martes, 1 de marzo de 2022

El viejito y la viejita

 





Éstos eran un viejito y una viejita que no tenían hijos. Estaban solos, muy avanzados de edad y vivían en extrema pobreza. Un día ella le dijo a él:

-Viejito, levántate temprano mañana que es día de fiesta, ve al bosque, corta un poco de leña y te vas al mercado a venderla, a ver si así podemos comer algo.

-Está bien, prepárame unas gorditas para el camino, aunque sea con la mies de los rastrojos.

-Pues con eso será, porque no tenemos otra cosa.

El viejito se levantó temprano, tomó las tres gorditas que su mujer que su mujer le había preparado, las echó en una saquita que se echó al hombro y emprendió camino rumbo al bosque. Llegando, divisó un árbol seco, cogió su hacha y empezó a dar hachazos para hacer leña. En eso, sale una viborita del árbol, una viborita encantada, y le dice:

-Viejito, ¿por qué me tumbas mi palacio? ¿No ves que aquí están mis hijos? Retírate en seguida si no quieres que te mate.

-No, viborita, no me mates, ¿no ves que tengo necesidad de sacar leña de este árbol? No tenemos nada que comer en la casa.

-Pues te voy a morder, si sigues.

Y como el viejito no le hizo caso, empezó a lanzarle mordiscos, y el otro a darle hachazos para matarla, y así siguieron un buen rato, sin que ninguno consiguiera lastimar al otro.

Entonces, ya cansada, la viborita le dijo:

-Mira viejito, vamos teniendo un rato de descanso, y ya que no pudimos hacernos nada, te voy a hacer un regalo. Te voy a obsequiar unos manteles.

-¿Y qué hago yo con estos? –le preguntó el viejito.

-Pues son manteles de virtud. Observa –le dijo la viborita y, extendiendo los manteles en el suelo, les dijo -: ¡Compónganse, manteles! –y al instante los manteles se llenaron de comida.

-¡Qué maravilla! –Dijo el viejito, que no podía creer en sus ojos-. ¿De verdad me los vas a regalar?

-Son tuyos –dijo la viborita-, y ahora come lo que quieras.

El viejito no se hizo repetir. Comió todo lo que había hasta quedar satisfecho, luego dobló los manteles y los echó en su saquita, pero antes tiró las gorditas de mies de rastrojos hechas por su mujer. “¿Para qué quiero estas gorditas tan feas? –pensó-. Mi viejita que está tan viejita no va a tener que hacer que comer, porque con estos manteles la comida ya viene preparada”, y, todo contento tomó el camino de su casa. Para llegar a su casa había que pasar por un poblado donde vivía una comadre suya. Decidió visitarla, y la comadre, al verlo, le preguntó por qué venía tan alegre.

-Por nada, cosas de la vida –contestó, y quiso saber si ya habían llamado para misa, porque de pronto quiso ir a la iglesia para darle gracias a Dios por la prebenda recibida.

-Todavía no dan la primera llamada –respondió su comadre-. ¿No quiere un cafecito o algo, compadre?

-No, gracias, vengo muy lleno.

-¿Lleno? ¿Qué tanto comió como para venir lleno? –le preguntó la comadre, sabiendo lo pobre que era. Pero el viejito no quiso dar más explicaciones.

-Me voy a misa –le dijo-, y le encargo estos manteles que traigo, comadre. Nomás no les vaya a decir “compónganse, manteles”, ¿de acuerdo?

-De acuerdo, no tenga pendiente.

El viejito se fue a la iglesia y la comadre, curiosa como era, tan pronto como la vio alejarse, sacó los manteles de la saquita.

-¡Compónganse manteles! –dijo.

Al instante los manteles se desdoblaron y se llenaron de comida. Cuando se recobró de su sorpresa, le dijo a su hijo:

-¡Corre, corre antes que venga tu padrino! ¡Anda a la tienda y búscate unos manteles igualitos a estos!

El muchacho corrió a la tienda, encontró con mucho trabajo unos manteles idénticos a los del viejito y regresó con ellos. Su madre dobló los manteles mágicos, los ocultó por ahí, y los que había traído su hijo los puso en la saquita del compadre. Cuando éste regresó de misa le dio las gracias por guardarle la saquita con los manteles.

-¿No quiere comer nada antes de irse, compadre? –le preguntó.

-Bueno, ya que insiste.

-Mire, compadre, preparé unos platillos, a ver si son de su agrado –y le sirvió de la comida que había salido de los manteles.

El viejito comió, y mientras comía, pensaba: “Esta comida se parece a la comida de la viborita. Pero no, ¡ha de ser algún mal pensamiento del Diablo, que me quiere engañar!”.

Acabando de comer dio las gracias a la comadre, se cargó la saquita al hombro y se fue para su casa, dejando la carga de leña por el camino. “¿Para qué quiero la leña, ahora que tengo los manteles que me dio la viborita?”, se dijo.

Llegando a su casa estaba oscureciendo.

-¡Viejita, viejita! –llamó-. ¡Vieras qué gusto traigo!

-¿Por qué? –preguntó la viejita.

-En el bosque me encontré una viborita que me regaló unos manteles mágicos.

-¡Viejo brujo este! –Clamó la viejita-. ¿En qué hechicería andas metido? ¡Y no trajiste nada para comer!

-No te enojes, viejita. Mira –y sacó los manteles de su saquita, los extendió sobre la mesa y exclamó-: ¡Compónganse, manteles!

Nada

-¡Compónganse, manteles!

Los manteles no echaron nada de comida. El viejito, furioso, los agarró y los echó al fogón.

-Pero viejito, ¿Qué es lo que has hecho? –Dijo la viejita-. Hubieras podido vender esos manteles la próxima vez que vayas al pueblo. Algo te hubieran dado por ellos.

Pero el viejito ni siquiera la escuchó, pues sólo pensaba en como vengarse de la viborita, que lo había engañado.

Días después tuvo la oportunidad de volver al bosque a cortar leña y su mujer le volvió a preparar unas gorditas hecha de la mies de los rastrojos. Llegó al árbol de la otra vez y le dio cuatro hachazos. Salió la víbora enojada y le dijo:

-¿Por qué me tumbas mi palacio? ¿No te dije que aquí están mis hijos?

-¡La otra vez me engañaste! –dijo el viejito.

-No te engañé –replicó la víbora, y le lanzó una mordida, pero el viejito logró esquivarla. Empezaron a forcejear, la víbora a mordiscos y el viejito a hachazos y, como la vez anterior, ninguno de los dos logró lastimar al otro, hasta que, ya rendidos los dos de cansancio, la víbora dijo:

-Bueno, veo que no nos podemos hacer nada. Te voy a dar otro regalito, pero esta vez no seas tonto, a ver si lo aprovechas. Con él podrás mantenerte hasta el día de tu muerte sin necesidad de trabajar.

Se metió a su casa y salió con una bolsita.

-¿Y ésta que gracia tiene? –preguntó el viejito.

-Tú dile “componte, bolsita” y verás.

-Componte, bolsita –dijo el viejito, y de su interior se derramaron muchos pesos.

-Bueno –dijo la víbora-. Llévatela y ten cuidado de que no te la roben. Las monedas son tuyas.

El viejito pensó: “Esto está mejor que los manteles”, y se marchó todo contento, no sin antes doblar la bolsa y guardarla en su saquita. Se echó las monedas en la bolsa del pantalón y tomó el camino de su casa, pero al pasar por el pueblo donde vivía su comadre decidió detenerse para oír misa.

-¿Por qué viene tan alegre compadre? –le preguntó la comadre.

-Por nada, cosas de la vida. Voy un rato a misa y, si no le molesta, le dejo aquí encargada esta bolsita –y puso la bolsa bien doblada encima de la mesa.

-No es ninguna molestia, compadre, vaya sin cuidado –dijo la comadre y, tan pronto como el viejito se marchó a la iglesia, le dijo a la bolsita: “Componte, bolsita”, y cuál no fue su asombro al ver que la bolsita vacía se llenaba de pesos. Llamó en seguida a su hijo y le ordenó que fuera corriendo a la tienda a comprar otra igual. El muchacho obedeció y compró una bolsita idéntica, que su madre dobló como la otra y la puso sobre la mesa. Cuando llegó el compadre de oír misa, ella le preguntó cómo le había ido y si no quería comer algo antes de irse.

-Pues ya que insiste, comadre, me caería bien cualquier cosa que tenga a la mano.

La comadre, que ya no cocinaba desde que tenía los manteles aquellos, fue por la comida que había sobrado del almuerzo y le sirvió un plato al compadre.

“Caray –pensó el viejito al probar el primer bocado-, esta comida ya la he comido. ¡Ya sé, es la misma comida de la viborita! Pero no, ha de ser algún mal pensamiento del Diablo. ¡Ave María Purísima del Refugio, quíteme este mal pensamiento!” y, una vez que terminó de comer, le dio las gracias a su comadre y se fue. Llegando a su casa gritó:

-¡Viejita, viejita! Ya vine.

-Sí, y veo que otra vez no trajiste leña. ¿Qué pasa contigo? ¿Te volvieron a embrujar como la vez otra vez?

-Sí, y veo que otra vez no trajiste leña. ¿Qué pasa contigo? ¿Te volvieron a embrujar como la otra vez?

-No, viejita, escucha. Cuando llegué al bosque empecé a tumbar el árbol de la otra vez y salió en seguida la víbora para impedírmelo, así que empezamos a forcejear, ella tratando de morderme y yo tratando de cortarla con mi hacha, pero ni ella logró morderme ni yo pude cortarla. Así que, cansados de pelearnos, me regaló esta bolsita mágica. Ahora verás –y sacando la bolsita, la desdobló sobre la mesa y dijo-: ¡Componte, bolsita!

Y nada.

-¡Componte, bolsita!

Y nada.

-¡Componte, bolsita!

Y nada. Entonces el viejito metió la mano en el bolsillo del pantalón en busca de las monedas, pero estaban vacíos. Se sacó los bolsillos y vio que estaban agujereados. Comprendió que los pesos se le habían salido por el agujero. Furioso, echó la bolsita al fogón.

-¡Volvió a engañarme la víbora esa! –exclamó-. ¡Pero mañana mismo regreso al bosque y esta vez le tumbo su casa!

Al día siguiente salió muy temprano, llegó al bosque y se dirigió al árbol de la víbora. ¡Zas, zas, zas!, empezó a darle de hachazos, la víbora salió, lo atacó y empezaron a luchar, pero otra vez no se hicieron daño y la víbora le dijo:

-Bueno, vamos suspendiendo un momento la pelea y después le seguimos, porque estoy cansada.

-Yo también –dijo el viejito.

La víbora se metió a su casa y salió con tres bolas de bronce.

-¿Y éstas para qué son?

-Ahora verás.

Les dijo: “Compónganse bolas”, y al instante las tres bolas se levantaron en el aire y empezaron a darle de bolazos al viejito.

-¡Ay, viborita del Demonio! –Gritó el viejito-. Ahora sí me vas a matar. No seas maldita y quítame esas bolas de encima. ¡Quítense, bolas! –gritó desesperado, pero las bolas seguían y seguían, hasta que la víbora se apiadó del viejito y dijo:

-¡Apacígüense, bolas! –y al instante las tres bolas se aplacaron.

Entonces la víbora le dijo:

-Puedes llevártelas, viejito, te servirán para defenderte.

-Gracias –dijo el viejito, y agarró las tres bolas, todavía adolorido en todo el cuerpo, las guardó en su saquita y se marchó.

Camino de regreso, pasó por el pueblo de su comadre.

-Esta vez no viene muy contento, compadre –le dijo la mujer al verlo-. ¿Qué le pasó?

-Nada, cosas de la vida –contestó el viejito, y le pidió que le cuidara las tres bolas de bronce, mientras él iba a oír misa.

-Claro que sí, compadre, vaya usted sin pendiente.

No acababa de salir el viejito de su casa cuando la comadre sacó las tres bolas de bronce de la saquita, las puso sobre la mesa y dijo: “¡Compónganse, bolas!”

Las tres bolas se alzaron en el aire, donde se detuvieron suspendidas unos segundos mientras la comadre las miraba admirada, y en seguida se estrellaron sobre su cabeza, con tal fuerza que casi se desmaya. La pobre mujer corrió a la cocina y las bolas fueron tras ella, se refugió en su habitación y las bolas traspasaron la puerta y siguieron golpeándola, se escondió debajo de la cama y las bolas la sacaron de ahí, corrió entonces hasta la sala, se tropezó y se cayó al suelo, se cubrió la cabeza con las manos y gritó para pedir ayuda. ¡Quítense, bolas!, ¡quítense, bolas!, exclamó, pero las bolas no paraban. Entonces llamó a su hijo:

-Muchacho, por el amor de Dios, corre a la iglesia y dile a tu padrino que venga enseguida a quitármelas, que estas bolas me van a matar.

Corrió el muchacho hasta la iglesia:

-¡padrino, padrino! Las bolas de usted están matando a mi mamá. No sea ingrato y vaya a quitárselas.

-Bueno, hijo, yo nunca le dije a tu mamá que le dijera “¡Compónganse, bolas!”, ni mucho menos. No voy a ir hasta que se acabe la misa, porque el precepto manda oír misa todos los domingos y fiestas. Y hoy es día de fiesta y tiene que guardarse el precepto y…

-¡Van a matar a mi mamá! –gritó el muchacho echándose a llorar.

El viejito no tenía ninguna gana de apresurarse, pero se apiadó del chico y salió de la iglesia, llegaron a la casa de su comadre, que estaba casi desmayada en el suelo, con los brazos y las piernas sangrando, mientras las bolas la golpeaban sin piedad. Se acercó a la mujer y le dijo:

-Comadre, yo le voy a quitar las bolas, pero usted me devuelve los manteles y la bolsita.

-Yo no tengo ningún mantel y ninguna bolsita.

-Pues ¡compónganse bolas! –dijo, y las bolas empezaron a pegar más fuerte.

Entonces, viendo que de este paso se iba a morir, la comadre dijo:

-Está bien, compadre, le devuelvo todo, pero quítemelas.

-Primero devuélvame lo que me quitó.

La comadre corrió a buscar los manteles y la bolsita, que dejó sobre la mesa.

-¡Apacígüense, bolas! –dijo el viejito, y las bolas se pararon en el acto. Entonces añadió el viejito-: Sepa, comadre, que estoy muy sentido por lo que hizo. Ya me voy y no espere nunca más que la vuelva a ver.

Dicho lo cual, agarró sus cosas y se fue. Llegó a su casa y llamó:

-¡Viejita, viejita! Te tengo una buena noticia. Los manteles y la bolsita los tenía mi comadre.

-¡Ya vienes otra vez con tus brujerías! –dijo ella.

-Mira y verás. “Compónganse, manteles” –dijo, y los manteles derramaron comida hasta llenarse. La abuelita se acercó a mirar, se llevó con mucho cuidado un trozo de queso a la boca y exclamó:

-¡Dios mío, ahora si empiezo a creerte, viejito!

-“Componte, bolsita” –dijo el viejito a continuación, y la bolsa se desdobló sobre la mesa y derramó gran cantidad de pesos.

-No lo puedo creer. ¿Y es así siempre?

Si, viejita, somos ricos, inmensamente ricos.

-Y ésas –dijo la viejita señalando las bolas de bronce- ¿qué gracia tienen?

-Esas bolas mejor no tocarlas, viejita.

-¿Cómo que es mejor no tocarlas? ¿Me escondes algo? A ver: “Compóngase, bolas.” –dijo, y las bolas se levantaron en el aire y empezaron a darle de bolazos en todo el cuerpo.

-¡Viejito, viejito! ¡Para esas cosas, que me están matando! –gritó la viejita.

Pero el viejito estaba tan muerto de la risa, que no podía pronunciar la frase mágica.

-¡Viejito, no me mates! ¡Me quieres matar para casarte con otra, ahora que tienes dinero! ¡Párense, bolas! ¡Quítense, bolas! ¡Deténganse, bolas! –gritaba la viejita, buscando el conjuro adecuado, y el viejito no paraba de reírse, hasta que por fin, en medio de sus carcajadas, pudo pronunciar:

“¡Apacígüense, bolas!”, y las bolas se detuvieron al instante.

Y fue como vivieron felices hasta el final de sus días.


FIN

Tomado de: Cuentos Populares Mexicanos, de Fabio Morábito, año 2014.






No hay comentarios:

Publicar un comentario