jueves, 28 de octubre de 2021

LA NIÑA DE LAS TRENZAS AZULES

 







De un viejo baúl de antigüedades saqué unas trenzas azules, que fueron a parar a la cabeza de una niña que hacía de pajarera en una pieza de teatro infantil, al finalizar el año escolar.

Como consejo final, ya saliendo a escena la muchachita, alcancé a decirle:

-Ahora, Margarita, solo falta que te enciendas, que irradies, que pongas tu alma. ¿Comprendes?

La niña salió cantando y bailando con un pajarito de lata en una mano y en la otra una jaula vacía.

El pájaro de lata parecía haberse despertado. Daba la sensación de que realmente cantaba para que su amita no lo destinara al encierro de esa jaula.

¡Qué bien estaba Margarita!

Cuando terminó el acto, le dije:

-Margarita, ¡cómo quisiera verte así toda la vida, con tus trenzas azules y tus ojos castaños en un maravilloso complejo de belleza!

Lo que recuerdo de entonces es que todo el cabello se le puso azul, como si viviéramos la fantasía de un cuento de hadas.

La muchachita buscó un espejo para mirarse por primera vez y quedó encantada de si misma.

Pasaron los días, diré mejor los años. Nunca más supe de aquella pajarera que bordando los límites del recuerdo, saltaba siempre a escena.

De repente, como es de pequeño y angosto el mundo, me la encontré un día en el parque de recreo de una gran ciudad, trepada en una escalerilla, bajo un lindo cartel de pájaros pintados. Ahora si de verdad en el oficio. Vendía pájaros.

Sus trenzas azules me la dibujaron otra vez en escena y para animar aquel bellísimo cuadro del encuentro, dije:

-¿Y dónde están tus pájaros y sus jaulas?
-Aquí -dijo-, señalándose el pecho.
-Pero entonces, ¿Qué es lo que vendes? ¿Canciones?
-¡Pájaros! -contestó entusiasmada-. Pájaros, pero sin jaulas.
-¿Pájaros? -repetí alelada-. Me dio la sensación de que la muchachita aquella había enloquecido. No tenía nada que vender. Sólo una canasta llena de papeles de color cortados en cuadrados y rectángulos.

Se creía vendedora de pájaros sin jaulas.

¡Cuánta tristeza invadió mi alma! Que esta niña de tantas promesas viviera la vida de una boba, me dio un vuelco el corazón.

-Los hago a gusto del cliente -agregó.

Pensé entonces, que el plegado del papel aprendido con cariño en la escuela (ella tenía el mejor cuaderno) fascinaba a los niños y le había señalado a Margarita su destino.

Mas animada le dije:

-Bueno, de algo se vive. Es un trabajo honrado.

Pensar que esta nimiedad que se hace jugando, pero explotada con entusiasmo y seriedad, puede servir para ganarse la vida.

Ella no dejaba de sonreír.

Mientras hablábamos, dos niñas se acercaron a comprar canarios-

-Uno rojo y otro azul -dijeron, y se pusieron a jugar en la linda y tentadora escalerilla mientras esperaban sus canarios de papel.

Claro, siendo de papel no interesaba el color.

En el tiempo en que estuve como distante de las dos chiquillas, subiendo y bajando mi alma por aquella escalerilla de ilusión, la pajarera había terminado sus aves y en realidad eran canarios vivos. Lo supe por el canto limpio y musical con que la premiaron la exclamación de las niñas:

-Qué lindos!

Asombrada miré como cada avecilla dócil fue puesta en la mano de las niñas, mientras ella, la pajarera, se guardaba el dinero tintineante en los bolsillos.

-¿No estaré soñando? -dije-. Me pellizque. Mi sangre ardía.

Después, una viejecita llamó pidiendo un tordo:

-Se ha comido el gato el tordo de la dueña de casa, si no lo encuentra mata al gato y me mata a mí -decía la viejecita parlanchina con su traje de colores desmayados y una linda sonrisa.

Margarita envolvió un papel de lustre negro, hizo unos cuantos malabares con los dedos y luego otra vez, el ave trepó al hombro de la anciana que a pasito menudo se perdió por la ancha y soleada avenida.

Luego fue un viajero que quería llevarse de recuerdo una santarrosita, la avecilla que borda con sus patitas amarillas encajes de ilusión y de finura sobre la tierra recién amanecida.

La vendedora trenzó dos trozos de papel, uno negro para la espaldita del ave y una franja blanca para matizar el pecho y las alitas; y ya está, se lo entregó al feliz viajero que decía:

-Tengo una niña de seis años que colecciona pájaros. Donde quiera que yo vaya, le llevo alguno, extraño por supuesto. No le atraen las muñecas.

No salía de mi asombro.

Se puede ser diseñadora de modas, por ejemplo, reveladora de fotografías, fabricante de flores artificiales, vendedora de flores naturales, obrera de taller, creadora de música, pintura y poesía; pero ¿creadora de aves?

¿Puede el Señor haberle enseñado a esta criatura que pasó por mis manos su secreto, su propio oficio?

Al final, casi huyendo de mi misma, dije:

-Adiós Margarita, me gusta tanto tu trabajo, que si no fuera porque tengo al igual o parecido al tuyo, el tener que arreglarme con los niños, te juro, que compraría otra escalerilla como la tuya y vendría a ayudarte. ¡Es tan hermoso tu oficio!

La pajarera buscó en el fondo de su canasta el pájaro de lata de aquella vez en que salió cantando y me dijo:

-¿Se acuerda?... No me he separado nunca de él, ni del recuerdo. El hizo nacer en mí el deseo de ser lo que ahora soy. Lléveselo.

Me alistaba a recibir el pajarillo de lata, cuando terminando de limpiarlo con un breve plumerito dijo:

-Ahora, pajarito, solo falta que te enciendas, que irradies, que pongas tu alma. ¿Comprendes?

Y el lindo ruiseñor empezó a cantar.

Al alejarme, una bandada de pajarillos sueltos llenó el aire de colores y de música como si me abrieran el camino o despidieran al pájaro de lata...

Mi pajarera de las trenzas azules se quedó tan contenta.

Rosa Cerna Guardia

Tomado de: La literatura Infantil en el Perú, de Francisco Izquierdo Ríos. Casa de la Cultura del Perú. Año 1969. Páginas: 70 a 74. 

La guerra de los animales

 



Hace mucho tiempo todos los animales de la selva, divididos en dos bandos, estaban en guerra. Nadie sabía los motivos de la guerra ni se interesaban en saberlo. Lo único que recordaban era que quienes iniciaron la pelea fueron los pumas y los sapos.

La gente comentaba que todo empezó aquel día en que un puma se acercó a la orilla del río a tomar agua y, sin querer, pisó la cabeza de un sapo que se encontraba tomando sol sobre la yerba. Este, alzando la voz, le reclamó diciéndole:

-¡Oiga! ¡Está ciego o qué! ¿No ve dónde pone su pataza cochina?

El puma, al escuchar semejante insulto, volteó y de un golpe lo empujó al agua. Luego de ese incidente, ambos se fueron y empezaron a formar dos bandos. Los sapos pidieron ayuda a las hormigas, alacranes y pirañas.

También buscaron a los tábanos para pedirles apoyo; estos, en señal de aceptación, prometieron zumbar día y noche en el aire para fastidiar a los pumas.

El bando de los sapos además logró la adhesión de las arañas y las avispas. Las arañas, apresuradas y silenciosas, empezaron a tejer sus telas para usarlas como trampas fatales. Las avispas, en grupos pequeños, atacaban a los felinos haciéndoles la vida imposible.

Por su lado, los pumas consiguieron la participación de las terribles culebras, los lobos, añaces, sajinos y de los cocodrilos que, emocionados con la idea de la guerra, dieron zambullidas y chapoteos en las aguas de los ríos.

Cada uno de estos dos bandos tenía algo que los caracterizaba:

Los sapos se unían cada vez más con animales pequeños, insignificantes, invisibles, que se agrupaban en los territorios bajos, como las llanuras, y a orillas de lagunas y ríos. En cambio, los pumas se asociaban con animales más grandes, poderosos y terribles, que se iban reuniendo en las regiones altas, como montes y cumbres de montañas.

Así estuvieron por mucho tiempo, sosteniendo una guerra que cada vez los exacerbaba más y más.

Hasta que, felizmente, un día, una anciana y sabia tortuga presentó esta sugerencia:

-Que cada bando elija un animal para que pelee y se sepa quién ganará la guerra.

Los grandes escucharon y aplaudieron fuertemente esta propuesta. Los pequeños hablaron entre sí y luego de una corta deliberación también aceptaron la idea.

Muy rápido, en el lado de los grandes, se llevaron a cabo varias reuniones en las que unos y otros se peleaban por salir elegidos.

Cada animal decía tener más fuerza y astucia para vencer a los contrarios.

El primero en disputar el puesto fue el cocodrilo que, con voz ronca, gritó:

-¡Creo ser el rival indicado!

-Deja primero de mover tu cola, que fastidia –se atrevió a decir el mono, al que apenas se le veía porque se encontraba colgado en una rama.

-¿Eh? –frunció las cejas el saurio.

-La verdad. Tú no asustarías a nadie. Eres muy pesado para pelear –dijo ahora el mono.

Al escuchar esto, el cocodrilo, llenó de furia, derribó con la cola el árbol donde estaba el mono y las aves salieron volando para ponerse a salvo.

Entonces, apareció una terrible culebra de lomo pintado como si fuera mariposa y haciendo centellar sus ojos ante todos, habló casi silbando:

-¿Quién resiste el hechizo de mi mirada? ¿Quién mi veneno que mata?

Al escuchar esto, los venados echaron a correr por el campo, muertos de miedo.

-¡Basta! –gruñó levantándose, majestuoso, el tigre otorongo. Se afiló las uñas en las piedras y, sin mirar a nadie, continuó:

-¡Que se acabe esta ridícula pelea! ¿Quién es más fuerte entre los presentes que el señor otorongo? ¿Quién?

Dio un salto y se pasó mirando fijamente a cada uno de los asistentes.

Nadie se atrevió ni siquiera a respirar, menos a oponerse a lo que decía tan importante señor. En consecuencia, acordaron nombrarlo a él como representante.

Al terminar la asamblea, el tigre otorongo sonrió con desprecio saboreando su hazaña. Y allí se quedó, torciéndose calmosamente los bigotes.

Mientras los grandes discutían quién sería el representante de la pela, en el bando de los sapos todos estaban en silencio. A los pequeños se les veía correr de un lado para otro, agachados, como llevando o trayendo algo. Nada se sabía del modo como elegirían al que iba a enfrentar al enemigo. Un gran secreto, oscuro como la noche de la selva, cubrió el nombre del combatiente. En la tienda de los grandes, nadie se preocupó de averiguarlo.

Mientras tanto, los animales de uno y otro bando limpiaban el campo, quitaban hojas, medían linderos. Los grandes prepararon una gran fiesta para celebrar la victoria y recibir al héroe.

Las orquestas de música tenían contrato para toda la noche y el amanecer siguiente.

Hasta que por fin llegó el día de la pelea. Desde las primeras horas de la mañana, los alrededores de la chacra se fueron llenando de animales que se ubicaron en los árboles, montes cercanos, ríos y maleza. En poco tiempo, los contornos estuvieron cubiertos de garzas, monos y culebras. Los peces se acercaron hasta una pequeña laguna donde se juntaron también los lagartos.

Había un enorme entusiasmo en los grandes y nerviosismo en los pequeños. Era, en verdad, un gran acontecimiento. Era, por fin, el término de la guerra. Todos estaban alegres. Como no sucedía desde hacía tiempo, se sonreían y se saludaban con amabilidad.

Y llegó, por fin, la hora indicada.

Sin dejarse esperar, apareció el tigre otorongo saltando desde una inmensa rama. Hubo un gran aplauso y gritos de júbilo de parte de sus compañeros.

Todos miraban a uno y a otro lado para ver aparecer al desconocido adversario de tan importante rival, pero no se producía ningún movimiento especial en ninguna parte.

-¿Me tienen miedo los del bando contrario que no envían a su representante? –rugió el tigre y se rió burlonamente.

En ese mismo instante, en la parte más sensible de la entrepierna sintió que lo hincaban. Volteó ágil como un rayo al sentir el dolor.

Su rival era el diminuto izango, armado de su filuda saeta. El animalito corría ahora de un lado a otro por la panza y el lomo del otorongo dándole muchos hincones.

En pocos minutos, el tigre otorongo corría, saltaba se daba volatines y gritaba al sentir los pinchazos del izango. Todos los animales estaban asombrados. Parecía que el tigre otorongo había enloquecido bajo el efecto de alguna bebida elaborada por los sapos. Pero estos, alzando la cabeza, dijeron el nombre del luchador, nombre que empezó a correr de boca en boca por todos los pueblos mientras el tigre otorongo rugía como loco girando y manoteando en el aire, luchando contra alguien que parecía invisible porque ningún manotazo le llegaba.

El izango, para terminar con la pelea, pinchó en la cara a su enemigo, y éste cayó dando un gran grito.

Los animales de uno y otro lado vieron cómo el tigre otorongo, el animal que había hecho alarde de su fuerza y bravura se desplomaba pesadamente en el suelo, con las patas abiertas y cogiéndose los ojos.

Así ganaron la guerra los animales más pequeños.


FIN 

Plumas al viento





Cuenta una vieja historia judía que había cierto maestro que tenía mucha sed por el conocimiento y un día se enteró que no muy lejos del pueblo vivía un hombre sabio y entonces decidió ir en busca de aquel sabio para saber si era verdad lo que decían de él.

Al llegar al lugar donde moraba el sabio se dio con la sorpresa de que era una humilde morada y bueno se dijo así mismo:

"No es lugar para un sabio..."

Luego de meditar algún tiempo, decidió tocar la puerta y una voz desde dentro dijo: "Adelante".

El maestro al entrar fue invitado por el sabio a sentarse y tomar con él una taza de té, pero sucedió que mientras el sabio iba echando el té lentamente el maestro notó que se iba a derramar y cuando esto sucedió el maestro le gritó al sabio:

"Es imposible que un sabio se equivoque de tal manera"

A lo que el sabio le contestó:

"No puedo enseñarte nada porque al igual que está taza de té tú has venido lleno de conocimiento y cualquier cosa que yo quiera enseñarte será derramada".

Entonces, el maestro que no entendió en ese momento el significado de lo que había intentado transmitirle el sabio decidió irse a su casa y no contento con eso, empezó a hablar mal del sabio por todo el pueblo, contando mentiras acerca de él. Con el tiempo, aquel chismoso se dio cuenta de que había actuado mal. Fue a pedirle perdón ́al sabio y le preguntó cómo podía remediar su error.

El sabio le pidió una sola cosa: tenía que agarrar una almohada, abrirla con un cuchillo y esparcir al viento las plumas que tenía adentro. El chismoso se quedó extrañado, pero decidió complacerlo. ́Luego volvió a ver al sabio y le preguntó:

-¿Ya estoy perdonado?
-Primero tienes que ir a recoger todas las plumas —respondió el sabio.
-¡Pero eso es imposible! El viento ya las ha dispersado —protestó el chismoso.
-Pues igual de imposible es remediar el daño que has causado con tus palabras —concluyó el sabio.

La lección no puede estar más clara:

Una vez que dejamos salir las palabras, no podemos recuperarlas, y a menudo nos resulta imposible arreglar el daño que causan. Por eso, antes de contar cualquier cosa sobre alguien, recordemos que estamos a punto de soltar plumas al viento.

FIN

Tomado del Blog: Plumas al viento. 

miércoles, 27 de octubre de 2021

EL ZORRO Y LA HUALLATA




Un viento agudo soplaba sobre las colinas grisáceas de la puna, sacudiendo la escasa paja que las cubría. En el horizonte la fantástica dentadura de la cordillera semejaba una interminable fila de cabezas de indios.

La Huallata, gruesa y corpulenta, paseaba majestuosamente, igual que una matrona, seguida por sus polluelos. Se detuvo junto a una pequeña laguna y las huallatitas la rodearon. El Zorro, don Antonio le llaman los cholos, la seguía, atento y despacioso, admirando las patitas rojas, casi color de fuego, de los animalitos.

Al verlo a don Antonio a tamañas alturas, la Huallata no pudo menos que alarmarse. Conocíalo por sus rapiñas y temió por sus hijitos. Pero las actitudes del zorro eran de rara pasividad, parecía ensimismado, contemplaba solamente las lindas patitas color de fuego de las huallatitas. No había salido aún de su asombro doña Huallata, cuando el Zorro se acercó tranquilamente y le habló:

-Buenos días, mamay doña Huallata.

-Buenos días, taytay don Antonio –respondió ella con disimulada aspereza.

Y antes que pudiera decir más, don Antonio, fija siempre su atención en el precioso esmalte de las patitas de sus hijitos, volvió a hablarle:

-¡Atatachau! Mamay, doña Huallata. ¿Y los piececitos de sus hijitos? ¡Qué lindos, como candelita!...

-Sí, pues, taytay –dijo no más doña Huallata, como buena chola, al mismo tiempo halagada y desdeñosa.

Y envolvió en una mirada de orgullo a sus pequeños.

-¡Caray!... ¿Y cun qué cosita les has dado ese colorcito, mamay? ¡Nadis tiene así colorcito!...

Mentalmente don Antonio envidiaba a la feliz ave. Cuánto no daría él porque sus hijos también tuvieran patitas de ese mismo color. Y pensaba en que él también podría gozar de esa gran dicha, si la Huallata quisiera revelarle el secreto de su arte, tan exclusivo de ella, como era esmaltar las extremidades de sus hijitos.

Animado por ese pensamiento, don Antonio prodigó buenos cumplidos a doña Huallata y, finalmente, le dijo:

-¡Caray!... ¡Yo también quisiera que mis hijitos tuvieran ese colorcito de piecitos!... ¿No me dirías, mamay, cun que cosita les das ese colorcito?

-Ah… Con candelita los hago, taytay. Prendo harta leña y cuando está habiendo bastantes brasas, los voy tostando unito por unito…

Don Antonio escuchó abobado y exhaló:

-¡Ah, ha!...

-Sí, taytay. Así puedes hacerlo tú también.

El Zorro hizo un gesto estúpido de aceptación.

-Ajá…

Conforme y satisfecho, don Antonio se alejó pensando maravillado en lo que acababa de aprender. Realmente, se dijo, no estaban sino esmaltados al fuego los piececitos de las pequeñas huallatitas. Preparar rojas brasas, coger uno por uno a sus hijos e irles enrojeciendo los miembros inferiores, le parecía sencillamente un portento.

Desde entonces, el Zorro no abandonó esa idea.

Y cuando llegó a ser padre de graciosos zorritos, orgulloso, feliz, no sabía qué hacer con ellos y pensó en encarnarles los piececitos. Pero esto de encarnarles sólo los pies le pareció después muy vulgar; ¿cómo podría hacerlos iguales a esa chusma de los hijos de la presuntuosa Huallata? No, de ningún modo. Se dijo que sus hijos serían más bellos, y decidió, con gran alborozo, enrojecerlos todos enteros.

-¡Qué caray! –exclamó-. Enteritos van a ser como fueguitos. ¡Qué caray!...

Y, a diferencia de la Huallata, no preparó simplemente brasas, sino que construyó un horno con terrones y piedras. Se aprovisionó de buena leña, bosta seca, calentó el horno al rojo vivo. Hecho lo cual, cogió a sus críos y los metió todos juntos, pese a que los infelices chillaban como unos condenados.

-No griten –decíales el Zorro-. Más bien como fueguitos van a salir coloraditos, bonitos.

Y cerró herméticamente el hueco del horno.

Calculando el tiempo, don Antonio, animoso y risueño, fue a abrir la boca del horno, y vio horrorizado que sus pobres hijos estaban achicharrados.

¡Qué chascos, qué tragedias, ocasionan la fiebre de la vanidad y el ansia de ostentación!

Manuel Robles Alarcón

Huallata: Ave palmípeda de la puna, parecida al pato doméstico, pero mayor en tamaño, de cuello recto y patas más largas.

Atatacháu: Expresión quechua aumentativa de lo bello


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Tomado de: Revista Cultura y Pueblo, No 6, abril-junio, año 1965. Página 34