Para llegar al trabajo, el bus me llevaba por la avenida Canaval y
Moreyra. Allí veía en la berma central una fila de árboles. Algunos
ventrudos otros con el tallo delgaducho. Sea que fuera invierno o
verano, me alegraba la mañana, el saludar con la mirada a mis amigos.
Un día me sorprendieron. Sobre el grass que rodeaba su base, habían
flores. Los árboles estaban de fiesta. La vida se celebraba. Los pétalos
rojos, se acomodaban como cuentas de collar alrededor del tronco.
Ese árbol me gustó. Me fui a los lugares donde vendían plantas y
describía mi árbol, pero nadie me daba razón de su nombre. Decidí
entonces irme a las florerías que están en la Vía de Evitamiento. Una
florista, atendiendo a mi descripción, me dijo: “Ese árbol se llama
Ceibo”. Yo le pedí que me consiguiera uno. Dejé un adelanto y regresé a
la semana siguiente. Me entregó un ceibito listo para sembrar.
Llegué a mi casa y seguí las recomendaciones para plantarlo. Luego lo
regué. Y le hablé sobre el bus y sus congéneres ya crecidos que yo
saludaba cada mañana.
Han pasado diez años desde que el Ceibo llegó a casa. Ahora está
mucho más alto que yo. Lo he visto florecer hasta en seis oportunidades y
cada vez que eso ocurre, el alma se me alegra.
Cuando estaba niño, comenzó a torcerse. Estaba creciendo inclinado.
Pude haberlo dejado así, que ejerza su libertad. Pero ya de mayor, el
peso podía doblarlo y caer. Le puse un madero al costado. El “ceibito”
corrigió su postura y ahora crece mirando hacia el cielo.
Hace un ratito, hice un alto en mi escritura. Fui a la ventana y vi al Ceibo. Le saludé.