miércoles, 25 de agosto de 2021

El pintor de recuerdos

 (José Antoni de Cañizo / Jesús Gabán)



Gabriel era pintor de recuerdos. ¡Era el pintor más original del mundo! ¿No había ningún otro como él!

Hay pintores de muchas clases:

Pintores de retratos, que reflejan en el cuadro la cara y el espíritu de quien posa para ellos.

Pintores de paisajes, que plantan su caballete en plena naturaleza y plasman en sus lienzos toda la belleza del campo.

Pintores de bodegones, que a menudo tienen que consolarse dando vida con sus pinceles a todo aquello que jamás podrán masticar con sus dientes...

Pintores de corte, que a veces se cansan de tanto retratar reyes y reinas... y para distraerse un rato, se ponen a pintar unos cuantos servidores del palacio. ¿E incluso a un perro que pasaba por allí? Pero, al final, los reyes acabaron colocándose en el fondo del cuadro. ¡No faltaría más!

Y hay también pintores abstractos, que llenan sus lienzos de sueños fantásticos, luces que estallan, manchas encendidas y figuras misteriosas...

Si, hay muchas clases de pintores. Muchas.

Pero, a lo largo de toda la Historia, jamás había existido un pintor de recuerdos. Hasta que Gabriel pensó:

"¿Qué es lo que más le gusta a la gente"? ¡Sus recuerdos! ¿Qué hace felices a muchos? Recordar, recordar y recordar los mejores momentos de su vida...

¡Me haré pintor de recuerdos! ¿Puede haber mejor manera de hacer felices a las personas que pintarles sus más agradables recuerdos? Así podrán colgarlos en la pared y tenerlos siempre ante sus ojos."

Y clavó en su puerta un letrero que decía:


GABRIEL.

PINTOR DE RECUERDOS

(De 9 a 2 y de 5 a 7)


Nada más colocar el cartel, pasó por allí una viejecita de aspecto muy simpático. Se quedó mirándolo largo rato.

Suspiró, recordando algo. Se fue a casa andando lentamente, pensativa. Le dio vueltas a la idea toda la noche. A la mañana siguiente, vació su cartilla de ahorros y llamó a la puerta de Gabriel.

Quería que le pintase su más bello recuerdo. Había sido, casi, el único momento hermoso de su vida. Ella era entonces muy joven. Había ido a un baile. Estrenaba un vestido precioso. Un joven la sacó a bailar. Bailaron valses y valses como flotando en una nube. De madrugada, él partió hacia el frente. Y nunca volvió...

Gabriel lo fue pintando todo tal como la anciana se lo describió. Con todo detalle. Cada cinta de su vestido. Cada destello de las arañas de luz del gran salón. El brillo de los espejos. Los instrumentos de la orquesta. Y, sobre todo, el bigote. El bigote del joven.

-Lo mas importante del cuadro -recalcó la anciana- es el bigote. De lo que mejor me acuerdo, de lo que no me olvidaré mientras viva, es de su bigote. A ver si me lo pinta muy bien.

Como la anciana tenía poco dinero, Gabriel le cobró muy poco. En cambio, al día siguiente apareció un gran hombre de negocios. Un multimillonario. Hizo que le pintase su mejor recuerdo: el día en que ganó su primer millón. Gabriel lo pintó todo tal cual, y le cobró lo que correspondía más lo que le había dejado de cobrar a la anciana del día anterior.

Luego vino una pareja. Deseaban que inmortalizase en el lienzo aquel momento tan romántico cuando se conocieron en las barcas del parque.

Y un anciano reumático, asmático, encorvado, renqueante y achacoso le pidió que el pintase aquel día tan lejano en que ganó la carrera de cien metros valla.

El próximo cliente fue un señor con una cara de mar de tristona. Su mujer y sus hijos habían muerto en un accidente de automóvil, del cual solo había sobrevivido él. Quería que le pintase el mejor rato que habían pasado juntos. -¿Y cuál fue? ¿Cuál es su mejor recuerdo? -le preguntó Gabriel.

Esperaba oír un relato de una fiesta familiar, un fin de curso con muchos sobresalientes, un viaje inolvidable al extranjero u otro acontecimiento importante. Pero el señor tristón le contó lo siguiente:

-Un día fuimos de excursión al bosque. No había nadie más. Solo los árboles, las flores, nosotros y un arroyo. ¡Y un pájaro que empezó a cantar! Y luego otro. Y otro. Jugamos a ir contando cuántos pájaros distintos oíamos cantar alrededor. Al principio no nos habíamos fijado casi en sus cantos. Luego, poco a poco, fuimos descubriendo más y más. Inmóviles, callados, íbamos señalando con el dedo el lugar de donde venía el canto de cada nuevo pájaro. Oímos veintisiete cantos distintos. Aquella excursión es mi mejor recuerdo.

Gabriel pintó el bosque y copió los personajes de unas fotos que el señor sacó de su cartera.

Otro día vino un político. Le mandó pintar el acto solemne de cuando tomó posesión de un alto cargo. Un cargo tan alto, tan alto.

Y también vinieron los padres de una chica que se había marchado de casa y no volvía. Le encargaron un cuadro en que apareciesen los tres, precisamente el día en que ella aprendió a dar sus primeros pasos.

Y así, el pintor de recuerdos fue llenando de ilusión a muchas personas.

Hasta que, un día se llevó una sorpresa. ¡Aquello sí que no se lo esperaba!

Llamaron al timbre y abrió. Era un niño pequeño. Tenía el pelo revuelto, los cordones de los zapatos desabrochados y el pantalón vaquero más sucio de toda la ciudad.

Gabriel preguntó extrañado:

-¿Qué quieres?

El niño alzó la mano y le dio una moneda. La única que tenía. Y dijo:

-¡Hola! Quiero que me pintes un recuerdo. Toma.

Gabriel, por seguirle la corriente, cogió la moneda y se echó a reír:

-¡Un recuerdo? ¡Pero si tú no has tenido tiempo ni de tener recuerdos!

-Sí. Tengo uno. Uno solo.

-Aunque tengas uno, será tan reciente que no hará falta que yo te lo pinte -contestó Gabriel, que se estaba divirtiendo, pero al mismo tiempo estaba muy intrigado.

-Es que ya no lo tengo -explicó el niño.

¿Cómo? -exclamó Gabriel, desconcertado-. Anda, dime, ¿qué recuerdo es ese?

-Pinto -contestó el niño.

-¿Cómo que pintas? Aquí el que pinta soy yo. -Y le revolvió el pelo cariñosamente.

-No. Digo por mi recuerdo se llama PInto. Se me perdió. Era mi mejor amigo y se me perdió.

Gabriel comprendió. Sonriendo, cogió un lienzo y preguntó:

-¿Tu crees que Pinto cabrá aquí?

-Sí. Era pequeño.

Y Gabriel comenzó a pintar al perro tal como el niño lo iba describiendo. Tenía ya el cuadro abocetado cuando el niño dijo:

-Y aquí, en el lomo, tiene unas pintas negras. Por eso lo llamé Pinto.

Gabriel dejó caer la paleta y se llevó las manos a la cabeza. Los pinceles salieron volando. Soltó una exclamación de asombro y echó a correr. Abrió la puerta del estudio. Se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido.

-¡Trompo ven acá! -gritó.

Un perrillo muy juguetón entró dando brincos. Al ver al niño se abalanzó sobre el ladrando alegremente y empezó a darle lametones. El niño lo abrazó fuerte.

Gabriel los miraba. Suspiró resignado. Su cara se nubló de tristeza. Sintió un nudo en la garganta cuando el niño se marchó corriendo. Sin dejar de abrazar a su perro.

Pasaron los días

Gabriel pintó cuadros y cuadros con los recuerdos que la gente quería tener ante los ojos.

Se encontraba muy solo.

Un día en que se sentía especialmente melancólico, buscó por los rincones aquel cuadro a medio hacer. Lo desempolvó. Lo puso en el caballete. Y acabó de pintar el retrato de aquel perrito que había encontrado en la calle y con el que se había encariñado tanto. Cogió un martillo y una alcayata y lo colgó de la pared.

Así, de cuando en cuando, podría contemplar uno de sus mejores recuerdos.

FIN

(Tomado de: Literatura ABREMUNDOS, Silver Burdett Ginn. Año 1997, páginas 214 a 233) 

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