miércoles, 29 de septiembre de 2021

Leyenda: El hilo rojo

 



Hace mucho tiempo, un emperador se enteró de que en una de las provincias de su reino vivía una bruja muy poderosa que tenía la capacidad de poder ver el hilo rojo del destino y la mandó traer ante su presencia.

Cuando la bruja llegó, el emperador le ordenó que buscara el otro extremo del hilo que llevaba atado al meñique y lo llevara ante la que sería su esposa; la bruja accedió a esta petición y comenzó a seguir y seguir el hilo.

Esta búsqueda los llevo hasta un mercado en donde una pobre campesina con una bebé en los brazos ofrecía sus productos. Al llegar hasta donde estaba esta campesina, se detuvo frente a ella y la invitó a ponerse de pie e hizo que el joven emperador se acercara y le dijo: “Aquí termina tu hilo”, pero al escuchar esto, el emperador enfureció creyendo que era una burla de la bruja.

Empujó a la campesina que aún llevaba a su pequeña hija en los brazos y la hizo caer haciendo que la bebé se hiciera una gran herida en la frente. Luego ordenó a sus guardias que detuvieran a la bruja y le cortaran la cabeza.

Muchos años después, llegó el momento en que este emperador debía casarse y su corte le recomendó que lo mejor fuera que desposara a la hija de un general muy poderoso.

El emperador aceptó esta decisión y comenzaron todos los preparativos para esperar a quien sería después la elegida como esposa del gran emperador. Llegó el día de la boda, pero sobre todo había llegado el momento de ver por primera vez la cara de su esposa.

Ella entró al templo con un hermoso vestido y un velo que la cubría totalmente su rostro. Al levantarle el velo vio por primera vez que este hermoso rostro tenía una cicatriz muy peculiar en la frente. Era la cicatriz que él mismo había provocado al rechazar su propio destino años antes. Un destino que la bruja lo había puesto enfrente suyo y que decidió descreer.

FIN

Tomado de: WEB diario norte, 1 de abril del 2016

Mara, la niña voladora de Papantla




En Papantla, Veracruz, México, existe una costumbre milenaria que es conocida como la tradición de Los Voladores de Papantla. En diciembre de cada año, cuatro hombres, que son los voladores, y un caporal, que es quien los dirige, suben a un poste tan alto como un edificio de entre dieciséis y diecisiete pisos y, atados por una soga, cada uno de los voladores se lanza al aire y da vueltas alrededor del gran poste. Sí, los cuatro hombres vuelan atados, pero vuelan.

Se trata de una especie de danza en la que cada uno de los voladores da 13 vueltas y, como son 4, entre todos dan 52 vueltas que es el número de años que hacen un siglo totonaca. Esta tradición ancestral del pueblo de Papantla fue observada por los primeros misioneros españoles que llegaron a esa parte de México y poco o nada ha cambiado desde entonces. La tradición es una forma de pagar tributo a los cuatro elementos naturales: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Piden así buena cosecha y comida para todos durante todo el año.

Como en muchas de las tradiciones de nuestros pueblos, la parte más importante de todo esto está reservada solo a los hombres. La historia que te voy a contar es corta, pero sucedió no hace mucho y todavía no se habla mucho de ella, quizás por miedo o quizás simplemente que todos en Papantla quieren hacer como que nunca sucedió.

Mara y Anastasio Tiburcio nacieron en 1995, el mismo día pero con minutos de diferencia y eran lo que comúnmente se conoce como mellizos. Fue terrible pero la madre de Mara y Anastasio no soportó dar a luz a dos niños tan grandes y tan fuertes y, poco después, murió. El padre de ambos, que era muy pobre, decidió entonces que él cuidaría del hijo hombre y la madre de sus esposa, y abuela de los mellizos, doña Clotilde, de la hija mujer. Como doña Clotilde vivía en Los Ángeles, en Estados Unidos, Mara fue llevada allí aún bebé y creció entre los latinos de Los Ángeles, entre el inglés y el español, gracias a su abuela, sin nunca olvidar que ella tan mexicana como los mexicanos del mero México.

El tiempo pasó y, como suele suceder con todos a cierta edad, Mara tuvo mucha curiosidad y deseo de conocer más de sus orígenes, y navegando por Internet, descubrió la danza de Los Voladores de Papantla. No le tomó mucho tiempo, aunque si mucha insistencia, que se abuela le contase, cuando cumplió trece años, de su padre y de su madre y, esto fue lo que más la entusiasmó, de la existencia de su hermano mellizo. En Papantla no hay muchos usuarios de Facebook pero, por esas cosas del destino, Anastasio tenía su página y Mara llegó con relativa facilidad a él.

Los hermanos se hicieron muy amigos, y Mara pidió a su abuela visitar a su padre y a su hermano como regalo al cumplir los catorce años. Su abuela, con cierta reticencia, accedió y, sin decirle nada al padre de Mara y Anastasio, partió con su nieta rumbo a Papantla para las Navidades. Lo que nadie sabía era que, para ese entonces, Mara y Anastasio se comunicaban a diario por Internet y sabían al detalle de la vida del uno y del otro.

Ese año Anastasio volaría por cuarta vez colgado del gran poste. Al menos eso es lo que todos creían. Por eso, una mañana, cuando Mara y su abuela llegaron a Papantla, nadie absolutamente nadie, se imaginó lo que estaba por ocurrir. Los hermanos se reconocieron, pues luego de un año de largos encuentros diarios en la red, era poco lo que no se habían contado el uno al otro. Esa noche se acostaron temprano luego de haber almorzado y cenado en familia con su padre, la abuela y tantos tíos y primos, llegados de todas partes de México, que ninguno de los dos hubiese sido capaz de recordar todos los nombres aunque los hubiese estudiado.

Al amanecer todo el pueblo solo pensaba en los voladores. Anastasio, que ya conocía perfectamente lo que debía hacer se levantó y se despidió de su padre. A nadie extrañó esto, puesto que así lo había hecho el año anterior y el año anterior al anterior. Mara dijo que lo seguiría de lejos, pues siendo ella mujer, sabía perfectamente que debía guardar distancia.

Cuando estaban en la cuarta vuelta, el caporal notó que, en la parte más alta de un árbol cercano, había un muchacho trepado, observando el giro de los cuatro voladores. Grande fue su sorpresa cuando reconoció a Anastasio y, en una fracción de segundo, se dio cuenta entonces de que quien estaba volando no era Anastasio, sino Mara. En ese preciso instante, la cuerda de Mara se rompió y ella salió volando por los aires, rumbo al Sur, con una gran sonrisa dibujada entre los labios. Segundos después, Anastasio también había desaparecido. Luego de siglos y siglos de Los Voladores de Papantla, una mujer no solo había volado atada al poste, sino que había volado de verdad.

Nunca nadie más supo ni de Mara ni de Anastasio. Cuentan que, en las noches que vienen estrelladas, pasan siempre dos luceros juntos, iluminando poderosamente el cielo de Papantla. Los viejos dicen que eso nunca pasaba antes. Los niños dicen, entre ellos y solo para ellos, que son Mara y Anastasio que vienen a visitar a su familia.

FIN


Tomado de: Manual de Vuelo. Historias de quienes quisieron volar. De Hernán Garrido-Lecca. Alfaguara, año 2010. Páginas: 43 a 47.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Maui, castiga al sol (Leyenda Maori)




Maui creció, se hizo hombre, y se casó con una bella mujer. Por aquellos días, el dios Sol, cuyo nombre era Ra, solía ser muy descuidado con respecto a la duración del día. Por la mañana, salía de una cueva en el este, se movía a través del cielo y luego por la tarde entraba a otra cueva en el oeste. Pero resulta que a veces el día era largo y a veces corto. De hecho, nunca se sabía cuál iba a ser la duración del día. El mal comportamiento del sol era muy desconcertante y fatigoso.

Maui y sus hermanos hablaban a menudo de la necesidad de darle una lección al sol; pero, como Ra era un dios muy poderoso, durante mucho tiempo no estuvieron dispuestos a interferir con él. Un día, sin embargo, Maui decidió no posponer más alguna acción. Es que el sol había salido como de costumbre, y la esposa de Maui había puesto el pescado y los Kumaras (camotes) al fuego, para cocinar el desayuno. Pero el sol se apresuró en atravesar el cielo y entró en su cueva occidental con tanta prisa que el día terminó en pocos minutos. El desayuno no se había terminado de cocinar, y Maui y su esposa tuvieron que comerlo a la luz del fuego en lugar de a la luz del día.

Maui convocó inmediatamente a sus hermanos para un consejo. El sol, dijo, debe recibir una lección a la mañana siguiente.


Maui dio un plan a sus hermanos: comprar una gran cantidad de hojas de lino y unas fuertes ramas de Manuka (árbol de Te). Esto se hizo. Luego se sentaron todos alrededor del fuego y trenzaron el lino en una soga muy fuerte.

Tan pronto como todo estuvo listo, se dirigieron a la cueva en el este, de donde sale el sol cada mañana. Colocaron la cuerda de lino alrededor de la apertura y se quedaron esperando con los palos en la mano.

Poco a poco se vio una luz al fondo de la cueva. Se hizo más y más brillante; y luego vieron el Sol arrastrándose hacia ellos. Iba sobre sus manos y rodillas, su cabello estaba muy erguido, como lo están las cerdas de una escoba, y brillaba con mucha luz.

El sol se detuvo en la abertura y miró de arriba abajo, se preparaba para volar hacia el cielo.

"¡Ahora!" dijo Maui.

Al oír esta palabra, los hermanos tiraron de los dos extremos de la cuerda de lino y el Sol quedó atrapado firmemente por el cuello. Lo sacaron a rastras de la cueva y Maui lo golpeó en la espalda hasta que se le cansó el brazo. El Sol rugió pidiendo piedad, pero los atacantes consideraron que no se le había castigado lo suficiente. Cada hermano tomó turno para golpearlo; y cuando terminaron, el sol estaba casi muerto.

"¿Ahora, me lo prometes?", preguntó Maui. "¿Harás los días siempre de la duración adecuada, y no correr más por el cielo como ayer? Si no lo prometes, volveremos a golpearte de nuevo"

"Ay, ay" gimió el pobre sol. "Lo prometo, lo prometo"

De modo que dejaron que el sol se fuera, gimiendo de dolor, y siguiera su viaje hacia el oeste. Tenía tanta prisa por escapar que se llevó consigo la cuerda que los hermanos le habían enredado al cuello. Eso, o algo de eso, todavía está allí en lo alto. Al atardecer, a veces puede verse los extremos deshilachados de la gran cuerda arrastrando una línea brillante a través del cielo.

Durante mucho tiempo el sol recordó bien su lección, e hizo que los días fueran largos en verano y cortos en invierno.

Aun así, en general, la paliza le hizo bien. No es tan descuidado como antes de que Maui lo castigara; porque aunque los días varían a lo largo del año, de largos a cortos, ahora sabemos bastante bien qué esperar del verano o que esperar del invierno.

Fin


Tomado de: Legends of the MAORI, for children aged 9 - 10 years. Whitcombe and toms limited.

Este es un hermoso relato. Una leyenda de creación. La sabiduría de una nación para explicar aquello que es un misterio. Yo lo veo así. Siempre quedo sorprendido.



miércoles, 8 de septiembre de 2021

El fuego de la colina





Existía en África un lago con unas aguas tan heladas que su sola visión daba frío. Nadie osaba bañarse en él. No lejos del lago, se encontraba una aldea regida por un jefe rico y poderoso.


-Todo su oro y todas sus armas pertenecerán algún día al marido de su hija -comentaban los aldeano, que añadían-: Pero quién sabe si la bella Nyan-Te se casará...

Decían esto porque el jefe había ideado una prueba muy difícil para su futuro yerno. Solo el hombre más fuerte y valeroso podía casarse con su hija, pues para ello tendría que pasar toda una noche dentro del agua helada del lago.

-Si no muere de frío ni se ahoga, le devorarán las fieras que van a abrevarse en el lago por la noche -murmuraban las gentes-. ¡Va a ser difícil encontrar a un hombre tan valiente!

Pero sí que lo encontraron. Ntongo, un joven pobre, huérfano de padre desde su más tierna infancia, despreciaba el oro: solo le interesaba la hija del jefe, de la que estaba perdidamente enamorado.

-No sé como podré seguir viviendo si mueres -le dijo su madre-. Pero veo que estás decidido. Eres ya un hombre y no te retendré.

Cuando cayó la noche, los hombres del jefe treparon a la copa de los árboles para asegurarse de que Ntongo cumplía la prueba. El joven salió de su choza y se encaminó hacia el lago. Su madre le siguió a escondidas. Estaba convencida: si su hijo moría en el lago, ella iría detrás.

Ntongo, intrépido como era, se metió en el agua helada. Le pareció que el corazón se le paraba. Acto seguido, oyó los pasos de las fieras y el rugido de un león. Pero perseveró. ¡La noche apenas había empezado y tenía que seguir en el agua hasta el alba!

De pronto vislumbró en lo alto de la colina que se elevaba junto al lago una lucecita cada vez más intensa... Era el fuego que había prendido su madre para hacerle ver que estaba allí, a su lado.

Al oler el humo, los animales salvajes fueron escabulléndose. El agua seguía igual de helada, pero Ntongo, abrigado por el amor de su madre, ya apenas tenía frío. En la colina, esta continuó quemando ramitas secas hasta el amanecer para que su hijo no se sintiese solo.

Cuando Ntongo volvió a la aldea, el jefe le estaba esperando:

-Sé que has pasado la noche en las aguas del lago -le dijo-. Pero también sé que en la colina ha ardido un fuego toda la noche. Tal vez por eso no has pasado frío...

Al escuchar estas palabras, la madre de Ntongo se presentó ante el jefe y le dijo:

-Le voy a preparar una sopa.

Puso a continuación una marmita llena de carne lejos del fuego.

-¿Cómo pretende cocinar esa sopa si las llamas ni siquiera alcanzan la marmita? -preguntó el jefe.
-De igual forma en que el fuego de la colina calentó a mi hijo -respondió la madre de Ntongo.

El jefe comprendió su error y se sintió avergonzado.

-¡Mi hija será tuya! -le anunció a Ntongo_. Eres valeroso y sin duda serás un buen jefe: te ha criado una madre valiente y sabia.

Así fue como Ntongo pudo casarse con la bella Nyan-Te y convertirse en el jefe de la aldea. Desde entonces, en los tobillos de su madre tintinean pulseras de oro macizo.

FIN

Tomado de: Pequeñas historias Amor y amistad. Ediciones pirueta. Páginas 39 a la 43. 

lunes, 6 de septiembre de 2021

EL BENTEVEO (Leyenda Guaraní)




Cuando AKITÁ y MONDORI se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva OGA MÍ estaba en plena selva misteriosa.

Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.

Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre TUYÁ a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a la que ayudaba en lo que le era posible.

Para entonces ya había nacido SAQUA-Á, que al presente contaba ocho años.

Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.

Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.

Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el SURUBÍ, el PIRAYÚ, el PACÚ o el PATÍ que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.

Otras veces, era una vasija repleta de miel de LECHIGUANA que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.

Para el pobre tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.

Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias.

Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.

A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.

Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.

Sagu-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.

Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.

El anciano por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al CUMINÍ, ni intranquilizar a sus hijos.

Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su TEMBIRECÓ Mondori a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.

Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.

Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero este, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaran su alejamiento.

Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, y enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.

Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.

El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.

Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.

El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.

Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad.

Ese día muy temprano, cuando las estrellas aún brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.

Cuando despuntaba la aurora, Mondori consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.

El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de las manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:

-¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?

-No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.

-¿Por qué tengo que atenderlo?-insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la IGÁ y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada!

-¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!

-¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el despechado Sagua-á.

Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo.

Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...

Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que el entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...

¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio?

Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á?

Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.

Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.

Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.

Del pobre abuelo ni se acordó siquiera.

En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada:

-¡Sagua-á! ¡Sa... gua...á...!

Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió:

-¿Qué quieres? ¡Ya voy!

Pero ni se movió

El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.

Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:

-¡Ven... Sa...gua...á! ¡Ven por... favor...!

Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al INIMBÉ donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:

-¿Qué quieres?

-¡Alcánzame un poco de agua...! Tengo sed... Mi vida se apaga...

-¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.

-Sí... mi vida se apaga... como un pito gué... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...

Pero el desalmado, solo pensaba en reír y repetía sin cesar:

-Pito gué... Pito gué...

El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.

Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:

-Pito gué... Pito gué...

Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.

Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:

-Pito gué... Pito gué...

Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:

-Pito gué... Pito gué...

Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.

Cuando Akitá y Mondorí volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.

En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.

Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:

-Pi...to gué... Pi...to gué... Pi...to gué...

Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban PITO GUË, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.

FIN


VOCABULARIO

AKITA: Terrón

MONDORI: Cierta clase de ave.

TUYÁ: Anciano viejo.

PIRAYÚ: Dorado (pez)

PACÚ: Pez grande de agua dulce.

PATÏ: Pez grande sin escamas.

SURUBI: Especie de bagre grande.

SAGUA-Ä: Arisco.

CUMINI: Niño.

TEMBIRECO: Esposa.

IGÁ: Canoa.

INIMBÉ: Lecho.

PITO GUÉ: Cachimbo que fue.

TUPÁ: Dios bueno.

OGA MI: Casita.


Tomado del libro: URPILA, tomo XIX de la colección Biblioteca Petaquita de Leyendas, de Leonor M. Lorda Perellón. Ilustrado por Francisco de Santo. Ediciones Peuser, Buenos Aires. Año 1958

miércoles, 1 de septiembre de 2021

El príncipe y la araña.





Hace muchos años, dos reinos vecinos entraron en guerra. Después de duras batallas, el príncipe de uno de los reinos fue hecho prisionero.

Una noche, aprovechando que el guardián se había quedado dormido, el príncipe logró escapar por la ventana acompañado de uno de sus fieles soldados.

Caminaron toda la noche sin parar, iluminados por la luz de la luna. Cerca de la medianoche, débiles y cansados, se refugiaron en el interior de una cueva profunda y oscura, temerosos de que alguien los fuera a descubrir.

Si esto ocurría, los entregarían al enemigo y acabarían con su vida.

A la mañana siguiente después del amanecer, oyeron voces y pasos a la entrada de la cueva. Era un grupo de soldados enemigos que iba tras ellos. 

Busquemos ahí, dentro de la cueva -dijo uno de los soldados.

El príncipe y su criado aguantaron la respiración pensando que, si los capturaban, habría llegado el final de sus días en aquella misma cueva.

-No hace falta que busquemos. Aquí no hay nadie -comentó otro soldado muy seguro-. ¿No ves en la entrada esa gran telaraña que la cubre de lado a lado? Si hubieran entrado la hubieran roto.

-Entonces vámonos de aquí -añadió otro-, sigamos la búsqueda por otra parte.

El príncipe y su fiel servidos no podían creer lo que acababa de ocurrir. Era algo asombroso. Estaban vivos y se lo debían a un animal tan insignificante como la araña.

Los había salvado al tejer durante toda la noche aquella tela salvadora.

Y el príncipe no volvió a despreciar nunca ni a los más diminutos animales.

FIN