sábado, 21 de mayo de 2022

EL ÁRBOL SECO QUE VOLVIÓ A DAR FLOR

 




En la lejana Corea reinaba hace muchísimos años, según cuentan las leyendas, un alegre emperador que gustaba de ofrecer fastuosas fiestas en su palacio. Cualquier acontecimiento se celebraba ruidosamente, con gran derroche de luces, licores y música. Pero en medio de todo aquel lujo inútil, alguien sufría pensando en el pueblo que sólo conocía el hambre y la pobreza: era Sun-Hyen, hombre de confianza del monarca y de corazón tan grande como su propia fortuna. El pueblo conocía sus virtudes y le quería.

Un día, vio en un miserable callejón a tres personas que habían muerto de hambre. Sun-Hyen decidió hablar con el emperador. Este no era malo, sólo ligero de espíritu, y Sun-Hyen pensó que escucharía su consejo. Así fue. Emocionado por el relato, dio orden inmediatamente de terminar con las fiestas, para destinar ese dinero al socorro de su pueblo.

Pero Sun Hyen tenía enemigos en el palacio que lo envidiaban. Y hubo uno, el primer ministro, que aprovechó aquella ocasión para librarse de él. Para ello, hizo correr una carta con la firma de Sun-Hyen, en que se hablaba muy mal del emperador. La carta cayó en manos del jefe supremo de la guardia del monarca, y Sun-Hyen fue condenado al destierro. Su fiel esposa le acompañó. Juntos siguieron viviendo en la isla que ahora les servía de morada, y casi eran allí más felices que en la agitada vida del palacio. Pero una triste noticia ensombreció un día el alma de Sun-Hyen: el emperador había muerto, y el primer ministro se había adueñado del poder, haciéndose cargo del pequeño príncipe Ki-Si.

Poco tiempo después, la esposa de Sun-Hyen tuvo una niña y murió, Sun-Hyen volcó todo su cariño en la pequeña, que el cabo de los años se transformó en una hermosa jovencita, de tez transparente y dulces ojos almendrados. La bonita Tcheng-Y quería mucho a su padre, y era su única alegría, además de su sostén. Porque el bueno de Sun-Hyen había llorado tanto al morir su esposa adorada que sus ojos quedaron para siempre sin luz.

Un día en que Tcheng-Y demoró más que de costumbre en volver a su casa, su padre salió en su busca. Como sus ojos no veían, extravió el camino, y hubiera estado a punto de morir ahogado en un lago, de no haber aparecido providencialmente un joven que lo detuvo. Era discípulo de un penitente que vivía en aquellas soledades, y observando a Sun-Hyen le dijo que advertía en su rostro las señales que indicaban un gran porvenir. Si le daba trescientas bolsas de trigo, él rezaría para que ese destino se cumpliera y además, sus ojos volverían a ver. Sun-Hyen firmó un contrato por la entrega del trigo. Ya se arreglaría para conseguirlo.

Pero no le fue fácil, y en la imposibilidad de cumplir lo que había prometido, Sun-Hyen se fue consumiendo de tristeza. Su hija lo advirtió y tanto preguntó que al fin lo supo todo. Tcheng-Y oró fervorosamente, se quedó dormida, y en sueños alguien le dijo que debía aceptar la oferta que le harían al cabo de unos días. No tardó en presentarse la ocasión. Caminaba Tcheng-Y por el pueblo una tarde, cuando un comerciante cuyo barco debía partir al día siguiente, le hizo una oferta, común en aquellos tiempos y en aquellos mares.

Los mercaderes solían comprar en los puertos alguna muchacha joven, porque, en caso de tormenta, la sacrificaban arrojándola al mar para aplacar su furia. Tcheng-Y aceptó ir en su nave a cambio de trescientas bolsas de trigo, que entregó al joven discípulo.

Pero no atreviéndose a decirle la verdad a su padre, sólo le habló de una breve separación y de su pronto regreso. Dejó a Sun-Hyan a cargo de unos buenos vecinos, y partió confiada en su sueño.

El barco en que viajaba Tcheng-Y fue sorprendido por una espantosa tormenta, y no tardaron los tripulantes en recurrir a ella para aplacarla. La joven se engalanó y con una sonrisa, se arrojó al mar. Cuando creyó que se hundiría para siempre, sintió que pisaba suelo firme: había caído sobre una enorme tortuga que nadaba en medio del temporal. La tortuga sorteó hábilmente los peligros del mar embravecido, y llegó a las costas de una isla. Allí, siguiendo una corriente de agua, se introdujo en una oscura caverna, hasta que dejó a Tcheng-Y en lugar seguro.

Techeng-Y temblaba de frío y de miedo en aquella oscuridad.

Pero un rayo de sol pasó a través de una grieta del techo, y la joven vio dos pequeñas vasijas de cristal que contenían un líquido. Tenía sed y bebió. Inmediatamente se sintió llena de nuevas fuerzas y de una extraña felicidad. Trató de llegar, trepando por las piedras, hasta el rayo de luz, y vio que la salida era el hueco de un árbol que crecía en un maravilloso jardín. Por aquel jardín, rodeado de murallas más altas que las de cualquier prisión, vagaba melancólico el príncipe Ki-Si. Allí lo había encerrado el perverso primer ministro.

Ki-Si sentía que se moría de tristeza. Pero en ese momento, una mariposa muy bella atrajo su atención, y corriendo tras ella, la vio posarse en el viejo tronco hendido, donde, con gran sorpresa, se encontró frente a la bonita Techeng-Y. Los jóvenes sonrieron y se tendieron las manos para sellar su amistad. Pronto conocieron mutuamente su historia, tan triste la del uno como la del otro. Pero una nueva confianza nacía en sus corazones, ahora que estaban juntos. Se amaron desde el primer momento, y decidieron casarse cumpliendo la ceremonia ritual: bebieron vino en el mismo vaso y pronunciaron fervorosamente sus oraciones.

Pero una noche, Ki-Si tuvo un sueño extraño y creyó presentir que el primer ministro quería matarlo. Confió su temor a Tcheng-Y, y decidieron huir. Pero para confundir al perverso ministro, que ignoraba la presencia de la joven, prendieron fuego a la casita donde vivían prisioneros y huyeron hacia el mar a través de la caverna. Cuando los soldados de la custodia apagaron el incendio, comunicaron al ministro que el príncipe había muerto.

Ki-Si y Tcheng-Y volvieron a su patria en una barca que milagrosamente los esperaba en la boca de la gruta. Cuando Ki-Si se dio a conocer su pueblo lo aclamó con entusiasmo, y pronto volvió a ocupar su trono, en tanto que el odiado ministro caía prisionero.

Pero Techeng-Y lloraba pensando en su padre. Y Ki-Si, que la adoraba, ideó la manera de encontrarlo. Hizo saber que un día determinado de ese mes, el rey invitaba a un banquete a todos los ciegos del país. Innumerables fueron los invitados que se presentaron. Pero uno de ellos tenía un aspecto tan miserable, que la dama de honor que los hacía pasar, se apartó de él con repugnancia.

-Os causo repulsión –dijo el ciego, que lo advirtió-. Yo era un árbol frondoso que dio una sola flor, hermosísima. Pero el vendaval arrancó mi flor, y aquí me veis, seco, arrugado y despreciable.

La dama comprendió y dio aviso a la reina. 

Tcheng-Y corrió a abrazarlo, y Sun Hyen lloró tanto de felicidad, que sus ojos volvieron otra vez a la luz: ya tenía su flor.


FIN