miércoles, 26 de diciembre de 2018

Los regalos de los enanos (Cuento de los Hermanos Grimm)










Cerca de un pueblecillo compuesto de algunas docenas de casas, había una extensa llanura impropia para el cultivo y en la cual vivía un gran pueblo de enanos. Estos cuyo carácter era bastante maligno, habíanse apoderado de aquel dilatado espacio de tierra y por las noches, junto a sus gazaperas, celebraban grandes bailes, divirtiéndose de lo lindo. Los habitantes del pueblo inmediato guardábanse muy bien de atravesar la llanura después del anochecer, porque quien lo hiciese tenía casi la seguridad de verse obligado por los enanos a tomar parte en su zarabanda infernal y a danzar formando parte del grupo, hasta el primer canto del gallo, sin un solo momento de descanso. Y se comprende, pues, que los pobres aldeanos no quiieran ser víctimas de esta violencia, que los dejaba fatigados para varios días.

Sin embargo, una noche un aldeano llamado el tío Benito, que regresaba, con su mujer, de un campo en el cual estuvo trabajando todo el día, quiso atravesar la llanura en cuestión, con objeto de acortar el camino. Aún no se había puesto el sol y esperaba que los enanos no habrían dado comienzo a su baile; mas equivocó sus cálculos y al llegar al centro de la llanura y junto a las guaridas de los maliciosos hombrecillos, vio a estos últimos diseminados en torno de unas grandes piedras, como si fueran pájaros que se hubieran abatido sobre un campo de trigo. Disponíanse ya a retroceder, cuando a su espalda, oyó el sonido de las trompas de varios enanos que se llamaban unos a otros. Benito comprendió que estaba perdido, empezó a temblar y dijo a su mujer:

-¡Válganos Santa Ana! ¡Dios nos ampare!, porque he aquí que los enanos acuden de todas partes para celebrar su baile nocturno. Nos obligarán a participar de su diversión y temo mucho que mi corazón, ya enfermo, no pueda resistir tanta fatiga.

En efecto, numerosos grupos de enanos llegaban de todos lados y empezaron a rodear a Benito y a su mujer, de igual modo que las moscas de agosto rodean una gota de miel, mas no tardaron en apartarse al divisar la horquilla que Benito empuñaba, y a coro empezaron a cantar:

Hay que dejarles en paz
porque llevan una horquilla.
No hay que meterse con ellos
ni atentar contra su vida.

Benito comprendió entonces que la horquilla que llevaba en la mano era una defensa mágica contra los enanos y así atravesó por entre ellos en compañía de su mujer, sin que le hicieran nada malo.

Tal suceso fue un aviso para los habitantes del pueblo. A partir de aquel día nadie salía después de ponerse el sol, sin empuñar una horquilla, y así, tranquilos y sin temer nada de los enanos, atravesaban los valles y las montañas.

Pero a Benito, lo hecho, le pareció; era hombre de ánimo sutil y estaba dominado por la curiosidad. Además, era el jorobado más alegre que se hubiera conocido en la comarca. Ahora recordemos que no habíamos  dado cuenta del importante detalle de que Benita lucía una hermosa joroba entre ambos hombros, de la que hubiera querido desprenderse con el mayor gusto. Por lo demás, era considerado, por todos sus amigos y conocidos, como hombre bueno, laborioso y excelente cristiano.

Una tarde, arrastrado por su curiosidad, no pudo resistir ya más, y empeñando su horquilla, se encomendó a Santa Ana y a Dios Nuestro Señor, y se dirigió a la llanura. En cuanto los enanos lo divisaron a lo lejos, acudieron corriendo a su lado, gritando entusiasmados:

-¡Es Benito! ¡Es Benito!
-Sí, amiguitos, soy yo –contestó el jovial jorobado-. He venido de haceros una visita de amigo.
-Pues bienvenido –contestaron los enanos-. ¿Quieres bailar con nosotros?
-Dispensadme, amiguitos –contestó Benito-, pero bailáis con demasiado entusiasmo para que pueda acompañaros un pobre enfermo como yo.
-Nos detendremos cuando quieras exclamaron los enanos.
-¿¿Me lo prometéis?- preguntó Benito que, en realidad, sentía el deseo de tomar parte en el baile, a fin de poder envanecerse de ello ante sus amigos.
-Te lo prometemos- contestaron los enanos.
-¿Por la Cruz de Jesucristo?
-¡Por la Cruz de Jesucristo!

El jorobado díjose que tal juramento lo ponía al abrigo de todo suceso desagradable. Por esta razón entró a formar parte del grupo y los enanos empezaron a danzar y a dar vueltas, repitiendo su acostumbrado canto:

Lunes, martes, miércoles
Lunes, martes, miércoles

Al cabo de un rato, Benito se detuvo.

-Con todo el respeto que os debo, amigos míos –dijo a los enanos- vuestra canción y vuestro baile me parecen muy poco variados. Os interrumpís demasiado pronto en la semana y aunque yo no soy hábil poeta, me creo capaz de terminar el pareado.
-¡Vamos a verlo! –exclamaron los enanos.

Entonces el jorobado empezó a cantar:

Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.

Entre los enanos se originó un gran tumulto.

-¿Qué más? ¿Qué más? –repitieron rodeando a Benito-. Eres hombre inteligente y buen bailarín. ¡A ver, repítelo!

El jorobado les complació, cantando:

Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.

En tanto que los enanos giraban con loca alegría. Por fin se detuvieron y, rodeando a Benito, exclamaron a la vez:

-¡Qué quieres? ¿Qué deseas? ¿Riqueza o belleza? Expresa un deseo y te daremos lo que quieras.
-¿Habláis en serio? –preguntó Benito.
-¡Así nos veamos condenados a coger todos los granos de trigo de la comarca, uno a uno, si tratamos siquiera de engañarte!
-Pues bien –dijo Benito-. Ya que queréis hacerme un regalo y me permitís elegir, solo os pido una cosa: que me quitéis el bulto que tengo entre ambos hombros y me dejéis el cuerpo derecho como un huso.
-¡Muy bien! –replicaron los enanos-. Vas a quedar complacido. Ven.

Cogieron a Benito, le hicieron varias piruetas por el aire y luego se lo arrojaron uno a otro, como si fuera una pelota, hasta que al pobre hombre la cabeza empezó a darle vueltas, y aturdido, casi sin aliento, acabó de dar la vuelta completa al grupo. Entonces volvió a verse en pie, mareado y sin saber lo que le ocurría, mas no tardó en observar que su joroba había desaparecido. Era más alto y guapo que nunca, y hasta, incluso, se había rejuvenecido, de modo que nadie, a excepción, quizás, de su madre, habría sido capaz de reconocerle.

Ya se comprende el asombro que sintieron en el pueblo al verle. Nadie quería creer que fuese el mismo Benito. Hasta su propia mujer vaciló un poco antes de permitirle la entrada en su casa. Mas él, con objeto de darse a conocer, le dijo al oído cuántas camisas tenía en el cofre y cuál era el color de las medias que llevaba. En fin, en cuanto todos estuvieron seguros de que era él, quisieron saber qué le había ocurrido y cómo pudo realizarse tal cambio. Pero Benito comprendió que si decía la verdad le considerarían cómplice y amigo de los enanos, de modo que cada vez que se perdiese un buey o una cabra le obligarían a buscarla. Por esta razón contestó a los que preguntaban, que aquella transformación habíase realizado sin que él mismo se diese cuenta y cuando estaba durmiendo en la llanura. Todos los jorobados del pueblo y los que, sin tener este defecto, poseían una figura poca vistosa, le creyeron y, a partir de entonces, fueron a pasar las noches tendidos entre las matas, con la esperanza de despertarse transformados y embellecidos, pero otros comprendieron que allí había un secreto acerca del cual Benito no quería hablar.

Entre estos se hallaba un sastre que tenía el cabello rojo y que miraba de través. Era conocido por el apodo de El Tartajoso, porque, en efecto, tartamudeaba al hablar. Muy al revés de lo que es corriente en los sastres, no era alegre como ellos. El Tartajoso nunca se reía ni cantaba, y era tan avaro que solo se alimentaba de pan de cebada, con bastantes pajas mezcladas con la harina. Además era un mal cristiano, que prestaba su dinero a interés tan crecido, que ya había arruinado a varios pobres labradores de la comarca. El mismo Benito le debía, desde mucho tiempo atrás, cinco escudos que no sabía cómo devolverle. El Tartajoso fue a verle y se los pidió de nuevo. El ex jorobado se excusó, prometiéndole satisfacer la deuda en cuanto en cuanto se hubiese recogido el heno, pero el avaro replicó que no le concedería tal aplazamiento más que a cambio de que le revelara cómo pudo rejuvenecerse y perder la joroba. Obligado así a confesarlo todo, Benito le refirió su visita a los enanos. Díjole cuáles palabras había añadido a su canción y cómo ellos le dieron a elegir lo que más deseara.

El Tartajoso se hizo repetir varias veces todos los detalles y luego se marchó, advirtiendo a su deudor de que le condecía ocho días para pagarle los cinco escudos.

La historia que acababa de oír despertó su furibunda avaricia. Resolvió ir aquella misma noche a la llanura, para tomar parte en la danza de los enanos y obtener, así, la posibilidad de elegir entre los dos deseos que propusieron a Benito: <<Riqueza o belleza.>>

En cuanto salió la luna, el bizco Tartajoso se dirigió hacia el valle, empuñando una horquilla. Los enanos lo divisaron y, acudiendo a su encuentro, le preguntaron si quería bailar. Consintió en ello el Tartajoso, después de poner sus condiciones, como lo hiciera, Benito, y entró en el grupo de los enanos negros que empezaron a cantar el estribillo aumentado por el ex jorobado:

Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.

-¡Esperad! –exclamó el sastre, como sobrecogido por repentina inspiración -. Yo también quiero añadir algo a vuestra canción.
-¡Hazlo! ¡Hazlo! –contestaron los enanos.

Y, a coro, reanudaron su canto:

Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.

Se detuvieron y el Tartajoso, con cierta inseguridad al pronunciar las sílabas, exclamó:

-El do…mingo es ya… el último.

Los enanos profirieron una gran voz.

-¡Y qué más? –exclamaron a la vez.
-El do…mingo es ya… el último –repitió el sastre.
-Pero ¿qué más? ¡Qué más?
-El do…mingo…
-Y ¿qué más? ¿Qué más?
-El do…mingo…

El grupo de los enanos se rompió. Todos corrían como locos y deseosos de hacerse comprender. El tartamudo, asustado, se quedó con la boca abierta, incapaz de pronunciar una sola palabra. Por fin aquellas oleadas de negras cabecitas parecieron calmarse un poco. Rodearon al Tartajoso y, al mismo tiempo, resonaron mil voces preguntando:

-¡Expresa un deseo! ¡Expresa un deseo!

El sastre cobró ánimo:

-¡Un de…seo? –repitió- Be…nito esco…gió entre… riqueza y be…lleza.
-Sí, Benito escogió la belleza y no quiso la riqueza.
-Pues, yo… yo escojo… lo que Benito no quiso…
-¡Está bien! ¡Está bien! – contestaron los enanos-. Ven aquí, sastre.

El Tartajoso, satisfecho en extremo, se acercó a ellos. Los enanos empezaron a arrojárselo de uno a otro, como hicieron con Benito, y así dio vuelta al grupo y cuando volvió a quedarse en pie, tenía ya entre os hombros lo que dejara Benito, es decir, una joroba.

Ya el sastre no seguiría recibiendo el apodo de Tartajoso sino que le conocerían por el más nuevo de Jorobeta.

Avergonzado como un perro, al que han cortado el rabo, el pobre deformado volvió al pueblo. En cuanto se supo lo que le había ocurrido, todo el mundo quiso verle. Las comadres se presentaban en su casa, llevando de la mano un zueco viejo, con el pretexto de pedir una brasa encendida, y al ver la estupenda joroba del sastre, se alejaban haciendo cruces. Este rabiaba y juraba vengarse de Benito, dándole la culpa de su desdicha. Era, sin duda, el favorito de los enanos y, con toda seguridad, les había rogado afrentar de aquel modo a su acreedor.

Transcurridos que fueron los ocho días prometidos, el Jorobeta Tartajoso comunicó a Benito que si no podía pagarle los cinco escudos, daría cuenta a la justicia para que fuesen a embargar todo lo que encontraran en su casa. Inútiles fueron las súplicas de Benito, porque el nuevo jorobado no le hizo caso y acabó diciéndole que, al día siguiente, pondría en venta sus muebles, sus herramientas y su lechón.

La mujer de Benito empezó a gritar, diciendo que estaban deshonrados ante los ojos de todo el pueblo y que ya no tendrían más remedio que ir a pedir limosna. Añadió que de nada le había servido que su marido hubiese perdido la joroba, si había de verse condenada a la miseria. En fin, dijo muchas tonterías, como suelen hacer las mujeres cuando están enojadas… y cuando no lo están.

Benito no contestaba nada a tales quejas. Por fin dijo era preciso conformarse con la voluntad de Dios, pero sin embargo, sentíase humillado a más no poder. Censurábase entonces por no haber preferido la riqueza a la belleza, cuando los enanos le dieron a elegir, y, con gusto, hubiese tomado su joroba, siempre y cuando se la dieran llena de escudos de oro y plata. Y así, tras de buscar en vano el medio de salir de apuros, decidió ir aquella misma noche a la llanura de los enanos.

Estos lo recibieron con iguales demostraciones de alegría que la vez primera y le ofrecieron un sitio en el grupo. Aunque Benito no tenía humor de bailar, no quiso descomponer la fiesta y empezó a saltar con toda su alma. Los enanos encantados, corrían con la misma rapidez con que las hojas muertas giran al cogerlas el viento en uno de sus torbellinos. Mientras giraban, uno de ellos entonaba el primer verso de su canción, su compañero repetía el segundo, continuaba el otro con el tercero y como ya era el último, Benito veíase obligado a terminar la cuarteta sin palabras, cosa que, al final, acabó por parecerle aburrida.

-Si me atreviera a dar mi opinión, amigos y señores míos –dijo a los enanos- vuestra canción me hace el mismo efecto que el perro del carnicero, el cual anda solamente sobre tres patas.
-¡Es verdad! ¡Es verdad! –exclamaron todos.
-Y creo –añadió Benito- que sería mucho más agradable si se le añadiera el cuarto verso.
-¡Añádelo! ¡Añádelo! –gritaron los enanos.

Y a coro empezaron a cantar con voz chillona.

Lunes, martes, miércoles,
jueves, viernes, sábado,
El domingo es ya el último.

Hubo un corto silencio, porque los enanos esperaban lo que diría Benito. Este terminó cantando alegremente:

Y de la semana término.

Mil gritos confundidos en uno solo, surgieron en todos lados de la llanura.

En un momento quedó todo cubierto de enanos, que acudían desde todas las direcciones; salían de las matas, de entre la hierba y de las fisuras de las rocas; más bien parecían un enjambre de hombrecillos negros. Y todos iban de un lado a otro, por entre los matorrales, gritando:

Benito, nuestro salvador
Ha cumplido el decreto del Señor.

-¡Qué significa todo eso? –exclamó Benito asombrado.
-Eso quiere decir –replicaron los enanos- que Dios nos había condenado a permanecer entre los hombres y bailar todas las noches en esta llanura, hasta que un cristiano hubiese completado nuestra canción; tú la alargaste y esperábamos que el sastre que vino luego la terminaría; pero se detuvo antes de hacerlo y por esta razón lo castigamos. Tú has terminado lo que él dejo incompleto. Nuestro tiempo de prueba acaba de finir y volvemos a nuestro reino subterráneo, que se halla a mucha mayor profundidad queel mar y que los ríos.
-Si es así –dijo Benito- y puesto que debéis estarme agradecidos, no os marchéis sin librarme de un apuro.
-¡Qué necesitas?
-Lo bastante para pagar hoy al Tartajoso y siempre más al panadero.
-¡Toma nuestros sacos! ¡Toma nuestros sacos! –exclamaron los enanos.

Y arrojaron a los pies de Benito los saquitos de tela roja que llevaban en bandolera.

El ex jorobado cogió tantos como pudo llevar, y con ellos regresó, muy alegre, a su casa.

-Enciende el candil –dijo a su mujer al entrar- y cierra la puerta, para que nadie pueda vernos, porque traigo lo necesario para comprar tres pueblos e incluso a las autoridades de cada uno.

Al mismo tiempo dejó los saquitos sobre la mesa y empezó a abrirlos. Pero ¡ay! Había echado unas cuantas galanas, porque los sacos en cuestión no contenían otra cosa que arena, hojas secas, algunas crines y un par de tijeras.

Al verlo profirió tal grito, que su mujer, que había ido a cerrar la puerta, se apresuró a acudir a su lado preguntando qué le ocurría. Entonces su marido le refirió su excursión a la llanura de los enanos y lo que allí había sucedido.

-¡Santa Ana nos valga! –exclamó la buena mujer asustada-. Los enanos se han burlado de ti.
-¡Ay, demasiado lo veo! –contestó Benito.
-Y tú, desgraciado ¡te has atrevido a tocar siquiera estos sacos, que han pertenecido a los condenados enanos?
-Creí hallar en ellos algo mejor –contestó Benito muy cariacontecido.
-De quien nada vale, nada valioso se puede esperar –contestó la vieja-. Dios quiera que esos sacos no nos traigan desgracia. ¡Jesús! Con tal de que me quede agua bendita…

Corrió a la cabecera de su cama y descolgó la pilita de loza en la que humedeció una ramita de boj, pero así que el bendito líquido hubo tocado aquellos sacos, las crines se convierten en collares de perlas, las hojas secas en monedas de oro y la arena en diamantes. El encanto quedaba anulado y las riquezas que los enanos quisieron ocultar a los ojos de los cristianos viéronse obligadas a tomar, de nuevo, su verdadera apariencia.

Benito devolvió los cinco escudos al Tartajoso; dio a todos los pobres de la parroquia un saco de trigo y seis varas de tela; luego pagó al rector el importe de cincuenta misas y, hecho esto, partió con su mujer a la ciudad cercana, en donde compró una casa y tuvieron muchos hijos, que, en adelante, vivieron como ricos caballeros.

FIN

viernes, 21 de diciembre de 2018

La Navidad de la cerdita Pepita. (Jean Little)





Pepita levantó la vista hacia Noddy, el viejo burro gruñón, y dijo:
-Noddy, estás muy nervioso.
-Claro que estoy nervioso -dijo el burro-: mañana es Navidad.
-¿Qués es Navidad? -preguntó Pepita.
-¿Que qué es la Navidad? -repitió Noddy-: no seas una cerdita ignorante, Pepita. Todo el mundo sabe lo que es la Navidad.


Las puntas de las orejas de Pepita se pusieron muy rojas.
-Espero que recuerdes que mi familia hizo el primer regalo de Navidad -siguió Noddy-. La madre del niño iba montada en un burro hacia Belén.

La Navidad ni siquiera podía empezar hasta que ella llegara.
Pepita, cuya cola había perdido su ricito, dijo:
-Nadie me ha dicho absolutamente nada de la Navidad.
-Mi madre me contó que casi llegaron tarde por culpa de lo lento que era el burro. -Intervino la vaca Bess con un suave mugido-. Mi tata-tata-tata-tatarabuela cedió su pesebre para que hiciera la cuna para el niño. Sin ella tendría que haber dormido en el suelo. El mejor regalo fue ese pesebre.
-¿Qué niño? ¿Qué pesebre? -suplicó Pepita, pero nadie le hizo caso, y añadió-: Y sigo sin saber lo que es la Navidad.
-El heno del pesebre estaba lleno de espinas -susurró Rizos, la oveja-. Hubieran arañado la cara del niño de no ser porque un miembro de mi familia le dio a la madre la lana de un cordero para suavizar ese lecho tan áspero. La lana fue un verdadero regalo de bienvenida, os lo puedo asegurar.


Las orejas de Pepita estaban ahora de color púrpura y, con todo lo que daban de sí sus pulmones, rogó:
-Pero, ¿dónde estaban los cerdos?
-No te alteres Pepita -respondió Bess-. La Navidad no tiene nada que ver con los cerdos. ¿Qué regalo le hubiera podido hacer un cerdo a un niño, sobre todo a un niño tan especial como ese?
-Si hubo burros y vacas y ovejas, también habría cerdos -respondió Pepita.


Tampoco esta vez le hicieron caso.

-Mis antepasados le cantaron hasta que se durmió -dijo entonces la paloma Currú-. Había un montón de ángeles y de pastores que no le dejaban dormir hasta que gente de mi familia le cantó una nana. Esa canción tuvo una importancia fundamental aquella noche.

Pepita golpeó el suelo del establo con su diminuta pezuña y volvió a preguntar:

-¿Pero qué hacían los cerdos? Seguro que estuvieron allí y que hicieron algo.
-¡Ya te hemos dicho que no había cerdos! -se burlaron los demás-. ¡Pues sólo hubiera faltado! El niño era un rey, y ese santo establo no era lugar para cerdos. Bess, la vaca, añadió:

-Pepita, tienes que afrontarlo. ¿Qué le podrían haber dado los cerdos al santo niño? Los cerdos no tienen nada de valor.

Pepita dejó caer la cabeza. La puerta del establo se entreabrió con un crujido. La cerdita, despacio, se dirigió hacia ella.

La abrió del todo con el hocico; tenía que marcharse. Una vez fuera se detuvo un momento, confiando en que quizás la llamaran.

Pero nadie lo hizo. Ni siquiera se habían dado cuenta de que se había marchado.

-Me voy a ir donde la Navidad no importe, pero los cerdos sí -anunció Pepita con voz temblorosa-. ¡Y jamás volveré! 

¡Nunca jamás!

Fuera una ráfaga de viento helado le dio de lleno en la cara. Los copos de nieve cayeron sobre sus ojos y sintió como empezaban a helársele las puntas de las orejas. Casi estuvo a punto de volver al establo a toda velocidad, pero se obligó a continuar.

Hacía un frío tremendo y la tormenta de nieve era intensa; al cabo de unos minutos Pepita dejó de ver el establo
Pasó junto a un espantapájaros vestido con harapos que le saludó levantando el brazo y haciéndole una mueca.

Más adelante vio una urraca azul con todas las plumas echadas hacia atrás por el viento. El pájaro, acurrucado, se sentía demasiado aterrido como para avisar al mundo del paso de la cerdita.

A Pepita le dolían las pezuñas y el rizo de su cola se había convertido en un carámbano.

-Voy a morir aquí fuera -dijo lastimosamente, tambaleándose-. Si no regreso, pereceré.

Pero se había jurado no volver jamás: no la querían, habían dicho que los cerdos no servían para nada.

Al cabo de un buen rato, Pepita llegó a la carretera principal. Levantó la vista hasta el buzón de correos: hubiera querido trepar a él y meterse dentro, pero lo dejó atrás y siguió andando. Ya en la carretera, se detuvo un instante a tomar aliento, y divisó a través de la tormenta una mujer que venía hacia ella, una mujer que sostenía un bebé entre los brazos. Pepita se acercó para verlos mejor. La mujer se tambaleó; no tenía ni guantes ni sombrero, y su chaqueta era muy fina. Llevaba en brazos una niña profundamente dormida, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre. Ésta parecía demasiado agotada para transportarla mucho más lejos.

-Pobrecitas, pobrecitas -murmuró Pepita, olvidándose de sus problemas por un momento.
-Shhh susurró la mujer a su hija-. Tenemos que ir muy lejos, pero quizá encontremos un establo abrigado para descansar -añadió temblando.


Pepita sabía donde había un establo abrigado. Había jurado que jamás volvería, pero se trataba de una emergencia, así que les dijo "¡seguidme!" y guió a la mujer por la carretera hasta que llegaron al sendero de la granja.

Puede que el viento soplara ahora con menos fuerza, porque Pepita sentía un poco menos de frío.

Hasta la sonrisa del espantapájaros parecía más amistosa.
Cuando llegaron a la puerta del establo, la cerdita la franqueó sin dudarlo y gritó:
-¡Atención todos!
-No interrumpas, Pepita -respondió Noddy-. Estamos hablando de los preparativos de Navidad.
-¡Me da igual! -chilló Pepita-. Sea lo que fuera la Navidad fue hace mucho, y yo tengo una niña aquí que necesita un sitio donde dormir ahora mismo.


La quijada de Bess, la vaca, descendió casi hasta el suelo cuando divisó a la mujer sosteniendo una niña.

-Es Navidad otra vez -susurró la mujer mientras entraba en el establo. Depositó suavemente a su hija en el heno del pesebre. La niña se hizo un ovillo y empezó a chuparse un pulgar.
-Que Dios te bendiga cerdita, aquí estaremos calientes -murmuró la mujer dejándose caer en un montón de heno cercano-. Calientes y seguras.
-¡Pues vaya, si se han dormido las dos! -susurró Currú, admirada, un instante después.
Entonces todos los animales se quedaron mirando a Pepita.
-¿Quién es esta mujer? -dijo Rizos secamente.
-Pepita, no podemos admitir a una persona extraña en casa -añadió Noddy.
-Mi tata-tata... -empezó Bess.
-Necesitamos leche -contó Pepita-.


Necesitamos un poco de suave lana caliente; necesitamos tu vieja manta, Noddy; y necesitamos muchísimas nanas. Vuestros ante-ante-antepasados no están aquí. Somos nosotros los que tenemos que ayudar a este bebé.
-Pero no es un niño especial -protestó Noddy.
-Claro que lo es -respondió Pepita-. Todos los niños son especiales.


Noddy bajó la cabeza hasta el pequeño rostro durmiente y respondió:

-Tienes razón. Se me había olvidado.

Y cuando el granjero y su esposa salieron a alimentar a los animales, vieron a una joven, cubierta con la vieja manta de Noddy, que dormía en el heno. Un momento después vieron a la niñita que dormía en el pesebre.

-Es Navidad -dijo el hombre en voz baja-. Aquí, en nuestro establo. Es un milagro.
-Calla -susurró su esposa-. Déjalas dormir. Haremos guardia y veremos en que podemos ayudarlas después.


Cuando el matrimonio se marchó, Pepita miró a su alrededor y vio lo que habían visto: la caliente manta de Noddy, la suave lana de Rizos, y la leche y el pesebre de Bess.

-Teníais razón -dijo dejando caer su cola-. Ninguno de estos regalos es mío. Los cerdos no tienen nada que dar. Os agradezco a todos que hayáis sido tan amables con ellas. 
Los otros animales bajaron la vista hasta la cerdita.

-¡Oh, Pepita, pero que boba eres! -dijo Bess en voz baja-. Gracias a ti tenemos nuestra propia Navidad. Nos has dado la oportunidad de hacer algo por nosotros mismos, en lugar de presumir de lo que hicieron nuestros antepasados. No ves que ése es el mejor regalo de todos?
-Hacía falta una cerdita -dijo Noddy riendo-. para enseñarnos lo que es la Navidad.

FIN

domingo, 30 de septiembre de 2018

El picapedrero






Hace muchos años que vivió en el Japón un pobre picapedrero llamado Hafiz. Diariamente Hafiz golpeaba con su pesado martillo y un cincel cortando la roca en la ladera de las montañas.

¡Zas, zas! Sonaba el afilado cincel, mientras volaban en su derredor los fragmentos de piedra.

¡Zas, zas!

Algunas veces Hafiz cortaba losas para lápidas mortuorias y otras veces se utilizaban sus piedras para grandes edificios. Por algún tiempo estuvo contento y feliz con su trabajo; pero un día llevó una lápida a la casa de un hombre rico, y al ver todas las bellas cosas de que este hombre disfrutaba, se volvió envidioso e infeliz.

-No comprendo por qué paso mis días desbastando y labrando rocas, -refunfuñó, -en tanto que este rico vive en su bella casa, sin tener otra cosa que hacer que darse gusta en todo.-

A medida que trabajaba asiduamente en la roca, se tornaba cada vez más descontento e inquieto. Por último, arrojó su martillo, gruñendo: -¡Cómo me gustaría ser un hombre rico!-

Escuchóse repentinamente un ruido semejante al de un fuerte viento, y después que todo quedó en silencio se oyó una voz que decía:

-Hafiz, escucha;
Lo que deseas lo tendrás:
¡Un hombre rico tú serás!

Ahora bien, Hafiz había oído relatar extraños cuentos de un espíritu que hacía cosas maravillosas; pero no había creído nunca en él; y cuando escuchó el sonido miró a su alrededor sin ver a nadie y creyó que había estado soñando. –No hay tal espíritu de la montaña,- pensó.

Levantó sus herramientas y regresó a su casa; pero con gran sorpresa suya advirtió que, en lugar de su vieja choza, se levantaba una mansión rodeada de un bello jardín, y todo en ella y tanto dentro como fuera, tan completo como en la casa del rico hombre al que había tendí envidia.

Hafiz fue muy feliz en su nueva casa; disfrutaba una vida de suntuosidad, sin hacer nada.

Un día que estaba mirando hacia la calle, vio al Rey paseando en su carruaje dorado, tirado por ocho briosos caballos blancos. Los guardas cabalgaban a ambos lados del carruaje. Todos ellos iban vestidos con telas de plata y terciopelo azul. Era muy cálido y los criados sostenían una amplia sombrilla dorada sobre el Rey, para protegerlo de los rayos de sol.

Cuando Hafiz vio al Rey y su séquito, se sintió envidioso e infeliz.

-Debe ser maravillosos ser un Rey y gobernar a todo el pueblo, -exclamó. -¡Cómo me gustaría ser un Rey y pasearme en un carruaje dorado, bajo una sombrilla dorada!-

Entonces escuchó el ruido impetuoso del viento, y cuando todo quedó quieto, oyó una voz que decía solemnemente:

-Hafiz, escucha;
Lo que deseas lo tendrás:
¡Un Rey serás!-

Y Hafiz se convirtió en un Rey y su casa se transformó en un palacio real.

Una mañana de verano, cuando el sol abrasaba, Hafiz, el Rey, estaba paseando en su carruaje dorado, tirado por ocho caballos. Los sirvientes sostenían sobre su cabeza la sombrilla dorada, pero no obstante él sentía el calor del sol. Miró al pasto, marchito y tostado por los ardientes rayos del sol. Las florecillas estaban marchitándose al lado del camino y comprendió que el sol estaba quemando su rostro y oscureciéndolo más cada día.

Exclamó colérico: -¡El sol es más poderosos que yo! Yo me siento acalorado y cansado cuando recibo los ardientes rayos del sol; así que el sol es más poderoso que un Rey. ¡Cómo me gustaría ser el sol!

Cuando dijo eso se escuchó un sonido rugiente, semejante al de un poderoso viento bajando de las montañas, y en un tono profundo dijo una voz solemne:

-Hafiz, escucha;
Lo que deseas lo tendrás:
¡El Sol serás!-

Y Hafiz se convirtió en Sol Dorado

Estaba orgulloso de su poder y enviaba sus brillantes rayos a los céspedes y a los campos, quemando las cosechas. El quemaba los rostros tanto de los ricos como de los pobres.

Pero un día cubrió su rostro una gran nube oscura ocultándole la tierra. Hafiz se enojó mucho y prorrumpió:

-¿Es la Nube más poderosa que el Sol? La Nube detiene mis brillantes rayos y no los deja llegar a la tierra. ¿Será más fuerte que yo? ¡Cuánto desearía ser la Nube!-

Una vez más se alzó un viento poderoso, y cuando todo estuvo quieto se oyó la solemne voz que decía:

-Hafiz, escucha;
Lo que deseas lo tendrás:
¡Nube serás!-

Entonces Hafiz se transformó en una Nube y mandó su lluvia a la tierra seca. Detuvo los rayos del Sol y toda la tierra reverdeció otra vez. Pero eso no fue bastante, porque regocijándose con su nuevo poder envió tanta lluvia a la tierra que los ríos se salieron de madre, los arrozales se arruinaron y las crecientes barrieron pueblos y ciudades. Había una gran roca sobre la ladera de la montaña, la cual no fue dañada por estos torrentes; y como Hafiz, la Nube, miró a la roca, se encolerizó.

-¿Es más fuerte que yo esa roca que está allá abajo? ¡Cómo quisiera ser una roca!

Y se volvió a levantar un fuerte viento, escuchándose sobre la tempestad una fuerte voz que decía:

-Hafiz, escúchame;
tu deseo concederé:
¡en roca te convertiré!-

Entonces Hafiz se convirtió en la Roca y se regocijó de su poder. –Que la lluvia se precipite sobre mí,- dijo con soberbia: -La lluvia no me puede mover. Que el sol lance sobre mí sus más ardientes rayos. ¡No podrá quemarme mi tostarme, porque soy una Roca, más fuerte que todo el mundo!-

Pero un día oyó un ruido: ¡zas, zas, zas!, al mismo tiempo que su pesado martillo hundía un cincel en sus flancos. ¡Zas! ¡zas! ¡zas! Cada golpe del martillo hacía una profunda grieta en los flancos de la Roca.

Hafiz miró hacia abajo y vio a un pequeño cantero trabajando sobre la superficie lisa de la roca.

-¿Será posible que un simple hombre sea más fuerte que una enorme roca? ¡Cómo desearía ser ese hombre!- gimió Hafiz.

Entonces el viento se precipitó hacia debajo de la montaña y una voz muy alta se dejó oír repetida varias voces por el eco:

-Hafiz, escúchame;
tu deseo yo cumpliré:
¡Sé tú, tú mismo!-

Y he ahí Hafiz, un pobre picapedrero martillando la roca para conseguir el pan de cada día. Su casa era una pobre choza, su alimento pobre y escaso, su cama dura; pero mientras golpeaba la roca con su martillo: ¡zas! ¡zas! Pudo oír que la roca decía: El Rey era más poderoso que el hombre rico; el Sol, más fuerte que el Rey; la Nube era más poderosa que el Sol; la Roca, más fuerte que la Nube; pero Hafiz, el cantero, es más poderoso que todos.-

FIN
Tomado de: Duraznito y otros cuentos del Viejo Japón, de: Georgina Faulkner.