. Probó con el hilo todos los zapatos y eligió los mejores. Pero cuando supo lo que costaban, se rascó tras la oreja derecha, sacó los tres kopeks, los volvió a contar, se rascó ahora tras la oreja izquierda, dejó los zapatos en el mostrador y salió de la tienda.

De haber estado ustedes allí, hubieseis visto cómo salió Gugece del pueblo, como anduvo por el camino, como se ocultó tras la colina su gorro de aguda punta, sin aparecer durante mucho rato. Y luego, hubieseis visto como bajaba de la colina con una brazada de campanillas de las nieves. Sus zapatos se habían puesto perezosos y molestaban a las piernas al andar, y el gorro estaba tan cansado que se bamboleaba sobre la cabeza. Pero Gugece era muchos más fuerte que los desdichados zapatos y el gorro. Trajo las flores derecho a la tienda. El mayor de los ramos lo regaló a la dependienta, los demás, a todos cuantos había en ella.

Era la primera vez que la gente veía las campanillas aquel año. Todos hicieron grandes elogios de Gugece, y la dependienta hasta le acarició el gorro, si bien éste nada tenía que ver. Entonces, Gugece, ante los ojos de la dependienta, sacó los tres kopeks, los volvió a contar tres veces, miró a los zapatos y exhaló un suspiro. Pero la dependienta no se dio cuenta de nada.

El sol ya declinaba, se hacinaban unas nubes blancas, y Gugece aún estaba sin regalo para su mamá. "No le hace -se calmaba el mismo-. Mañana me levantaré en cuanto amanezca e iré en busca de campanillas de las nieves."

Pero al atardecer, empezaron a girar tras las ventanas copos de nieve tan grandes cual Gugece jamás los viera. El cielo se oscureció, las colinas se pusieron blancas, y el muchacho se durmió. Su mamá lo halló dormido junto a la ventana. En una mano tenía los tres kopeks y al botón. Un botón maravilloso. Precisamente el que a la mamá le hacía tanta falta.

FIN

Las primeras flores de la primavera,
(Spiridón Vangueli)

Tomado de MOSAICO, de relatos de los escritores de la URSS. Año 1983. Páginas 41 a 44.

miércoles, 11 de enero de 2017

El sastre y el zapatero




Érase que se era un sastre que debía dinero a todos los vecinos de su pueblo, y como ganaba tan poco porque el pueblo era muy pobre y apenas se hacían trajes allí, no lo podía pagar por más ahorros que hacía. Entonces un día, cansado ya de cavilar, dijo:

-Como nunca podré pagar todas mis deudas, mejor es morir; así me lo perdonarán todo.

Se hizo el muerto y mandó a su mujer a que saliera a la puerta a llorar a grandes gritos. Acudieron todos los vecinos y, creyendo el caso de verdad, consolaban a la mujer diciéndole que le perdonaban todas las deudas de su marido.

Pero un zapatero, muy pobre y con una pata de palo, empezó a decir:

-A mí me debe un real, y no se lo perdono.

Por la noche llevaron al mentiroso sastre debajo de los porches de la plaza, según era costumbre hacerlo, para esperar que llegara la hora de la sepultura. Iba el sastre metido en la caja sin moverse, riéndose por lo bien que le había salido la trampa y porque pensaban en el susto que se iban a llevar los vecinos del pueblo cuando en el momento de ir a enterrarle saliera de la caja como que había resucitado.

Dejaron la caja en la plaza y al poco tiempo se presentó el zapatero que era medio tonto, a pedir su dinero al sastre. Levantó la tapa de la caja y empezó a decir a grandes voces:
-Dame el real, sastre de los demonios, dame el real.

En eso llegaron unos ladrones, y el zapatero muerto de miedo, se escondió en el zaguán de una casa. Comenzaron ellos a repartirse el dinero que habían robado por todos los pueblos del contorno. Lo dividieron entre siete montones, aunque ellos no eran más que seis, y dijo el capitán:

-El montón de más lo dejaremos en esta caja para viático del alma de este pobre diablo de sastre.

Pero no se decidían a hacerlo, hasta que el más pequeño dijo:

-Dame el montón y yo le pondré pues veo que todos tenéis miedo.

Llegóse a la caja y levantó la mano para cumplir lo prometido, pero el sastre se incorporó de un salto diciendo:
-Ayudadme aquí, todos los sastres.

Y dijo el zapatero desde el zaguán:

-Allí vamos todos juntos.





Los ladrones echaron a correr horrorizados y dejaron allí el dinero, que se repartieron equitativamente el zapatero y el sastre. Ya iban a macharse, cuando el zapatero se acordó del real que le debía al sastre, y empezó a decir:

-Dame el real, dame el real.

Los ladrones mientas tanto, habían dejado de correr y el capitán dijo:

-Parece mentira que hayamos querido ser generosos, nosotros a los que tanto nos gusta el dinero. Será menester que vaya uno donde está el sastre para que sepamos en que quedó aquello.

Fue uno y cuando llegó a la puerta oyó decir al zapatero:
-Dame el real, dame el real.

El ladrón dio la vuelta a todo correr y temblando de pies a cabeza, dijo a sus compañeros:

-Vámonos, que aquello está lleno de pedigüeños. Son tantos que en el reparto del dinero tocan a real.

Y echaron todos a correr como galgo tras la liebre y sin atreverse a volver la cabeza atrás.

El zapatero y el sastre quedaron ricos para toda la vida y el segundo pudo pagar sus deudas a los vecinos del pueblo.

FIN