Por Chacho D’Acevedo
Un día me jui al mercado de Belén, tenía antojo de comer una
patarashca de palometa con su cajué con leche. Doña Matuca estaba con su
ayudanta (nuevecita). Era una huambra medio mutishca; apenas la vi,
como que me gustó; me quedé mirándola por un buen rato; ella no me daba
bola; pero yo sabía que ya se había dado cuenta, porque como dos veces
peló su ñahui… medio coquetona era. Tenía puesto un shorcito de flores
rosadas y una blusita color desteñido que le hacía juego; y no digo más
lo que pasaba por mi mente en esos momentos, solo para no parecerles que
soy un malcriado. Doña Matuca se hacía la sonsa, pero esa doña de sonsa
no tiene dada. “¿Qué ya vas ordenar, joven?”, me preguntó doña
Matuquita, porque yo siempre la llamo así, con cariño, porque dizque yo
soy su cliente favorito. Bah, eso seguro les dice a toditos, solo para
que le compren su mercadería. “Dame una palometa envuelta en hoja”, le
dije, “y un cajué con leche”. Luego me quedé mirando a la ayudanta, que
se había puesto a asar el plátano y el maduro en una tushpa de carbón.
La huambra estaba que sudaba por su cara y por su pecho; lindo le
quedaba lo que sudaba; cada vez me gustaba más. En un momento, en que
volteó hacia mí, aproveché para armarle charla, y le pregunté: “¿Qué
estás haciendo…? (inmediatamente me sentí tonto); “¿qué ya pues crees?”,
me respondió con sorna, ¿acaso eres chejo? Doña Matuca estaba
atendiendo a otro de sus clientes “favoritos”, pero su oreja estaba
parada. Me sentí tonto, pero me seguía gustando. Había notado que tenía
un cuerpito bien bonito y que usaba una chinela roja, que hacia juego
con las flores de su shorcito. “¿Cómo te llamas?, le pregunté ya con más
aplomo; “Selmira”, me contestó, y yo (medio shegue) le respondí
preguntando: “¿Selmira?”; “sí”, me dijo con una sonrisa que no tenía
nada que envidiar a las artistas de la tele, “Selmira, pero no
sel-toca”, y terminó con un par de ja-jases que lograron hacerme olvidar
el antojo de pescado.
En el banco habían tres clientes más; una pareja de esposos y un
hombre demasiado viejo para interesarle el shorcito de Selmira; en
cuanto a la pareja, la esposa parecía tener bien controlado al marido;
que solo tenía (obligado) ojos para el plato de timbuchi que había
pedido la esposa para él. Para ese momento, Selmirita ya era una
“modelo” paseando por la pasarela de un desfile de bellezas organizada
por el colegio Sagrado Corazón, y para cuando ya éramos amigos, mi
pescado, ya frío, estaba por la mitad, el inguiri engarrotado y el cajué
seguramente helado. Yo Había dejado de comer. “¿No te ha gustado mi
pescado?”, me preguntó doña Matuca, con un tono que no supe si era de
burla o de reproche. “Estaba rico”, le contesté, “pero medio que ya se
me jue el hambre”. Doña Matuca siguió atendiendo a sus clientes, Selmira
seguía encargada de la tushpa y sirviendo los platos. Por momentos,
Selmira se secaba el sudor con un trapo de cocina. Yo ya estaba
convencido de que me había enamorado. “¿Cuántos años tienes?”, le
pregunté, y ella me respondió: “¿para qué ya pues quieres saber?”;
“tengo curiosidad”, le dije; “bah, mirándome nomás estás, ¿di?, ni
siquiera has terminado tu pescado. No te voy a decir…”, me contestó con
una sonrisa que me pareció una invitación al cine. “¡Te invito al
cine!”, me mandé de hacha; y al parecer lo hice en voz muy alta, porque
doña Matuca y los ahora cinco clientes (hasta el marido pisado)
levantaron la cabeza como si fueran un coro de mitras. Me quedé callado
(medio avergonzado), esperando una respuesta que llegó un rato después
(que a mí me pareció un eternidad); “tengo enamorado”, me dijo. El “coro
de mitras” se deshizo y cada uno de ellos volvió a su plato. Yo quedé
mudo; toda mi fantasía juvenil se vino abajo. Ya me había hecho a la
idea que Selmira era una virgen vestal que los dioses me habían puesto
delante para probar mi hombría.
Me puse a comer el resto de la palometa, el inguiri engarrotado y el
cajué helado, callado, como en castigo de idiota. Pensaba que esta
situación era tan tonta como la vez en que me declaré por carta a una
chica que había conocido en Requena, mientras visitaba unos parientes;
no me había atrevido a declararle, cara a cara, que quería ser su
enamorado. Aquella carta había recorrido por todo el pueblo, de tal
manera que cuando al siguiente año regresé de visita, todo el mundo hizo
mofa de mí.
Terminé de comer y le pagué a doña Matuca lo que había consumido;
cuando me recibió el dinero, me pareció ver una cara de
“tecompadezcohijito”, dibujado en su rostro. “La próxima vez ven con más
hambre”, me dijo, “el pescado estará calientito”, luego siguió
atendiendo a los nuevos clientes.
Justo al pararme y cuando me disponía a caminar hacia mi casa,
Selmira se acercó llamándome: “Joven, joven… no me has dicho cómo te
llamas”, “me llamo Chacho”, le dije (y no pude decir más). “Mira”,
continuó, alargándome su brazo y entregándome algo envuelto en hoja de
bijao, “toma esta bolita de tacacho que te he hecho; te va a gustar”,
luego, con una hermosa sonrisa dibujada en su rostro, agregó: “regresa
el otro domingo, creo que voy a terminar con mi enamorado”.
Saludos amigos
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