domingo, 31 de julio de 2022

El zorro y el conejo (Cuento tradicional)



Nota: El cuentos es un poco extenso, dicho así como oxímoron.




Una vieja tenía una huerta en la que diariamente hacía perjuicios un conejo. La tal vieja, desde luego, no sabía quién era el dañino. Y fue así como dijo:

«Pondré una trampa».

Puso la trampa y el conejo cayó, pues llegó de noche y en la oscuridad no pudo verla. Mientras amanecía, el conejo se lamentaba:

«Ahora vendrá la vieja. Tiene muy mal genio y quién sabe me matará».

En eso pasó por allí un zorro y vio al conejo. «¿Qué te pasa?», le preguntó riéndose. El conejo le respondió: «La vieja busca marido para su hija y ha puesto trampa. Ya ves, he caído. Lo malo es que no quiero casarme. ¿Por qué no ocupas mi lugar? La hija es buenamoza». El zorro pensó un rato y después dijo: «Tiene bastantes gallinas». Soltó al conejo y se puso en la trampa. El conejo se fue y poco después salió la vieja de su casa y acudió a ver la trampa:

«¡Ah!, ¿conque tú eras?», dijo, y se volvió a la casa.

El zorro pensaba: «Seguramente vendrá con la hija». Al cabo de un largo rato, retornó la vieja, pero sin la hija y con un fierro caliente en la mano. El zorro creyó que era para amenazarlo a fin de que aceptara casarse y se puso a gritar: «¡Sí me caso con su hija! ¡Sí me caso con su hija!» La vieja se le acercó enfurecida y comenzó a chamuscarlo al mismo tiempo que le decía: «¿Conque eso quieres? Te comiste mi gallina ceniza, destrozas la huerta y todavía deseas casarte con mi hija... Toma, toma... » Y le quemaba el hocico, el lomo, la cola, las patas, la panza. La hija apareció al oír el alboroto y se puso a reír viendo lo que pasaba. Cuando el fierro se enfrió, la vieja soltó al zorro. «Ni más vuelvas» le advirtió. El zorro dijo: «Quien no va a volver más es el conejo». Y se fue, todo rengo y maltrecho.

Días van, días vienen...

En una hermosa noche de luna, el zorro encontró al conejo a la orilla de un pozo. El conejo estaba tomando agua. «¡Ah! -le dijo el zorro-, ahora caíste. Ya no volverás a engañarme. Te voy a comer». El conejo le respondió: «Está bien, pero primero ayúdame a sacar ese queso que hay en el fondo del pozo. Hace rato que estoy bebiendo y no consigo terminar el agua». El zorro miró, y sin notar que era el reflejo de la luna, dijo: «¡Qué buen queso!». Y se puso a beber. El conejo fingía beber en tanto que el zorro tornaba el agua con todo empeño. Tomó hasta que se le hinchó la panza, que rozaba el suelo. El conejo le preguntó: «¿Puedes moverte?». El zorro hizo la prueba y, sintiendo que le era imposible, respondió. «No». Entonces el conejo fugó. Al amanecer se fue la luna y el zorro se dio cuenta de que el queso no existía, lo que aumentó su cólera contra el conejo.

Días van, días vienen...

El zorro encontró al conejo mientras éste se hallaba mirando volar a un cóndor: «Ahora sí que te como», le dijo. El conejo le contestó: «Bueno, pero espera a que el cóndor me enseñe a volar. Me está dando lecciones». El zorro se quedó viendo el gallardo vuelo del cóndor y exclamó: «¡Es hermoso! ¡Me gustaría volar!» El conejo gritó. «Compadre cóndor, compadre cóndor... » El cóndor bajó y el conejo le explicó que el zorro quería volar. El conejo guiñó un ojo. Entonces el cóndor dijo: «Traigan dos lapas». Llevaron dos lapas, o sea dos grandes calabazas partidas, y el cóndor y el conejo las cosieron en los lomos del zorro. Después, el cóndor le ordenó: «Sube a mi espalda». El zorro lo hizo y el cóndor levantó el vuelo. A medida que ascendía, el zorro iba amedrentándose y preguntaba: «¿Me aviento ya?». Y el cóndor le respondía: «Espera un momento. Para volar bien se necesita tomar altura». Así fueron subiendo hasta que estuvieron más alto que el cerro más alto. Entonces el cóndor dijo: «Aviéntate».

El zorro se tiró, pero no consiguió volar sino que descendía verticalmente dando volteretas. El conejo, que lo estaba viendo, gritaba: «¡Mueve las lapas! ¡Mueve las lapas! El zorro movía las lapas, que se entrechocaban sonando: trac, tarac, trac, tarac, trac; pero sin lograr sostenerlo. «¡Mueve las lapas!» seguía gritando el conejo. Hasta que el zorro cayó de narices en un árbol. Esto impidió que se matara aunque siempre quedó rasmillado.

El zorro vio en el árbol un nido de pajaritos y dijo. «Ahora me los comeré». Un zorzal llegó piando y le suplicó: «¡No los mates! ¡Son mis hijos! Pídeme lo que quieras, pero no los mates». Entonces el zorro pidió que le sacara las lapas y le enseñara a silbar. El zorzal le sacó las lapas y sobre el silbo le dijo: «Tienes que ir donde el zapatero para que te cosa la boca y te deje sólo un agujerito. Llévale algo en pago del trabajo. Después te enseñaré...»

El zorro bajó del árbol y en un pajonal encontró una perdiz con sus crías. Atrapó dos y siguió hacia el pueblo. La pobre perdiz se quedó llorando. El zapatero, que vivía a la entrada del pueblo, recibió el obsequio y realizó el trabajo. Luego, según lo convenido, el zorzal dio las lecciones necesarias. Y desde entonces, el zorro, muy ufano, se pasaba la vida silbando. Olvidó que tenía que comerse al conejo porque la venganza se olvida con la felicidad.

El zorro se alimentaba con la miel de los panales. El conejo, por su parte, lo veía pasar y decía: «Se ha dedicado al silbo. Y con la boca cosida no podrá comerme». Pero no hay bien que dure siempre. La perdiz odiaba al zorro y un día se vengó del robo de sus tiernas crías. Iba el zorro por el camino silbando como de costumbre:

fliu, fliu, fliu...

Soplaba encantado de la vida: fliu, fliu, fliu...

La perdiz, de pronto, salió volando por sus orejas, a la vez que piaba del modo más estridente: pi, pi, pi, pi, pi... El zorro se asustó abriendo tamaña boca: ¡guac!, y al romperse la costura quedó sin poder silbar. Entonces recordó que tenía que comerse al conejo.

Días van, días vienen...

Encontró al conejo al pie de una peña. Apenas éste distinguió a su enemigo, se puso a hacer como que sujetaba la peña para que no lo aplastara. «Ahora no te escapas» -dijo el zorro acercándose-. «Y tú tampoco» -respondió el conejo-. «Esta peña se va a caer y nos aplastará a ambos.» Entonces el zorro, asustado, saltó hacia la peña y con todas sus fuerzas la sujetó también. «Pesa mucho» -dijo pujando-. «Sí -afirmó el conejo-, y dentro de un momento quizá se nos acaben las fuerzas y nos aplaste. Cerca hay unos troncos. Aguanta tú mientras voy a traer uno.» «Bueno» -dijo el zorro-. El conejo se fue y no tenía cuándo volver. El zorro jadeaba resistiendo la peña y al fin resolvió apartarse de ella dando un ágil y largo salto. Así lo hizo y la peña se quedó en su sitio. Entonces el zorro comprendió que había sido engañado una vez más y dijo: «La próxima vez no haré caso de nada».

Días van, días vienen...

El zorro no conseguía atrapar al conejo, que se mantenía siempre alerta y echaba a correr apenas lo divisaba. Entonces resolvió ir a cogerlo en su propia casa. Preguntando a un animal y otro, llegó hasta la morada del conejo. Era una choza de achupallas. El dueño se hallaba moliendo ají en un batán de piedra. «Ah -dijo el zorro-, ese ají me servirá para comerte bien guisado.» El conejo le contestó. «Estoy moliendo porque dentro de un momento llegarán unas bandas de pallas. Tendré que agasajarlas. Vienen “diablos" y cantantes. Si tú me matas, se pondrán tristes y ya no querrán bailar ni cantar. Ayúdame más bien a moler el ají».

El zorro aceptó diciendo: «Voy a ayudarte por ver las pallas, pero después te comeré». Y se puso a moler. El conejo, en un descuido del zorro, cogió un leño que ardía en el fogón cercano y prendió fuego a la choza. Se sabe que las achupallas son unas pencas que arden produciendo detonaciones y chasquidos. El zorro preguntó por los ruidos y el conejo respondióle: « Son las pallas. Suenan los látigos de los “diablos” y los cohetes». El zorro siguió moliendo y el conejo dijo: «Echaré sal al ají». Simulando hacerlo cogió un poco de ají y lo arrojó a los ojos del zorro. Este quedó enceguecido y el conejo huyó. El fuego se propagó a toda la choza y el zorro, que buscaba a tientas la puerta, se chamuscó entero mientras lograba salir.

Estuvo el zorro muchos días con el cuerpo y los ojos ardientes por las quemaduras y el ají. Pero una vez que se repuso, dijo: «Lo encontraré y comeré ahí mismo». Se dedicó a buscar al conejo día y noche. Después de mucho tiempo pudo dar con él. El conejo estaba en un prado, tendido largo a largo, tomando el sol. Cuando se dio cuenta de la presencia del zorro, ya era tarde para escapar. Entonces continuó en esa posición y el zorro supuso que dormía: «Ah, conejito -exclamó muy satisfecho-, el que tiene enemigo no duerme. Ahora sí que te voy a comer». En eso, el conejo soltó un cuezco. El zorro olió y muy decepcionado dijo. «¡Huele mal! ¡Cuántos días hará que ha muerto!» Y se marchó.

Desde entonces, el conejo vivió una existencia placentera y tranquila. Hizo una nueva choza y se paseaba confiadamente por el bosque y los campos.

Días van, días vienen... días van, días vienen... El zorro lo distinguía por allí comiendo su yerba. Entonces se decía: «Es otro». Y seguía su camino...

FIN

Narrador: Demetrio Sumallacta
Fuente: El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. 

sábado, 23 de julio de 2022

Phukuy y el sentido de la vida (Cuento del docente Manuel Hernán Herrera Quispe de la I.E. "San Ramón", Tarma)





El recuerdo más antiguo de Phukuy sobre sí mismo es encontrarse, un atardecer, saliendo de un pequeño remolino en medio de la pampa. También recuerda que le gustaba mucho jugar, sacudir las copas de los árboles para escuchar el rumor de las hojas, ponerles obstáculos a las aves al vuelo, quitarles los sombreros a los campesinos. 

Phukuy era muy inquieto, nunca podía quedarse ni tranquilo ni satisfecho. Un día, mientras corría detrás de unas hojas secas, escuchó la voz de una anciana. Al acercarse donde ella, notó que la piel de su rostro estaba muy arrugada, pero en sus ojos aún brillaba un no sé qué que lo atraía. Así que acarició sus mejillas y se quedó un rato dando vueltas a su alrededor, suavecito, para no incomodarla.

La anciana estaba rodeada de tres niños sentados en el pasto que reclamaban que les contara una historia. Ella pidió que se hiciera silencio colocándose un dedo en los labios, con mucha autoridad, y movió su cabeza como si percibiese una presencia. Por primera vez, Phukuy se sintió observado directamente; sin embargo, la anciana no podía verlo: una nube blanca y difusa velaba sus ojos.

“¡Escuchen!”, ordenó la abuela. Los niños callaron al instante. “¿Qué cosa abuelita? No se oye nada” replicó el más pequeñín, que también era el más impaciente. “¡Silencio y escuchen!” insistió ella con más aplomo. Los niños callaron y Phukuy también calló.

Tras una pausa, la abuela les dijo que les iba a contar una historia sobre una competencia entre el Sol y el Viento. Phukuy se emocionó y no quiso perderse ningún detalle

En el cuento, el Viento y el Sol habían decidido apostar quién era más poderoso con una competencia muy simple: arrebatarle la chalina a un campesino. Cuando le tocó su turno, el Viento sopló muy fuerte, pero solo consiguió que el campesino se abrigara más aferrándose a su chalina.

En cambio, el Sol apenas incrementó un poco el poder de sus rayos y, sofocado por el calor, el campesino terminó quitándose la chalina y le dio el triunfo al Sol.

Al terminar el cuento, Phukuy se marchó furioso, tirando al suelo el sombrero de la abuela. Estaba muy molesto porque en el cuento el Viento había sido derrotado por el Sol. La abuela sintió cómo el viento arrojaba su sombrero y sonrió.

El Sol, a quien nada se le escapaba, se percató de la furia de Phukuy y lo miró con reprobación. Phukuy le dijo: “Eso es solo un cuento. ¡Seguramente, yo sí te gano!”. “Es posible”, contestó el Sol apaciblemente y agregó: “pero nunca más reacciones así con quien cuenta una vieja historia, y menos si es una anciana desvalida”.

Phukuy se sintió muy avergonzado y salió como impulsado por el viento… eh… bueno, en este caso impulsado por sí mismo.

Phukuy buscó por los alrededores y encontró una pequeña casa de adobes y techo de paja. La única puerta y la única ventana estaban cerradas, pero tenía rendijas por donde Phukuy pudo colarse fácilmente. Los niños se quejaban por el frío y la abuela los consolaba con dulces palabras:

“Les prometió que algún día encontraría la forma de mantenerlos calientes incluso en la noche más helada.”

Como la abuela no podía ver, trató de apagar la vela pero su mano no daba con ella, así que Phukuy voló sobre la vela y la apagó. La abuela, como si supiera quién la ayudó, sonrió.

Phukuy salió de la casita con ganas de llorar. Esa familia era muy pobre y él no podía ayudarlos. Si soplaba, traía el frío o apagaba su pequeña fuente de luz. Se sintió más derrotado y frustrado incluso que luego de escuchar el cuento de la abuela. Encontró unas pocas hojas secas y se puso a jugar con ellas sin entusiasmo. Pensaba y pensaba en cómo ayudar.

La Luna atestiguó su preocupación y quiso intervenir. Pero el Sol le había pedido que no lo hiciera: “A veces es bueno reflexionar. Mirar en tu interior”, la calmó.

Al amanecer, Phukuy se encontraba aún más desolado. “¿Estás bien?” le preguntó el Sol que aparecía majestuoso entre las montañas. “Pasé toda la noche pensando en cómo ayudar a esa anciana y sus niños, pero solo conseguí ser un viento helado y darles más frío.”, respondió Phukuy.

Entonces el Sol se compadeció de Phukuy y le dijo:

“Pues yo sé cómo puedes ayudar.”

“¿Cómo?”

“Acompáñame.”

Phukuy lo siguió.

Aunque le disgustaba el ritmo lento del Sol, no dijo nada y esperó comiéndose sus ansias. Phukuy estaba aprendiendo a esperar.

Llegaron a una pampa extensa. A lo lejos, había enormes y esbeltas torres blancas en cuya cabecera había tres aspas girando.

“¿Qué cosa es esto?”, pensó Phukuy. “¡Esas aspas giran con el impuso del viento!”

“Sí, del viento”, le respondió el Sol.

Miles de soplos de viento como Phukuy, pasaban por entre las aspas y las hacían girar.

“¿Para qué hacen eso?”, preguntó asombrado Phukuy.

“Esto es lo que llaman un parque eólico”, respondió el Sol.

“¿Parque eólico? ¿Qué es eso?”

“Es un lugar donde soplos de viento como tú generan electricidad para la gente. Como la abuela y sus nietos.”

Phukuy se entusiasmó tanto con esa noticia que atravesó veloz las aspas una y otra vez. Luego regresó ante el Sol con una nueva pregunta.

“¿Y cómo ayuda a la gente que estas aspas se muevan?”

El sol contestó: “Las aspas generan una energía que puede convertirse en luz para la noche, además de una fuente de calor para combatir el frío.”

Phukuy no cabía en su felicidad y volvió a atravesar una y otra vez las aspas. Hasta que, al poco rato, regresó ante el Sol con otra interrogante.

“¿Por qué aún no ha llegado esa energía a casa de la abuela?”

El sol respondió: “Justamente por eso te traje hasta aquí, Phukuy. Tú serás el encargado de producir y llevar la energía del viento para que muy pronto la abuelita y sus nietos ya no tengan que pasar frío.”

Phukuy contento dijo: “¡Y tendrán luz en la noche!”

“¡Exacto! Y esa ya no podrás apagarla tan fácilmente, ja ja ja…”, dijo el sol

Phukuy encontró, por fin, un lugar donde quería estar para siempre. Tal vez en algún momento podría extrañar sus juegos y travesuras, pero ahora sabe que es útil y que su esfuerzo puede ayudar a los demás.

Eso llenaba profundamente su corazón y era muy feliz imaginando que entraba a casa de la abuela y encontraba bien abrigados a los niños gracias a la calefacción, y el rostro de la abuela feliz bajo la luz de una lámpara.

Tal vez la abuela no podía ver, pensó, pero sabrá que los suyos tienen mejor calidad de vida.

Eso le daba no solo felicidad sino sentido a la vida de Phukuy.

En ambos extremos del mundo, la Luna y el Sol sonreían satisfechos.


FIN


martes, 19 de julio de 2022

Las dos ranas




Sucedió que vivían en el Japón dos ranas. Una de ellas vivía en una zanja a un lado del camino y cerca de la ciudad de Osaka, la cual estaba en la costa del mar, mientras que la otra vivía en un pequeño arroyo que corría a través de la ciudad de Kioto.

Estas ranas vivían tan alejadas, que nunca habían oído hablar la una de la otra; pero un día, por extraño que parezca, se les metió en la cabeza la idea de que les gustaría ver un poco de mundo.

-Salta, salta; cuanto más saltares, llegarás a Kioto antes de que te pares, -cantó la rana, que vivía en la zanja de Osaka; mientras que precisamente al mismo tiempo estaba cantando la otra rana de Kioto:
-Salta, salta, cuanto más saltares, llegarás a Osaka antes de que te pares.

Y ese mismo día, ambas partieron -brinca, brinca lo más que brincares- por el camino que corría entre Kioto y Osaka. Una de las ranas partió de una ciudad y la otra de la otra ciudad.

Sabían muy poco acerca de viajes y el camino les pareció mucho más largo de lo que habían pensado; pero poco a poco avanzaron brincando constantemente al compás de su canto.

Hacia la mitad del camino, entre las dos ciudades, se alzaba una alta montaña por la que había que subir.

-Ranita, salta que salta, que así llegarás a la parte más alta, -cantaron ambas ranas.

Necesitaron muchos brincos para alcanzar la cima de la montaña; pero, finalmente, con un gran salto se encontraron en la cumbre. Cada una de ellas se sorprendió grandemente al ver ante si a otra rana.

-¡O-ha-yo (buenos días), honorable amiga! -dijo la rana procedente de Osaka. -¿A dónde vas brincando tan aprisa y de que ciudad vienes?
-¡O-ha-yo, honorable amiga! -contestó la otra; -yo soy de Kioto y vengo brincando con el objeto de visitar Osaka. ¿A dónde vas tú?
-¡Esto es muy raro! -dijo la primera rana. -Soy de Osaka, y estoy saltando ahora para ver a Kioto, por que creo que es tiempo de que conozca algo más de este maravilloso país.
-Sí, yo pienso lo mismo, y es por esto que he emprendido este viaje, -dijo la segunda rana-. Pero ahora que nos hemos encontrado, descansemos bajo este alto pino, porque estoy sin aliento de tanto subir.
-Sí, -convino la otra-, estoy muy cansada también. ¡Qué bello sería que pudiéramos ver desde la cima de esta montaña esas ciudades, y así no tendríamos que brincar hasta tan lejos!
-¡Lástima que no seamos grandes! -dijo la rana de Osaka-, entonces veríamos las dos ciudades desde aquí.
-¡Oh! podemos fácilmente hacernos más altas, -dijo la rana de Kioto-. Podemos levantarnos sobre nuestras patas traseras y recargarnos la una en la otra para guardar el equilibrio, mientras estiramos nuestras cabezas tan alto como nos sea posible. Entonces cada una de nosotras puede mirar para abajo y ver la ciudad hacia la cual se dirige.
-¡Vaya qué idea más excelente! -dijo la rana de Osaka, y levantándose inmediatamente sobre sus patas traseras puso las delanteras en los hombros de su amiga.

La rana de Kioto se paró igualmente, y helas ahí alargándose lo más que podían mientras se sostenían recíprocamente, de manera que no pudieran caerse.

La rana de Osaka volvió su nariz hacia Kioto, en tanto que la de Kioto lo hizo hacia Osaka; pero estas tontas olvidaron que sus grandes ojos saltones estaban en la parte posterior de sus cabezas, y aunque sus narices apuntaban hacia los lugares a donde querían dirigirse, sus ojos en realidad miraban para atrás, hacia los lugares de donde provenían.

¡Ay de mí; ay de mí! -gritó la rana de Osaka-: Kioto es exactamente igual a Osaka. Es indudable que no vale la pena brincar para allá. Regresaré a mi casa.

-¡Ay de mí; ay de mí! -gritó a su vez la rana de Kioto-, yo puedo decir lo mismo, porque si hubiera sabido que Osaka era justamente como Kioto, nunca hubiera dejado mi casa y saltado sobre todo este largo y aburrido camino.

Entonces cada una de las ranas apartó sus patas delanteras de los hombros de la otra.

¡Sa-yo-na-ra (Adios), honorable amiga! -dijo la rana de Osaka-, deseo que tenga usted un feliz viaje de regreso a casa.

¡Sa-yo-na-ra, honorable amiga! -contestó la rana de Kioto-, le deseo que llegue usted bien a su casa.

Y ambas a la vez bajaron la falda de la montaña a saltos y, salta que salta, salta que salta, regresaron nuevamente a sus propios hogares, y creyeron hasta el fin de sus días que Osaka y Kioto, que son realmente dos lugares completamente distintos entre s{i, se parecían tanto como dos guisantes de una misma vaina.

FIN

Tomado de: Duraznito, de Georgina Faulkner. Año 1956.

“El Yerno de la Pachamama” Adaptada por Cynthia Hoetzer

 



 

Había una vez un joven muy, muy pobre a quien le gustaba cazar vicuñas. Pasó todo un día caminando por el cerro y por la tarde se sentó para descansar un poco. Estaba por dormirse cuando de repente, se le apareció una chica muy linda. Era bellísima, pequeña, con ojos negros muy grandes y pestañas largas. La chica le hizo pensar en una vicuña. Llevaba un vestido nuevo y aretes de plata. Ella se acercó y le preguntó al joven:

–¿Qué estás haciendo acá?

– Estoy cazando vicuñas– le respondió a la chica.

– ¿Por qué quieres matar a las vicuñas? ¿Qué mal te han hecho? – le dijo con voz triste.

– Soy pobre, por eso las mato. Vendo su cuero y su lana para poder comer- le explicó el joven.

Entonces la chica le dijo:

–Cásate conmigo y serás rico. No tendrás que matar más vicuñas - Al chico le pareció una buena idea y aceptó.

–Tenemos que pedir permiso a mi madre primero. Ella está aquí cerca, entre los cerros. Ella es la Pachamama– dijo la chica.

Después de caminar un poco, encontraron una roca grande y allí apareció una mujer vieja, alta, y flaca. Era la Pachamama.

– Cásate con mi hija si quieres – le dijo al joven – pero te quiero decir dos cosas.

Primero, quiero que la trates bien y segundo, debes comprender que mi hija nunca come. Ahora puedes ir con ella y mañana se despertarán en una casa linda.

Al día siguiente la joven pareja se despertó en una casa hermosa en las montañas. Tenían muebles de madera, espejos dorados, almohadas blancas, y mantas de lana fina de muchos colores. Además tenían platos de oro, cucharas y cuchillos de plata, y un armario lleno de ropa nueva. Por primera vez en su vida el joven se vistió de traje blanco, botas de cuero negro, un sombrero bueno y un poncho de lana de vicuña.

Allá, en su tierra, tenían abundancia de maíz, habas, papas, ovejas, y una manada de llamas. ¡Qué feliz estaba el joven con su vida nueva!

Pasó el tiempo y la pareja tuvo un hijo y después una hija. Eran idénticos a su madre: hermosos, con ojos grandes y pestañas largas. El joven estaba contento, pero se preocupaba porque su mujer nunca comía. Tenían bastante comida pero ella nunca quería comerla.

Tampoco comían sus hijos. Esto lo preocupaba muchísimo así que un día decidió seguirla para ver dónde y cómo pasaba el día. Se escondió detrás de unas rocas grandes en el cerro. Pasó un rato y el joven vio a su mujer y sus hijos. Los siguió por el cerro, escondiéndose detrás de rocas y plantas cuando fue necesario.

Vio algo muy extraño. Su mujer y sus hijos se arrodillaron en el campo, inclinaron las cabezas, y apoyaron sus manos en la tierra. Después de un momento así, sus cuellos empezaron a crecer y los brazos y las manos se alargaron. Desapreció su pelo y su ropa y los tres se convirtieron en vicuñas. ¡Empezaron a comer el pasto! ¡Qué contentos estaban así!

El joven se puso de pie y gritó

–¡Me has engañado! ¡No eres una mujer, eres una vicuña!

Le tiró una piedra y las tres vicuñas salieron corriendo mientras el hombre las perseguía gritando y quejándose

– ¡Vuelvan! ¡Vengan acá! – gritaba en voz alta.

Pero las tres vicuñas escaparon en la niebla del cerro. El hombre las siguió corriendo, gritando, resbalando, y cayendo en el camino. Por fin se cansó y se sentó abrigado en su poncho fino porque hacía mucho calor. Se durmió así y cuando se despertó, el poncho no estaba. Tampoco tenía sus botas. En cambio llevaba sus sandalias viejas. ¡Adiós a su traje blanco, sus botas negras, y su sombrero bueno! Se quedó como al principio, con su ropa pobre y en el mismo lugar donde vio a la hija de la Pachamama por primera vez.

Nunca pudo encontrarla otra vez, ni a sus hijos, ni la casa bonita. Cuando volvió a su pueblo y contó su historia a sus amigos, nadie lo creyó. Pensaban que lo había soñado todo.

Aunque el joven insistía que habían pasado tres o cuatro años, le aseguraron sus amigos que había salido esa misma mañana a cazar vicuñas.

 

FIN

domingo, 17 de julio de 2022

Una Historia China

 



 

Hace muchos años vivía en China un joven llamado Mogo, que se ganaba la vida picando piedras en las calles, bajo el sol y la lluvia.

Resultaba muy duro su trabajo, pero Mogo era sano y fuerte: podría haber sido feliz. Sin embargo estaba muy disconforme con su suerte y no hacía más que quejarse de la mañana a la noche.

Su ángel guardián veía con pesar cómo su protegido despreciaba todo lo bueno que le había ofrendado el Señor y envidiaba a los que eran más que él: temía que el alma de Mogo se desfigurase y terminara por dañarse.

Por eso una noche que el picapedrero dormía el ángel extendió sus grandes alas blancas y se elevó hacia el Cielo. Se prosternó ante el Señor y le suplicó que concediera a Mogo la gracia de convertirse en un poderoso caballero, de manera que no tuviera que envidiar a nadie y salvar así su alma.

-Lo concedo –respondió el Señor-. Y de ahora Mogo tendrá todo lo que desee.

Al día siguiente Mogo estaba dedicado a su trabajo, cuando de pronto quedó envuelto en una nube de polvo levantada por un grupo de jinetes que escoltaban una litera en la que viajaba un noble, cuyo traje bordado en oro y piedras preciosas brillaba al sol.

Pasándose la mano por el rostro sudoroso y sucio, Mogo dijo con amargura:

-¿Por qué no seré noble yo también?

-¡Lo serás! –murmuró su ángel invisible con intima alegría.

Y Mogo fue dueño de un palacio suntuoso y de tierras interminables, y tuvo servidores y caballos.

Acostumbraba salir todos los días con su impresionante cortejo para ver cómo la gente, sobre todo sus antiguos compañeros se alineaba respetuosamente al borde de la calle.

Una tarde de verano recorría la campiña con su escolta. El calor era insoportable, y bajo su sombrilla dorada Mogo sudaba ni más ni menos que cuando picaba piedras. Entonces pensó que en realdad no era el más poderoso del mundo: sobre él había príncipes y emperadores, y aún más alto que éstos estaba el sol, que no obedecía a nadie y era el rey del firmamento.

-¡Ay, ángel mío!, ¿por qué no seré el sol? –lamentóse Mogo.

-¡Pues lo serás! –exclamó el ángel dulcemente, pero con gran tristeza ante tanta ambición.

Y Mogo fue el sol, como era su deseo.

Mientras brillaba en el cielo en todo su esplendor, orgulloso de poder madurar las cosechas y las frutas en la tierra o de quemarlas a su antojo, un punto negro avanzaba hacia él.

La mancha oscura crecía mientras avanzaba. Resultó ser una nube grande que extendía sus negros velos ante el disco luminoso del sol. El astro rey lanzaba sus rayos más potentes contra la nube que lo ofuscaba, tratando de incendiarla. Pero las tinieblas se hicieron más intensas y descendió la noche.

-¡Ángel! –Bramó Mogo- ¡La nube es más fuerte! ¡Quiero ser nube!

-¡Lo serás! –respondió el ángel.

Mogo, siendo nube, se desencadenó.

-¡Soy potente! –gritaba, oscureciendo el sol.

-¡Soy invencible! –tronaba, persiguiendo con ahínco las olas.

Pero en la costa desierta del océano se alzaba una roca inmensa de granito, anciana como el mundo.

A Mogo le pareció que la roca lo desafiaba y desencadenó una terrible tempestad. Las olas enormes y furiosas, golpeaban contra la roca como si hubieran querido arrancarla de la costa para sumergirla en el seno del mar.

Pero, firme e impasible allí estaba la roca.

-¡Ángel! –Sollozaba Mogo- ¡La roca es más fuerte que la nube! ¡Quiero ser roca!

Y Mogo fue roca.

-¡Quién podrá ganarme ahora? –decía.

Una mañana, Mogo sintió un dolor agudo en sus raíces de piedra, y en seguida un desgarrón como si una parte de su cuerpo de granito se desprendiese de él- Luego sintió golpes sordos, insistentes, y más desgarrones… Loco de espanto, gritó:

-¡Alguien me está matando, ángel! ¡Yo quiero ser como él!

-¡Y lo serás! –exclamó el ángel llorando.

Y así fue como Mogo volvió a ser picapedrero.


FIN

 

 

 

miércoles, 8 de junio de 2022

El zorro y el buitre

 



Antiguamente todos los animales hablaban, tenían sus primos, sus sobrinos, sus compadres.

Un día el zorro se encuentra con su sobrino el buitre y le dice:

-¿Qué haces sobrino?

-Aquí estoy -le contesta-; qué nublado está el día.

-¿Y cómo vos, sobrino, tienes la dicha de volar tan alto y conoces todos los lugares?

-Cosa fácil -se dice que le contesta el buitre-: consígase dos lapas (bases de calabaza, muy grandes, se usan como platos), dos piyolas (pitas, o cuerdas) y una guatopa (aguja de coser, muy grande)

El zorro ilusionado por conocer los lugares, lo saca de donde sea las cosas pedidas por su sobrino:

-Ya, aquí están las lapas y las piyolas, enséñame a volar.

Entonces el buitre le cosió las lapas muy fuerte a sus costillas del zorro; le dolían sus costillas y gritaba:

-¡Ay, ay, ayayau, sobrino, no me piques con esa guatopaza!

-Aguántate, tío, con esto va usted a volar. 

-¿Ya? -así preguntaba el zorro.

-Espérese un momentito -le contesta el buitre-. Ya ahora si ya estamos listos para volar. Haga usted la prueba.

-No puedo -le contesta el zorro.

-Entonces le voy a cargar hasta que vea lugares, luego le suelto y usted vuela. Échate tío en mi espalda y yo vuelo -le dice el buitre.

Entonces el zorro se echó a su espalda y comenzó a volar.

-¿Ya viste lugares? -le pregunta.

-Todavía -contestó el zorro.

-¿Ya viste lugares o todavía? 

-Ya, ahora ya. Suéltame sobrino.

Y lo soltó.

Entonces el zorro baja en tremenda velocidad y grita de miedo:

-¡Me mato, me mato, tiendan mantas, tiendan pellejos!

Y cuando se cayó al suelo la gente lo molió a palos, y decían:

-¡éste ha sido el maldecido que se ha comido nuestras ovejas y nuestras pobres gallinas!


FIN


Contado por José Rufino Rodríguez Silva, de La Collona.

Los siete consejos



Un joven viajó a la costa a trabajar y llegó donde un viejito. Ahí trabajó siete años y cuando se llegó el plazo para que se regresara, el patrón le dijo:

-Te doy ocho días para que tú escojas entre siete consejos o siete costales de plata.

Entonces el joven preguntaba a muchos de sus amigos cuál sería mejor, los siete consejos o los siete costales de plata. Todos le decían que la plata; pero el último día le dice un viejito:

-Los siete consejos te resulta más. 

Y se fue, el día ocho le dice a su patrón:

-Quiero los siete consejos.

-Entonces ven acá -le contestó el patrón-. Escucha: no preguntes sin que esté en tu necesidad; no dejes lo viejo por lo nuevo; no firmes papel sin que lo leas; no tomes agua sin ver; la cólera de ahora guárdala para mañana; los secretos de tu pecho nunca cuentes a tu amigo. Siete consejos, siete virtudes ganarás. 

Después de recibir estos consejos, el joven se despidió y, ande y ande, llegó a una casa donde lo estaban pegando a una señorita. Se acordó del primer consejo, no preguntó. Salió de ahí y habían dos caminos, uno nuevo y uno viejo: siguió por el viejo. Lo llevaron a un tribunal y quisieron que firme un papel, lo leyó y no firmó. Le invitaron a tomar agua y no tomó sin ver: era sangre. Entonces tuvo cólera, pero lo guardó para el día siguiente. Se encontraba con sus amigos y le preguntaban qué es lo que había ganado y él les decía:

-De siete consejos, siete virtudes.

Cuando estaba caminando por un camino bonito se encontró con una señorita, la cual le dijo:

-Amor de mis amores, vida de mi vida, tú me salvaste con los siete consejos: estaban pegándome y tú no preguntaste por qué; caminaste por el camino que era viejo y fue mi encanto; no firmaste el papel porque era la sentencia de mi muerte; no tomaste lo que te dieron, porque fue mi sangre; tuviste cólera y lo guardaste para el día siguiente; te preguntaron secretos y no contaste. Siete consejos, siete virtudes ganaste; treinta costales de plata te lo darán al llegar a tu casa, sube a mi carro y vamos juntos.

Caminaron un trecho y mandaron avisar que los esperaran y, cuando llegaron, celebraron una gran fiesta por su regreso, que con siete consejos sacó treinta sacos de plata, hubo casamiento y vivieron muy felices.


FIN


Recogido por José Cotrina Honorio, de San Marcos.