jueves, 28 de octubre de 2021

La guerra de los animales

 



Hace mucho tiempo todos los animales de la selva, divididos en dos bandos, estaban en guerra. Nadie sabía los motivos de la guerra ni se interesaban en saberlo. Lo único que recordaban era que quienes iniciaron la pelea fueron los pumas y los sapos.

La gente comentaba que todo empezó aquel día en que un puma se acercó a la orilla del río a tomar agua y, sin querer, pisó la cabeza de un sapo que se encontraba tomando sol sobre la yerba. Este, alzando la voz, le reclamó diciéndole:

-¡Oiga! ¡Está ciego o qué! ¿No ve dónde pone su pataza cochina?

El puma, al escuchar semejante insulto, volteó y de un golpe lo empujó al agua. Luego de ese incidente, ambos se fueron y empezaron a formar dos bandos. Los sapos pidieron ayuda a las hormigas, alacranes y pirañas.

También buscaron a los tábanos para pedirles apoyo; estos, en señal de aceptación, prometieron zumbar día y noche en el aire para fastidiar a los pumas.

El bando de los sapos además logró la adhesión de las arañas y las avispas. Las arañas, apresuradas y silenciosas, empezaron a tejer sus telas para usarlas como trampas fatales. Las avispas, en grupos pequeños, atacaban a los felinos haciéndoles la vida imposible.

Por su lado, los pumas consiguieron la participación de las terribles culebras, los lobos, añaces, sajinos y de los cocodrilos que, emocionados con la idea de la guerra, dieron zambullidas y chapoteos en las aguas de los ríos.

Cada uno de estos dos bandos tenía algo que los caracterizaba:

Los sapos se unían cada vez más con animales pequeños, insignificantes, invisibles, que se agrupaban en los territorios bajos, como las llanuras, y a orillas de lagunas y ríos. En cambio, los pumas se asociaban con animales más grandes, poderosos y terribles, que se iban reuniendo en las regiones altas, como montes y cumbres de montañas.

Así estuvieron por mucho tiempo, sosteniendo una guerra que cada vez los exacerbaba más y más.

Hasta que, felizmente, un día, una anciana y sabia tortuga presentó esta sugerencia:

-Que cada bando elija un animal para que pelee y se sepa quién ganará la guerra.

Los grandes escucharon y aplaudieron fuertemente esta propuesta. Los pequeños hablaron entre sí y luego de una corta deliberación también aceptaron la idea.

Muy rápido, en el lado de los grandes, se llevaron a cabo varias reuniones en las que unos y otros se peleaban por salir elegidos.

Cada animal decía tener más fuerza y astucia para vencer a los contrarios.

El primero en disputar el puesto fue el cocodrilo que, con voz ronca, gritó:

-¡Creo ser el rival indicado!

-Deja primero de mover tu cola, que fastidia –se atrevió a decir el mono, al que apenas se le veía porque se encontraba colgado en una rama.

-¿Eh? –frunció las cejas el saurio.

-La verdad. Tú no asustarías a nadie. Eres muy pesado para pelear –dijo ahora el mono.

Al escuchar esto, el cocodrilo, llenó de furia, derribó con la cola el árbol donde estaba el mono y las aves salieron volando para ponerse a salvo.

Entonces, apareció una terrible culebra de lomo pintado como si fuera mariposa y haciendo centellar sus ojos ante todos, habló casi silbando:

-¿Quién resiste el hechizo de mi mirada? ¿Quién mi veneno que mata?

Al escuchar esto, los venados echaron a correr por el campo, muertos de miedo.

-¡Basta! –gruñó levantándose, majestuoso, el tigre otorongo. Se afiló las uñas en las piedras y, sin mirar a nadie, continuó:

-¡Que se acabe esta ridícula pelea! ¿Quién es más fuerte entre los presentes que el señor otorongo? ¿Quién?

Dio un salto y se pasó mirando fijamente a cada uno de los asistentes.

Nadie se atrevió ni siquiera a respirar, menos a oponerse a lo que decía tan importante señor. En consecuencia, acordaron nombrarlo a él como representante.

Al terminar la asamblea, el tigre otorongo sonrió con desprecio saboreando su hazaña. Y allí se quedó, torciéndose calmosamente los bigotes.

Mientras los grandes discutían quién sería el representante de la pela, en el bando de los sapos todos estaban en silencio. A los pequeños se les veía correr de un lado para otro, agachados, como llevando o trayendo algo. Nada se sabía del modo como elegirían al que iba a enfrentar al enemigo. Un gran secreto, oscuro como la noche de la selva, cubrió el nombre del combatiente. En la tienda de los grandes, nadie se preocupó de averiguarlo.

Mientras tanto, los animales de uno y otro bando limpiaban el campo, quitaban hojas, medían linderos. Los grandes prepararon una gran fiesta para celebrar la victoria y recibir al héroe.

Las orquestas de música tenían contrato para toda la noche y el amanecer siguiente.

Hasta que por fin llegó el día de la pelea. Desde las primeras horas de la mañana, los alrededores de la chacra se fueron llenando de animales que se ubicaron en los árboles, montes cercanos, ríos y maleza. En poco tiempo, los contornos estuvieron cubiertos de garzas, monos y culebras. Los peces se acercaron hasta una pequeña laguna donde se juntaron también los lagartos.

Había un enorme entusiasmo en los grandes y nerviosismo en los pequeños. Era, en verdad, un gran acontecimiento. Era, por fin, el término de la guerra. Todos estaban alegres. Como no sucedía desde hacía tiempo, se sonreían y se saludaban con amabilidad.

Y llegó, por fin, la hora indicada.

Sin dejarse esperar, apareció el tigre otorongo saltando desde una inmensa rama. Hubo un gran aplauso y gritos de júbilo de parte de sus compañeros.

Todos miraban a uno y a otro lado para ver aparecer al desconocido adversario de tan importante rival, pero no se producía ningún movimiento especial en ninguna parte.

-¿Me tienen miedo los del bando contrario que no envían a su representante? –rugió el tigre y se rió burlonamente.

En ese mismo instante, en la parte más sensible de la entrepierna sintió que lo hincaban. Volteó ágil como un rayo al sentir el dolor.

Su rival era el diminuto izango, armado de su filuda saeta. El animalito corría ahora de un lado a otro por la panza y el lomo del otorongo dándole muchos hincones.

En pocos minutos, el tigre otorongo corría, saltaba se daba volatines y gritaba al sentir los pinchazos del izango. Todos los animales estaban asombrados. Parecía que el tigre otorongo había enloquecido bajo el efecto de alguna bebida elaborada por los sapos. Pero estos, alzando la cabeza, dijeron el nombre del luchador, nombre que empezó a correr de boca en boca por todos los pueblos mientras el tigre otorongo rugía como loco girando y manoteando en el aire, luchando contra alguien que parecía invisible porque ningún manotazo le llegaba.

El izango, para terminar con la pelea, pinchó en la cara a su enemigo, y éste cayó dando un gran grito.

Los animales de uno y otro lado vieron cómo el tigre otorongo, el animal que había hecho alarde de su fuerza y bravura se desplomaba pesadamente en el suelo, con las patas abiertas y cogiéndose los ojos.

Así ganaron la guerra los animales más pequeños.


FIN 

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