miércoles, 7 de diciembre de 2016

CARTA DE AMOR A UN TRAPEZOIDE








Querido trapezoide:

Le sorprenderá que por primera vez alguien le haga una declaración de amor y ésta no provenga de una figura plana. Su pertinaz vivencia en el plano le ha mantenido siempre al margen de lo que ocurre por arriba o por abajo, enfrente o detrás. Digámoslo claramente: yo lo conocí hace años pero usted aún no se había enterado, hasta hoy, de mi presencia. Debo pues empezar por el principio y darle noticia de cómo fue nuestro primer encuentro.

Ocurrió una tarde de otoño lluviosa. Una de estas tardes de octubre en que llueve a cántaros, los cristales de los colegios quedan humedecidos y los escolares sin recreo. Usted estaba quieto en una página avanzada de un libro grueso que era nuestra pesadilla continua. Me acuerdo aún perfectamente. Página 77, al final hacia la derecha, Fue al abrir esta página, siguiendo la orden directa de la señorita Francisca, nuestra maestra, cuando lo vi por primera vez. Allí estaba usted entre los de su familia, un cuadrado, un rectángulo, un paralelogramo, un trapecio, un rombo, un romboide,... y ¡el trapezoide!. Un perfil grueso delimitaba sus desiguales lados y sus extraños ángulos. La señorita Francisca se fue exaltando a medida que nos iba narrando las grandes virtudes de sus colegas cuadriláteros... que si igualdades laterales, que si paralelismos, que si ángulos, que si diagonales... y el rato fue pasando y la señorita seguía sin decir nada. Como las señoritas acostumbran a no explicar lo más interesante, a mí se me ocurrió preguntarle
-Señorita... ¿y el trapezoide? 

-Éste -replicó la maestra- éste es el que no tiene nada 
-¿Nada de nada? - le repliqué 
-Sí, nada de nada - me contestó

... y sonó el timbre. Quedé fascinado: usted era un pobre, muy pobre cuadrilátero. Estaba allí, tenía nombre, pero nada más. Por eso a la mañana siguiente volví a insistir en el tema a la señorita.

-Así debe ser muy fácil trabajar con los trapezoides -le dije - ya que como no tienen nada de nada no se podrá calcular tampoco nada de nada.

-¡Al contrario! Estos son, los más difíciles de calcular. Ya lo verá cuando sea mayor.

Durante aquella época yo creí intuir que matemáticas y cosas sexuales debían tener algo en común pues siempre se nos pedía esperar a ser mayores para “verlo”.

A usted ya no lo vi más, hasta que en Bachillerato don Ramiro nos obsequió con una fórmula muy larga para calcular su área. Esto me enfadó enormemente. Usted había pasado del "nada de nada” al "todo de todo". A partir de entonces empecé a pronunciar su "oide” final con especial desprecio “¡trapez­-OIDE!".

Nuestro siguiente encuentro tuvo lugar en una calle. De pronto miro el pavimento y descubro con horror que le estoy pisando. Di un salto y me quedé mirando. ¡Que maravilla! Después de tantos años sobre mosaicos llenos de ángulos rectos allí estaba usted. El "nada de nada” era ahora una loseta. Dibujé aquel suelo y entonces marqué los puntos medios de sus lados y empecé a trazar rectas y una maravilla de paralelogramos nacieron enmarcando su repetición. La señorita Francisca tenía razón en lo difícil que es tratarlo pero no la tenía en le del "nada de nada”.

Y ahora al final de la declaración sólo me queda pedirle una cosa. Por favor no diga nunca a nadie que yo hice esta declaración. Guarde esto en el centro del paralelogramo inscrito que le acompaña. Yo guardaré su recuerdo, dibujándolo en todas las reuniones. Los amores imposibles al menos tienen la virtud de ser duraderos. Suyo.

Claudi Alsina

martes, 6 de diciembre de 2016

Manchitas







Ella gustaba que la llamaran Luciérnaga. Es que en una oportunidad la llevaron de viaje a la selva, y una noche vio millares de puntitos luminosos que flotaban en el aire. Le dijeron que esas luminiscencias saltarinas eran las luciérnagas.

Luciérnaga tenía siete años. Una mañana lluviosa al mirar por su ventana vio un perrito que se apretaba contra la fachada, es que buscaba cobijo. Cuando la lluvia cesó, la niña abrió la ventana y descubrió que el perrito continuaba allí. A medio día Luciérnaga salió con su mamá. Vio al perro que se mantenía debajo de la ventana. Era de pelambre blanca con sus manchitas marrones. Ella le pasó la voz y el perrito agitó la colita. Ya de regreso a casa se acercó al animalito. Lo cargó y le dijo a su mamá: Es bonito, hay que darle una casa. La mamá inicialmente se resistió, pero pasados unos minutos convino en que se adoptara al perro de manchas marones. Le pusieron de nombre Manchitas.
Manchitas se alegró. Ladró y saltó de puro contento. Ahora gozaba de la compañía de una familia. Pero he aquí que el perrito tenía muchas pulgas. Fue bañado con pulcritud, y las pulgas desaparecieron de su cuerpo.

Al día siguiente, una señora llegó de visita a casa. Pasados unos minutos empezó a rascarse el brazo, los hombros, las piernas. Las pulgas habían invadido la sala. Por la noche mientras la familia veía televisión, el papá de Luciérnaga se rascaba los brazos. Eran las pulgas. Lo peor fue que invadieron también el dormitorio y la cocina. ¿Y ahora?

Luciérnaga se sentía responsable. Si ella no hubiera traído al manchitas la casa no se hubiera llenado de pulgas. Una vecina aconsejó un preparado, este consistía en agua caliente con un poco de aceite de oliva y unas gotas de lavanda. La vecina afirmaba que era un remedio eficaz y había que rociarlo en las esquinas de las habitaciones. No funcionó.

Una tía recomendó ahogar las pulgas con detergente. Para esto se colocaba una vela encendida en medio de un recipiente el cual se llenaba de agua con detergente. El truco era hacerlo de noche, entonces se apagaba la luz y las pulgas serían atraídas por el brillo de la llama. Se hizo el ensayo, efectivamente una fila de pulgas iban saltando al interior del recipiente, algunas se ahogaban, pero otras flotaban y hasta parecía que nadaban. El caso, es que la plaga continuó.

Un día, Luciérnaga escuchó en el colegio el cuento del Flautista de Hamelín. Era la historia en la que un joven tocando melodías con su flauta liberó de una plaga de ratas a la ciudad. Es que los roedores quedaron hipnotizados con la melodía del flautista y comenzaron a seguirlo y este avanzaba en dirección del bosque y finalmente la plaga terminó ahogada en un río.

Luciérnaga se dijo, haré como el flautista, pero ella no tenía flauta alguna, además no sabía tocar melodías. Eso sí, tenía un tambor de esos de cuerpo de metal y se imaginó que si una flauta funciona, pues un tambor también. Todo consistía en practicar y encontrar la melodía que hipnotizara a las pulgas. Así que se puso a ensayar. Fueron días y días. El manchitas siempre le acompañaba. A veces parecía como que marchaba al son del tan tan tan.

Una tarde, al tocar el tamborcito, se vio en el piso como una mancha marrón que se mecía al ritmo del sonido. Las pulgas disfrutaban del compás. Luciérnaga había encontrado la percusión ideal. Fue a buscar a su abuelita y le contó su hallazgo. La abuela le dijo, prepara todo y el domingo te acompaño.
Llegado el domingo, nieta y abuela se levantaron tempranito. Avisaron que irían a buscar el pan, pero en una panadería muy lejana, donde se decía que vendían unos cariocas que no solo eran crocantes a las mordidas sino que tenían sabor a mantequilla. Luciérnaga sacó el tambor y se puso a tocar. La abuela sostuvo la puerta que daba a la calle para que no se cerrara. Se escuchaba el tan tan tan. Las pulgas saltando seguían al compás, iban por las calles abuela y nieta y las pulgas detrás. Caminaron varias cuadras hasta llegar a una avenida por donde circulaba un viejo canal de regadío. Cruzaron las dos caminantes un puentecito de madera. Luciérnaga seguía tocando, ahora con la cara frente al canal. Las pulgas siguieron la percusión y terminaron ahogadas en el agua de regadío. Esa fue el final.

Regresaron a casa, con una bolsa llena de pan, un frasco de mermelada y también queso. Había algo que celebrar el término de la plaga de pulgas.

Han pasado muchos años desde que ocurrió esta historia. Luciérnaga ahora ha formado una organización para proteger a canes y felinos. El objetivo es crear conciencia entre las personas para que cuiden a sus mascotas.

FIN.
Autor: Carlos Torres.