Cuento Anónimo de Rusia
El viejo Seguei había nacido al sur de la ribera oriental
del Volga, cerca de la región del Caúcaso. Como sus padres, y los padres de sus
padres, y aún incluso los padres de éstos, el viejo Serguei había dedicado su
vida a transformar la madera. Como ya habrán imaginado, era carpintero.
Fabricaba desde muebles a hermosos juguetes, caballos de cartón y móviles,
pasando por silbatos tallados y hasta instrumentos musicales. Cada semana, salía
a recoger la madera necesaria para sus jornadas de trabajo. La seleccionaba de
forma precisa, y de una sola ojeada sabía para qué podría ser utilizada. Aquella
noche había caído una abundante nevada. Sin embargo, cuando los primeros rayos
perezosos de sol comenzaron a despertar, y pese al frío que helaba hasta el
aliento, Seguei salió de la cabaña y recorrió lentamente el camino hacia el
bosque. El suelo y las hojas de los árboles aparecían completamente pintados por
la inmaculada nevada y aún incluso los rayos del sol, que empezaban a despuntar,
reflejaban y lo deslumbraban con su luz blanquecina.
Serguei recorrió un largo camino y no encontró más que
pequeños maderos y troncones que, como mucho, le servirían para azuzar la estufa
de la casa. Aquel no parecía que fuera a ser un día productivo porque los
empleados de los grandes aserraderos no habían dejado ningún tronco olvidado o
podrido. De pronto, en un claro del bosque, el viejo Serguei se fijó en un
montón de nieve que sobresalía en el llano. Se acercó pensando que se trataría
de un animal agazapado y al agacharse vio el más hermoso de los troncos que
nunca antes había recogido. La madera, blanquecina, parecía brillar bajo los
primeros rayos, y del grueso del tronco surgía un halo de vida, casi tan intenso
como el de los oseznos al nacer. Serguei cogió con todas sus fuerzas el tronco
en sus manos y lo llevó a casa. Pero, así, con aquella fuerza que desprendía, el
viejo Serguei no sabía qué fabricar con él. Debía ser, sin duda, algo muy
especial.
Durante los siguientes dos días, con sus respectivas
noches, Serguei no podía comer, ni dormir, ni trabajar. Tal era su obsesión por
aquel tronco. Finalmente, una mañana, cuando había caído rendido por el
cansancio, despertó y decidió, sin más, que fabricaría una muñeca. Aquel mismo
día puso el tronco sobre la mesa de trabajo y empezó a tallarla suave y
delicadamente. El trabajo, arduo, duró más de una semana, y cuando la terminó
Serguei se sintió tan orgulloso de su obra que decidió no ponerla en venta y la
guardó consigo... sin, duda, para que lo acompañara en su soledad. Le puso por
nombre Matrioska.
Cada mañana, Serguei se levantaba y la saludaba
cortésmente antes de iniciar sus tareas:
-Buenos días, Matrioska.
Un día tras otro repetía la misma cantinela, hasta que,
de pronto, una mañana, un tenue susurro le respondió:
-Buenos días, Serguei.
El viejo Serguei se quedó tremendamente impresionado y
repitió:
-Buenos días, Matrioska...
-Buenos días, Serguei -le contestó la muñeca, en un
hilo de voz.
Maravillado, Serguei se acercó a la muñeca para
comprobar que era ella quien hablaba y no sus viejos oídos los que le jugaban
una mala pasada y, desde aquel día, vio acompañada su soledad por la pequeña
Matrioska, que era un pozo de palabras y risas, y lo distraía y alegraba en su
trabajo diario. Eso sí, Matrioska sólo hablaba cuando los dos, carpintero y
muñeca, estaban solos.
Una mañana Matrioska despertó muy triste. Serguei, que
no tenía un pelo de tonto, había venido observando la tristeza en los ojos de la
muñeca desde hacía varias semanas. Tras mucho rogarle, Matrioska, un poco
avergonzada, le explicó que ella veía cada día por la ventana a los pájaros con
sus crías, a los osos con sus oseznos, y hasta a las orugas que parecían verse
perseguidas por millones de oruguitas que se enganchaban unas a otras formando
una gran cordada...
-Incluso tú -apuntó Matrioska- tú me tienes a mí, pero
yo también querría tener una hija.
-Pero entonces -respondió Serguei- tendría que abrirte
y sacar la madera de dentro de ti, y sería doloroso y nada fácil.
-Ya sabes que en la vida las cosas importantes siempre
suponen pequeños sacrificios -respondió la dulce Matrioska.
Y así fue como el viejo Seguei abrió a Matrioska y
extrajo cuidadosamente la madera de su interior para hacer una muñeca, casi
gemela, pero un poco más pequeña, a la que llamó Trioska. Desde aquel día, cada
mañana, al levantarse, saludaba:
-Buenos días, Matrioska; buenos días, Trioska.
-Buenos días, Serguei; buenos días, Serguei -respondían
ellas al unísono.
Ocurrió que también Trioska sintió la necesidad de ser
madre. De modo que el viejo Serguei extrajo la madera de su interior y fabricó
una muñeca aún más pequeña, a la que puso por nombre Oska. Al cabo de un tiempo
también Oska quería tener su propia hija, pero al abrirla Serguei se dio cuenta
de que sólo quedaba un mínimo pedazo de madera, tan blanca como el primer día,
pero del tamaño de un garbanzo. Sólo una muñeca más podría fabricarse. Entonces
el viejo Serguei tuvo una gran idea. Fabricó un pequeño muñeco, y antes de
terminarlo, le dibujó unos enormes bigotes y lo puso ante el espejo diciéndole:
-Mira Ka,... tú tienes bigotes. Eres un hombre, o sea,
recuerda que no puedes tener un hijo o una hija de dentro de ti.
Después abrió a Oska. Puso a Ka dentro de Oska. Cerró a
Oska, abrió a Trioska. Puso a Oska dentro de Trioska. Cerró a Trioska, abrió a
Matrioska. Puso a Trioska dentro de Matrioska y cerró a Matrioska.
Y esta es la historia de Seguei y su muñeca Matrioska.
Un día Matrioska desapareció y nunca la han vuelto a encontrar. Estará en alguna
tienda de antigüedades o en la estantería de alguna vieja librería. Si la
encuentran no duden nunca en darle el mayor cariño, porque ella no dudó en hacer
el mayor de los sacrificios por alcanzar algo tan importante como la maternidad.
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