lunes, 29 de junio de 2020

El marinero verde


Caminaba lentamente, mirándolo todo con curiosidad. Vino chillando una gaviota desde los barcos, y voló un momento por encima del hombre, que levantó la cabeza y le sonrió como a una amiga. El sol de la mañana parecía contento de trepar los acantilados, iluminar la hierba y arrastrarse junto a las piedras como un lagarto sin miedo.
El hombre pasó ante una grúa, se detuvo frente a unos vagones de mercancías, y después, continuó su camino. Cuando entró a la calle principal del puerto, advirtió que la gente lo miraba con asombro. Inclinó la cabeza y no se dio prisa, aunque escuchaba a su paso, exclamaciones burlonas y una risa que en vano trataban los otros de ahogar.
No tardaron en seguirle. Hombres y mujeres comentaban en voz baja la aparición de este desconocido. Era alto, delgado, joven, y tenía el andar de los marineros. Hubiera pasado inadvertido , seguramente, si vistiera de otro modo. Pero aquel traje era distinto a cuantos se conocían. Nadie vio nunca vestido de verde a un tripulante de barco. Gorra, blusa, pantalones verdes. Y todo aquello brillaba al sol como las algas al mar.
-No ha llegado ninguna nave de que pueda bajar un marinero verde -murmuró un viejo, mordisqueando en seguida su pipa, nerviosamente, para no echarse a reír.
El hombre caminaba agitando sus brazos y balanceaba levemente su cuerpo lo mismo que un oso de gitano. De repente se detenía delante de una casa, la examinaba con atención, se encogía de hombros y caminaba otra vez.
Cuando estuvo ante la puerta del boticario, volvió los ojos hacia todas partes. La calle terminaba poco más allá y empezaban los cerros.
-¿Necesita algo? ¿Podría saber a quien busca? -preguntó el boticario, que había salido a mirarle.
El hombre no contestó inmediatamente. Cerró los ojos, apretó las manos, y después respiró con tanta fuerza que se le oyó hasta muy lejos. Se acercaron los curiosos. Le rodearon los hombres y las mujeres que le seguían. Ahora deseaban escucharle y estaban serios.
Y he aquí que el desconocido comenzó a preguntar cosas que nadie pudo contestar en un principio. Hablaba con voz profunda y lo que decía eran nombres de personas muertas hace mucho tiempo. El boticario entornó los párpados tratando de recordar. Un viejo se restregó las orejas con sus dedos rudos.
-Han muerto -dijo-. Yo era joven entonces. Tu no has podido conocerlos.
-He preguntado por mis padres y mis hermanos -murmuró el hombre.
Todos se miraron. Más de uno sonrió como si oyera una mentira graciosa.
-Es imposible -dijo el boticario-. Murieron antes de que yo naciera, y soy mucho más viejo que tú.
Los curiosos pensaron que era el momento de reír. Pero el desconocido murmuró con voz profunda:
-Fueron mis padres y mis hermanos.
Entonces le creyeron loco y se burlaron bulliciosamente.
-Si vivieran todavía, necesitarían años para reconocerte y estrechar tu mano -dijo un hombre de grandes barbas, ahogándose risa.
-Un marinero verde nace cada veinte siglos -murmuró una mujer-. ¿De qué color eran tus hermanos?
El boticario se dobló como una caña y golpeó fuertemente sus muslos con las manos abiertas. Había que reír con alegría. La gracia de una mujer es siempre mejor que la de un hombre. ¡Bonita idea la de averiguar el color de sus hermanos!
El desconocido no dijo una palabra y se alejó calle abajo sin volver la cabeza, balanceando su cuerpo. Casi todos los curiosos permanecieron con el boticario. Se les oía reír ininterrumpidamente, porque la chanza que decía uno provocaba otra mejor.
El hombre recorrió la calle, seguidos de unos pocos, y fue a sentarse delante del mar, alejado del puerto. Miraba el cielo como si nunca lo hubiese visto; miraba el mar como un pescador ociosos en un día de fiesta. No lejos, los que le habían seguido le contemplaban fijamente.
-Creo que no ha mentido -dijo una mujer.
-Es demasiado joven y ha hablado de gente muerta hace mucho tiempo -le contestó un hombre.
-Me gustaría saber la verdad -murmuró la mujer, sin dejar de mirarle-. No creo que haya mentido.
Y todos fueron acercándose hasta tenerle a dos pasos. Brillaba su traje verde, y la mujer dijo en voz baja que su tejido era como el de una planta marina. Le examinaba con detenimiento y se decían casi al oído sus observaciones. Era un murmullo apagado, que el marinero verde escuchaba sin moverse, fijos los ojos en la lejanía.
De pronto se volvió hacia el grupo de curiosos y sonrió como si hubiera decidido conversar. Entonces le hicieron toda clase de preguntas, que el marinero verde contestaba sin vacilar un solo instante. Y esto aumentó la confusión de los que le oían. Era imposible que no mintiera. Lo que decía resultaba excesivamente inverosímil y hasta el más crédulo empezaba a tenerle por un insoportable mentiroso.
-Mejor será que diga mi historia desde su comienzo -declaró de improviso el marinero verde-. Las preguntas y las respuestas no conducen a nada. Y lo que yo creo es que se me crea.
Entonces callaron para escucharle.
El marinero se pasó una mano por la frente, reflexionó un largo rato, movió la cabeza como si de antemano supiera que no se le creería. Pero empezó a contar su historia con voz segura, sin mirar a nadie.
-Ahora sé -dijo- que todo esto sucedió hace muchos años. Yo creí que hace poco tiempo. Es inútil que trate de explicármelo y prefiero recordarlo todo sin pensar cómo ha sido. Nací en este puerto, fui a la escuela, me convertí en grumete cuando empezaba a tener bozo. El nombre del barco ya no importa nada. Si ahora lo digo, me interrumpirán para contarme que ya no existe. Y yo lo lamentaré porque era un barco de gran clase. En él aprendí a querer muchas cosas que no he dejado de amara todavía. Sin embargo, estuve a bordo poco tiempo. Íbamos y veníamos por la costa, sin alejarnos demasiado. Tan a menudo como partía, regresaba. Y en el puerto pasábamos a veces una semana entera, que yo aprovechaba con entusiasmo. No hay una sola piedra de los caminos que yo no conozca. Se con toda exactitud hasta donde alcanza cada ola, y creo reconocer cada hierba de los acantilados. Me gusta el mar. Me ha gustado siempre. Lo he mirado tanto, de día y de noche, que cuando cierro los ojos no lo veo sino a él, yendo y viniendo bajo el cielo. Y siempre he creído que en alguna parte del mar, muy lejos, más allá de donde alcanza mi vista, me espera una aventura feliz. Esta idea me ha enseñado a soñar. Tal vez sean sueños inútiles, pero me agradan y no pido más, absolutamente nada más para sentirme contento. Pues bien: ya he hablado bastante de mi y ahora quiero contar lo que me sucedió. Una tarde -el sol se había ido y obscurecía rápidamente- me paseaba por uno de estos cerros de junto al mar cuando divisé a la orilla, inmóvil, inmenso, a cerros de junto al mar cuando divisé, a la orilla, inmóvil, inmenso, a un hombre que me pareció vestido de extraña manera. Lleno de curiosidad, me acerqué a mirarlo. ¿Qué podía hacer ahí, sin moverse, tan quieto como un árbol o una roca? Cuando estuve a dos pasos, oí su respiración profunda. Y ya iba a hablarle cuando se volvió con gesto tranquilo. Parecía un hombre disfrazado, exactamente igual a esos piratas que aparecen en las ilustraciones de los libros que todos hemos leído alguna vez. Para que nada le faltara, cubría uno de sus ojos con una venda oscura.
-Te esperaba -me dijo con una voz que sonaba como si saliera del fondo de la tierra-. Tú amas el mar como yo. Muchas veces has soñado feliz en alguna parte que está al otro lado de cuanto alcanzas a mirar. Por eso te hemos elegido.
Sus palabras me asombraron poderosamente. Hubiera huido pero me sentí clavado en aquel lugar, y mis piernas titiritaban, no puedo negarlo.
-¿Quién eres? - le pregunté cuando logré recobrar el uso de mi voz.
Se echo a reír como las viejos cuando algún muchacho les interroga torpemente.
-Yo no pregunto tu nombre -me dijo-. ¿Para qué quieres saber el mío? Lo que importa es aquello que deseo proponerte.
Y tendiendo su mano huesuda, enrome, hacia una caleta abandonada, me dijo como ordenándomelo:
-Allí te esperaré mañana, a medianoche. Irás sin compañía y yo te conduciré hacia la aventura con que siempre has soñado. Ahora puedes marcharte, porque deseo estar solo.
Me alejé velozmente y cuando estuve a buena distancia me volví a mirarlo. Permanecía frente al mar, cruzado de brazos, contemplando el anochecer. Y tuve tan repentino temor, que huí corriendo. Pero desde entonces estuvieron sonando en mis oídos sus palabras. En vano trataba de pensar en otra cosa. Volvía a verlo, con la mano tendida hacia la caleta abandonada, y escuchaba su voz, tan ronca e indescriptible como viento de tormenta:
-Allí te esperaré mañana a medianoche.
No pude impedirlo. Cuando llegó la hora de nuestra cita, en la oscura noche señalada por él, yo me encontraba en la caleta y miraba hacia todos lados, buscándole. De un palo hundido entre las piedras pendía un farol. Daba una luz rojiza. Y de repente opi la voz que me llamaba:
-Toma el farol -me dijo- y acércate. Has sido puntual, como lo adiviné desde el primer momento.
Entonces lo vi dentro de un bote, en un costado de la caleta. Tomé el farol y me dirigí hacia él. Me ayudó a subir a la pequeña embarcación y sentí que su mano estaba fría. Me señaló un asiento, sopló con fuerza el farol, apagándolo, y cogió los remos. Me asombró sobremanera su pericia para salir de allí. Y poco después me di cuenta de qué estábamos en medio del mar. Remaba con una rapidez extraordinaria, sin descansar, y avanzábamos con la veloz seguridad de un pez. Yo no me atrevía a hablarle y él no hizo el menor intento de romper ese silencio que me inquietaba cada vez más. Sin embargo, pronto mi corazón empezó a latir normalmente, sin angustia, y me sentí dueño de una serenidad muy honda. No podía calcular cuánto tiempo duró nuestro viaje. Repentinamente dejó de remar y me anunció que habíamos llegado. Entonces encendió el faro, me ayudó a bajar, y me condujo por una playa desconocida, de arena muy leve, hasta la entrada de una gruta. Unos pájaros de grito agudo saludaron nuestra aparición.
-Entremos -me dijo el hombre.
Y nos internamos por una gruta que no parecía no tener fin. La luz rojiza del farol proyectaba nuestras sombras sobre los muros de piedra. Y nuestros pasos hacían un rumor casi imperceptible.
-Aquí termina mi misión -me dijo de repente-. En adelante, la aventura va a ser para ti solo.

Estábamos frente a una puerta de piedra. Dio dos grandes golpes y se marchó con el farol. Quedé sumido en una suave penumbra y, de pronto empezó a abrirse la puerta sin hacer ruido.

-Entra -me gritaron.
Cuando crucé el umbral, la puerta volvió a cerrarse. Y me encontré en un lugar que únicamente puede asemejarse a aquellos que conocemos a veces, de tarde en tarde, cuando soñamos un sueño dichoso. Los muros eran de cristal y en torno de ellos cantaba el mar incesantemente. El suelo era de arena fina. Había una luz dorada. Y en la arena vi recostado a un hombre de revueltas barbas y cabellera que le caía hasta los hombros. A partir de la cintura, su cuerpo era el de un pez. Sus manos jugaban con la arena y sus ojos estaban fijos en mi.
-Has venido -me dijo-. Necesitábamos a un hombre que amara el mar. Cuando soñabas aventuras inverosímiles, mirando las aguas, de extremo a extremo de los cuatro puntos cardinales, escuchábamos tus pensamientos y teníamos cada vez mayor esperanza. Por eso te hemos elegido. Pero antes que te diga que es lo que debes hacer, abre aquel cofre y vístete como queremos.
Abrí el cofre y dentro estaba este traje que ahora visto. Es verde y tiene la suavidad de las algas. Desde el primer instante me agradó, aunque esta mañana haya hecho reír a quienes nunca podrán tener otro igual. Así, pues, dejé en el cofre el traje que llevaba y vestí el de marinero verde. Y fué como si cambiara de nombre, de corazón y pensamientos. Me sentí habitante del mar y comprendí muchas cosas que nunca hubiera aprendido en otra parte.
-Ahora eres el que debe ser -me dijo el hombre de las grandes barbas-. El tiempo no será para ti lo que es para todos aquellos que conoces. Vivirás la juventud que no cambia y tu destino será el nuestro.
No comprendí bien lo que el hombre me decía, pero me sentí dichos de iír sus palabras. Entonces me senté junto a él, en la fina arena de oro, y me dispuse a vivir como no ha vivido nadie.
-¿Qué debo hacer? - le dije alegremente.
Reflexionó un rato, sonrió como un tío viejo que sabe contar bellas historias, y agitó su cola de pez sobre la arena.
-Me preguntas que debo hacer -murmuró con voz amistosa- y yo no puedo decírtelo. Todo depende de ti. Sólo tu podrás inventar lo que debe hacer reír a la sirena.
Lo miré con extrañeza muy honda. ¿Hacer reír a la sirena? ¿Qué quería decirme con eso? Ya me había acostumbrado a todas las cosas inesperadas, pero aquello me dejaba intensamente sorprendido.
-No te entiendo -le dije-. ¿De qué sirena me hablas? ¿Y por qué he de hacerla reír?
Volvió a agitar su cola de pez en demostración de regocijo.
Eres el encargado de pasearla en una embarcación que hemos construido para ella -me dijo afablemente-. Se trata de la sirena más hermosa que ha nacido desde que el mundo existe. Todos la queremos y deseamos que sea feliz. Vive con nosotros, es bondadosa, y posee una sabiduría inabarcable. Sólo ignora una cosa y tú debes enseñársela. La sirena no sabe reír.
-Te prometo que los dos reiremos alegremente cuando estemos juntos - respondí con una precipitación que demostraba mi vehemente juventud.
Entonces se abrió una puerta de cristal y aparecieron tres hombres vestidos como capitanes de barcos muy antiguos. Aguardaron respetuosamente y a un gesto de aquel que se encontraba conmigo me invitaron a seguirles.
-¡Buena suerte! -me dijo el hombre de la cola de pez.
Me fui con los capitanes por un túnel abierto entre las grandes rocas submarinas y llegamos de pronto a una playa en que había una luz más brillante que la del sol. A orillas del mar había una nave de nácar con una vela púrpura.
-Eres el timonel - me dijeron los capitanes, y se inclinaron ante mi con sumo respeto. Después se marcharon por donde habían venido.
Quedé solo. Subí al barco y me puso delante del timón. Inmediatamente se levantó un viento sonoro y la nave comenzó a cortar las aguas. Grandes peces nos escoltaban. Por el cielo, encima de la embarcación, volaban unos pájaros multicolores. Cuando miré a la playa, no se veía sino una raya de oro. Entonces escuché una voz tan bella, tan indescriptiblemente bella, que una felicidad desconocida se apoderó de mi cuerpo y de mi alama. Los grandes peces subieron a la superficie y se dejaron mecer por las olas; los pájaros vinieron a posarse en el barco y cerraron los ojos. Yo quise saber quien cantaba y abandoné el timón, convencido de que el mar se cuidaría del destino de la nave. Por una costilla bajé a una cámara del fondo del barco. Allí estaba cantando la sirena. Era más hermosa de cuanto había imaginado. Apenas me vio aparecer, dejo de cantar.
-¿Has encontrado la risa? -me preguntó-. Dámela quiero conocerla.
No supe contestarle y seguramente tuvo lástima de mi porque me invitó a sentarme delante de ella. Recordé qué misión se me había encomendado y comencé a contarle diversas historias. Yo reía bulliciosamente mientras le hablaba, pero ella me oía con toda calma, in móvil su bello rostro, que no sabía reír. Entonces, tal vez desesperado, regresé a mi puesto, ante el timón.
Y pasó el tiempo. Nos veíamos a menudo y en vano procuraba hacerla reír. Me convertí en actor, en bailarín, en narrador de cuentos. Pero todo le parecía demasiado serio y terminaba por encogerse de hombros. Yo regresaba a mi timón y pasaba largas horas inventando pantomimas inverosímiles, historias absurdas, bailes de mono frenético.
-Es inútil -me dijo un día-. Nunca aprenderé a reír.
Me sentí lleno de angustia. Busqué para ella los entretenimientos más imprevistos, sin resultado alguno. Cierta vez exploré un buque náufrago, encallado entre unas rocas inmensas, y encontré un espejo, unos anteojos, una pipa, un acordeón. Volví a mi nave y le mostré todo eso a la sirena de cara triste. Tomó el espejo, se miró en el unos instantes, y lo dejó a un lado. Entonces me coloqué los anteojos en la punta de la nariz, apreté la pipa entre los dientes y empecé a bailar como un marinero que ha bebido mucho ron. Lanzaba unos gritos penetrantes, tratando de animarla. No sonreía siquiera y por fin me hizo un gesto para que cesara de moverme como un loco. Y en ese momento tuve una idea que me pareció audaz. Recordé su canto, el más prodigioso de todos los que puedan escucharse, y le dije en voz baja, verdaderamente cohibido, temeroso de ofenderla:
-Cantaré como tú.
Tomé el acordeón, me senté frente a ella, puse una cara triste y comencé a cantar. Sonaba el acordeón como un fuelle absurdo y mi voz subía y bajaba lo mismo que el chillido de una rata que termina de repente en aullido de fiera en el corazón de la selva. Iba a interrumpir mi ridícula canción, cuando he aquí que la sirena empezó a reír inconteniblemente. Entonces la alegría se apoderó de mi de tal modo que canté hasta quedarme sin voz. La sirena reía tan maravillosamente que de buena gana hubiera seguido cantando hasta caerme muerto de vejez. Pero ya no podía más y sólo conseguía sobar con mano distraída el acordeón, apretándolo contra mi pecho.
-Me has enseñado a reír - me dijo la sirena, y sus ojos brillaban con alegría-. Ahora, si no quieres naufragar, vuelve al timón, porque el viaje de regreso es más rápido.
Cuando subí, corría nuestra nave a una velocidad vertiginosa. Alegres vientos hinchaban la vela púrpura; alegres pájaros chillaban a mi alrededor. De pronto se abrió el mar y entramos en una gruta donde se detuvo la nave. Quise bajar a ver la sirena, pero ahí estaban los tres capitanes aguardándome.
-Vamos - me dijeron, y esta vez se inclinaron delante de mi como si fuesen a caer de rodillas.
Les seguí por un túnel luminoso y nuevamente entré en la sala de cristal en que se hallaba recostado el hombre con cola de pez.
-La sirena ha prendido a reír - me dijo -. Ahora el falta y somos felices. ¿Quieres quedarte con nosotros?
Yo lo deseaba ardientemente; pero recordé a los hombres que se parecen a mi viven en este puerto. ¿Qué podría contestarle? Lleno de vacilación, callé un largo rato.
-Regresa, si así lo quieres - me dijo -. Pero recuerda que cuanto es del mar debe volver a el.
Y me tendió un cofre pequeñito, de nácar, como mi barco, guiñándole un ojo en señal de despedida. Poco después vino a buscarme el hombre que yo conocía, el de la venda oscura sobre un ojo, y me trajo a este puerto. Nada más puedo contarles, porque todo lo saben como yo.
Calló el marinero verde y miró a los curiosos que lo rodeaban. Algunos sonreían; otros meneaban burlonamente la cabeza.
-Tu historia me ha gustado -dijo el viejo-. Pero no me atrevería a asegurar que no eres un mentiroso.
El marinero verde inclinó su cuerpo como si estuviese cansado. Y entonces preguntó una mujer:
-¿Dónde está el cofre que te dieron?
Buscó el marinero en su bolsillo, tomó el cofre de nácar y lo abrió ante quienes lo habían escuchado. Allí había tres perlas brillantes, las más bellas que se han visto.
-Dinos la verdad - dijo un hombre, tratando de ocultar su codicia -. ¿De dónde tomaste esas perlas?
-Son del mar -respondió-. Y vuelve al mar cuanto le pertenece.
Todos creyeron que era una nueva mentira y aguardaron. Pero cerró el marinero el cofre pequeñito y con mano violenta lo lanzó al mar. Entonces, sin que nadie la anunciara, comenzó la tempestad que hace temer a los hombres. Brotaron los grandes vientos, treparon las olas rabiosas por los acantilados, cayó la lluvia que estremece la tierra.
Y el marinero verde quedó solo delante del mar embravecido. Todo un día y una noche sacudió la tempestad sus terribles tambores. Y cuando volvió la calma salieron los hombres y las mujeres en busca del marinero verde. No se le encontró en ninguna parte. Cierto es, una vez más, lo que ya sabemos: cuanto es del mar debe volver a el.
Hernán del Solar (Chile)
Tomado de Mi libro encantado: Mito y leyenda. Páginas 141 a 154. Año de edición 1981.