En Papantla, Veracruz, México, existe una costumbre milenaria que es conocida como la tradición de Los Voladores de Papantla. En diciembre de cada año, cuatro hombres, que son los voladores, y un caporal, que es quien los dirige, suben a un poste tan alto como un edificio de entre dieciséis y diecisiete pisos y, atados por una soga, cada uno de los voladores se lanza al aire y da vueltas alrededor del gran poste. Sí, los cuatro hombres vuelan atados, pero vuelan.
Se trata de una especie de danza en la que cada uno de los voladores da 13 vueltas y, como son 4, entre todos dan 52 vueltas que es el número de años que hacen un siglo totonaca. Esta tradición ancestral del pueblo de Papantla fue observada por los primeros misioneros españoles que llegaron a esa parte de México y poco o nada ha cambiado desde entonces. La tradición es una forma de pagar tributo a los cuatro elementos naturales: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Piden así buena cosecha y comida para todos durante todo el año.
Como en muchas de las tradiciones de nuestros pueblos, la parte más importante de todo esto está reservada solo a los hombres. La historia que te voy a contar es corta, pero sucedió no hace mucho y todavía no se habla mucho de ella, quizás por miedo o quizás simplemente que todos en Papantla quieren hacer como que nunca sucedió.
Mara y Anastasio Tiburcio nacieron en 1995, el mismo día pero con minutos de diferencia y eran lo que comúnmente se conoce como mellizos. Fue terrible pero la madre de Mara y Anastasio no soportó dar a luz a dos niños tan grandes y tan fuertes y, poco después, murió. El padre de ambos, que era muy pobre, decidió entonces que él cuidaría del hijo hombre y la madre de sus esposa, y abuela de los mellizos, doña Clotilde, de la hija mujer. Como doña Clotilde vivía en Los Ángeles, en Estados Unidos, Mara fue llevada allí aún bebé y creció entre los latinos de Los Ángeles, entre el inglés y el español, gracias a su abuela, sin nunca olvidar que ella tan mexicana como los mexicanos del mero México.
El tiempo pasó y, como suele suceder con todos a cierta edad, Mara tuvo mucha curiosidad y deseo de conocer más de sus orígenes, y navegando por Internet, descubrió la danza de Los Voladores de Papantla. No le tomó mucho tiempo, aunque si mucha insistencia, que se abuela le contase, cuando cumplió trece años, de su padre y de su madre y, esto fue lo que más la entusiasmó, de la existencia de su hermano mellizo. En Papantla no hay muchos usuarios de Facebook pero, por esas cosas del destino, Anastasio tenía su página y Mara llegó con relativa facilidad a él.
Los hermanos se hicieron muy amigos, y Mara pidió a su abuela visitar a su padre y a su hermano como regalo al cumplir los catorce años. Su abuela, con cierta reticencia, accedió y, sin decirle nada al padre de Mara y Anastasio, partió con su nieta rumbo a Papantla para las Navidades. Lo que nadie sabía era que, para ese entonces, Mara y Anastasio se comunicaban a diario por Internet y sabían al detalle de la vida del uno y del otro.
Ese año Anastasio volaría por cuarta vez colgado del gran poste. Al menos eso es lo que todos creían. Por eso, una mañana, cuando Mara y su abuela llegaron a Papantla, nadie absolutamente nadie, se imaginó lo que estaba por ocurrir. Los hermanos se reconocieron, pues luego de un año de largos encuentros diarios en la red, era poco lo que no se habían contado el uno al otro. Esa noche se acostaron temprano luego de haber almorzado y cenado en familia con su padre, la abuela y tantos tíos y primos, llegados de todas partes de México, que ninguno de los dos hubiese sido capaz de recordar todos los nombres aunque los hubiese estudiado.
Al amanecer todo el pueblo solo pensaba en los voladores. Anastasio, que ya conocía perfectamente lo que debía hacer se levantó y se despidió de su padre. A nadie extrañó esto, puesto que así lo había hecho el año anterior y el año anterior al anterior. Mara dijo que lo seguiría de lejos, pues siendo ella mujer, sabía perfectamente que debía guardar distancia.
Cuando estaban en la cuarta vuelta, el caporal notó que, en la parte más alta de un árbol cercano, había un muchacho trepado, observando el giro de los cuatro voladores. Grande fue su sorpresa cuando reconoció a Anastasio y, en una fracción de segundo, se dio cuenta entonces de que quien estaba volando no era Anastasio, sino Mara. En ese preciso instante, la cuerda de Mara se rompió y ella salió volando por los aires, rumbo al Sur, con una gran sonrisa dibujada entre los labios. Segundos después, Anastasio también había desaparecido. Luego de siglos y siglos de Los Voladores de Papantla, una mujer no solo había volado atada al poste, sino que había volado de verdad.
Nunca nadie más supo ni de Mara ni de Anastasio. Cuentan que, en las noches que vienen estrelladas, pasan siempre dos luceros juntos, iluminando poderosamente el cielo de Papantla. Los viejos dicen que eso nunca pasaba antes. Los niños dicen, entre ellos y solo para ellos, que son Mara y Anastasio que vienen a visitar a su familia.
FIN
Tomado de: Manual de Vuelo. Historias de quienes quisieron volar. De Hernán Garrido-Lecca. Alfaguara, año 2010. Páginas: 43 a 47.
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