lunes, 21 de enero de 2013

Oliverio Girondo


La pelota que arrojé
cuando jugaba en el parque
aún no ha tocado el suelo.
(Dylan Thomas)



Era la tarde de un sábado de enero. En una galería de libros, una chica de falda floreada y de verdes tonos, iba preguntando en todos los puestos, por un libro de Oliverio Girondo. Jesús, el vende libros de Quilca,  tiene su negocio al final de la galería. Hasta allí llega ella, y ante la pregunta, el librero dice: Por ahora no tengo nada de ese autor.

Yo tercié en el diálogo y le dije a la lectora de cabellos dorados: 



No sé, me importa un pito que las mujeres 
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; 
un cutis de durazno o de papel de lija. 
Le doy una importancia igual a cero, 
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco 
o con un aliento insecticida. 
Soy perfectamente capaz de soportarles 
una nariz que sacaría el primer premio 
en una exposición de zanahorias; 
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, 
bajo ningún pretexto, que no sepan volar.




Ella me miró y preguntó: “¿Te gusta la poesía de Girondo?”

Yo le dije: sí.

En el acto, la del verde y florido vestido, me señaló su cuello, diciendo: "Aquí me he tatuado 'No les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar'.

Yo no me acerqué a leer todo el largo del verso en ese papel piel. Alcancé sí, a ver las palabras: “No les perdono”.El resto del texto, se adentraba bajo la blusa de ella.

Mi hemisferio izquierdo, le preguntaba a mi hemisferio derecho: ¿Por dónde estará escrita la palabra: “volar”?

Le comenté que hay un libro en edición crítica con toda la poesía de Girondo y que si mal no recordaba fue editado por la Biblioteca Nacional del Perú. Edición de lujo, en fino papel cebolla.

Conversamos sobre la película: El Lado Oscuro del Corazón. Me contó que la había visto varias veces, y que le gustaba esa alegoría de "Cruzar el puente".

Jesús le informó sobre un local, donde podían tener el libro. Ella y yo nos despedimos. Partió. En ese momento, el sol alumbró con fuerza y se coló en el local una llamarada de luz.  Era el guiño que don Oliverio me hacía, en enero, un sábado por la tarde.



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