Por Chacho D’Acevedo
Al marcar las 4.30
am., se sentó a preparar su informe final en el que no indicaría
problema alguno, luego se alistaría para ir a casa. Se despidió de
Aaron, el supervisor del nuevo turno, éste le sugirió que mejor se
quedara un rato en la cafetería hasta que pasara un poco la tormenta;
«no amainará hasta el fin del mundo», bromeó ella, y le dijo que quería
ir a descansar, a ver si el terrible dolor le calmaba un poco.
Seydi
subió a su minivan y como de costumbre llamó a casa para despertar a su
marido en una rutina que servía a este último de despertador para
empezar su día: alistarse para ir a la oficina, preparar las loncheras
de los niños y, cuando ella llegaba, tener listo el desayuno. Él
regresaba a casa por la tarde, alrededor de las cuatro y media, luego,
entre los dos, hacían las compras diarias; ayudaban a sus dos hijos con
las tareas escolares y completaban cualquier otro quehacer doméstico,
hasta que llegaba la hora en que Seydi se preparaba para volver al
trabajo. Como supervisora, y por antigüedad, había logrado un horario de
lunes a viernes, al igual que Pedro, su marido. Los fines de semanas lo
dedicaban a la familia y a su parroquia. Mientras manejaba notó que el
dolor había menguado un poco.
Iba muy despacio pues la lluvia le impedía
ver más allá de unos cuantos metros y aún no llegaba la luz del día. De
manera repentina un movimiento brusco le hizo perder el control del
auto, éste pareció elevarse mientras el motor se aceleraba violentamente
para luego apagarse; «estoy flotando» ─pensó─. Se dio cuenta que estaba
siendo arrastrada por una corriente de agua turbia y espesa, miró por
la ventana y notó que llegaba a media altura del auto. Esperó un
momento. Miró nuevamente y supo que se estaba hundiendo. El vehículo
empezó a dar vueltas a manera de trompo y la sensación le dio náusea,
trató de calmarse. Sintió humedad en los pies; las luces aún
funcionaban, prendió el foco interior y vio que poco a poco el agua
penetraba por la parte baja. Sentía golpes en la carrocería, uno de
ellos le causó un inmenso temor por lo estridente; rápidamente entró más
agua en la parte delantera y el auto lentamente se inclinó en esa
dirección. Seydi se apresuró, tomó el celular y se arrastró a la parte
trasera, llamó al número de emergencias. El pánico se apoderaba de ella
mientras explicaba a la operadora que dentro de su auto estaba siendo
arrastrada por una corriente de agua muy violenta. Una voz firme trató
de tranquilizarla indicándole que la ayuda estaba en camino. Desde la
parte trasera podía ver los alrededores: la lluvia había escampado un
poco; reconoció su vecindario. En el centro de emergencias habían
identificado el área donde se originó la llamada. La operadora preguntó a
Seydi si le podía describir las construcciones. Hay un edificio
amarillo ─le dijo─, la voz le preguntó queriendo saber más; Seydi pudo
reconocer la parte trasera de la escuela primaria en la que estudia su
hijo mayor. Desesperada pidió que por favor la salvaran, tenía miedo de
ahogarse. «No te vas a ahogar», le repetía la voz, «ya sabemos
exactamente dónde estás, trata de abrir la puerta y sal inmediatamente»,
le insistió la voz; Seydi le contestó que no podía abrirla porque el
agua le impedía. «Abre las ventanas y deja entrar el agua y luego sales
por una de ellas», le dijo la voz. Lo intentó, pero las ventanas
eléctricas no respondían; «puedo intentar romper los vidrios», dijo
Seydi, «sí», le contestó la voz, «si puedes hacerlo, hazlo ahora mismo y
escapa por ahí». Seydi le dijo que había mucha corriente, que se iba a
ahogar; «no te ahogarás», le repetía la voz, «te vamos a rescatar»; «no
me dejen ahogar, me voy a ahogar», «no te ahogarás, te salvaremos».
Seydi se calmó y empezó a golpear fuertemente los vidrios pero no
lograba romperlos. Repentinamente un golpe seco le hizo voltear la
mirada hacia la parte delantera y vio que un grueso tronco había
penetrado en el auto haciendo casi añicos el parabrisas. El agua entraba
como un torrente por un boquerón; la minivan rápidamente empezó a
hundirse. Una vez más rogó a la operadora que no la dejen ahogarse y le
dijo, desesperadamente, que el auto se estaba hundiendo; la operadora le
reafirmó que no se ahogaría. El agua llegó a su espacio y ella soltó el
celular y aguantó la respiración. Lucharía valerosamente para llegar a
la parte delantera del auto y escapar por el hueco que había hecho el
tronco. No podía. Golpeada y zarandeada como estaba por los movimientos
violentos del auto como un juguete en la torrentosa corriente. La
sensación de asfixia llegó casi inmediatamente, tragó un poco de agua y
quedó aún más desubicada, sintió que sus pulmones reventaban, aun así
logró palpar el boquerón de la ventana delantera, pero nuevamente un
movimiento brusco le lanzó al fondo del auto. Sintió un golpe muy fuerte
en la cabeza seguido de un sonido seco que pareció originarse en su
cuerpo.
De pronto se sintió calmada. Pensó en sus hijos y en su esposo;
Saludos amigos.
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