Cerca de un pueblecillo compuesto de
algunas docenas de casas, había una extensa llanura impropia para el cultivo y
en la cual vivía un gran pueblo de enanos. Estos cuyo carácter era bastante
maligno, habíanse apoderado de aquel dilatado espacio de tierra y por las
noches, junto a sus gazaperas, celebraban grandes bailes, divirtiéndose de lo
lindo. Los habitantes del pueblo inmediato guardábanse muy bien de atravesar la
llanura después del anochecer, porque quien lo hiciese tenía casi la seguridad
de verse obligado por los enanos a tomar parte en su zarabanda infernal y a
danzar formando parte del grupo, hasta el primer canto del gallo, sin un solo
momento de descanso. Y se comprende, pues, que los pobres aldeanos no quiieran
ser víctimas de esta violencia, que los dejaba fatigados para varios días.
Sin embargo, una noche un aldeano
llamado el tío Benito, que regresaba, con su mujer, de un campo en el cual
estuvo trabajando todo el día, quiso atravesar la llanura en cuestión, con
objeto de acortar el camino. Aún no se había puesto el sol y esperaba que los
enanos no habrían dado comienzo a su baile; mas equivocó sus cálculos y al
llegar al centro de la llanura y junto a las guaridas de los maliciosos
hombrecillos, vio a estos últimos diseminados en torno de unas grandes piedras,
como si fueran pájaros que se hubieran abatido sobre un campo de trigo.
Disponíanse ya a retroceder, cuando a su espalda, oyó el sonido de las trompas
de varios enanos que se llamaban unos a otros. Benito comprendió que estaba
perdido, empezó a temblar y dijo a su mujer:
-¡Válganos Santa Ana! ¡Dios nos
ampare!, porque he aquí que los enanos acuden de todas partes para celebrar su
baile nocturno. Nos obligarán a participar de su diversión y temo mucho que mi
corazón, ya enfermo, no pueda resistir tanta fatiga.
En efecto, numerosos grupos de enanos
llegaban de todos lados y empezaron a rodear a Benito y a su mujer, de igual
modo que las moscas de agosto rodean una gota de miel, mas no tardaron en
apartarse al divisar la horquilla que Benito empuñaba, y a coro empezaron a
cantar:
Hay que dejarles en paz
porque llevan una horquilla.
No hay que meterse con ellos
ni atentar contra su vida.
Benito comprendió entonces que la
horquilla que llevaba en la mano era una defensa mágica contra los enanos y así
atravesó por entre ellos en compañía de su mujer, sin que le hicieran nada
malo.
Tal suceso fue un aviso para los
habitantes del pueblo. A partir de aquel día nadie salía después de ponerse el
sol, sin empuñar una horquilla, y así, tranquilos y sin temer nada de los
enanos, atravesaban los valles y las montañas.
Pero a Benito, lo hecho, le pareció;
era hombre de ánimo sutil y estaba dominado por la curiosidad. Además, era el
jorobado más alegre que se hubiera conocido en la comarca. Ahora recordemos que
no habíamos dado cuenta del importante
detalle de que Benita lucía una hermosa joroba entre ambos hombros, de la que
hubiera querido desprenderse con el mayor gusto. Por lo demás, era considerado,
por todos sus amigos y conocidos, como hombre bueno, laborioso y excelente
cristiano.
Una tarde, arrastrado por su
curiosidad, no pudo resistir ya más, y empeñando su horquilla, se encomendó a
Santa Ana y a Dios Nuestro Señor, y se dirigió a la llanura. En cuanto los
enanos lo divisaron a lo lejos, acudieron corriendo a su lado, gritando
entusiasmados:
-¡Es Benito! ¡Es Benito!
-Sí, amiguitos, soy yo –contestó el
jovial jorobado-. He venido de haceros una visita de amigo.
-Pues bienvenido –contestaron los
enanos-. ¿Quieres bailar con nosotros?
-Dispensadme, amiguitos –contestó
Benito-, pero bailáis con demasiado entusiasmo para que pueda acompañaros un
pobre enfermo como yo.
-Nos detendremos cuando quieras
exclamaron los enanos.
-¿¿Me lo prometéis?- preguntó Benito
que, en realidad, sentía el deseo de tomar parte en el baile, a fin de poder
envanecerse de ello ante sus amigos.
-Te lo prometemos- contestaron los
enanos.
-¿Por la Cruz de Jesucristo?
-¡Por la Cruz de Jesucristo!
El jorobado díjose que tal juramento
lo ponía al abrigo de todo suceso desagradable. Por esta razón entró a formar
parte del grupo y los enanos empezaron a danzar y a dar vueltas, repitiendo su
acostumbrado canto:
Lunes, martes, miércoles
Lunes, martes, miércoles
Al cabo de un rato, Benito se detuvo.
-Con todo el respeto que os debo,
amigos míos –dijo a los enanos- vuestra canción y vuestro baile me parecen muy
poco variados. Os interrumpís demasiado pronto en la semana y aunque yo no soy
hábil poeta, me creo capaz de terminar el pareado.
-¡Vamos a verlo! –exclamaron los enanos.
Entonces el jorobado empezó a cantar:
Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.
Entre los enanos se originó un gran
tumulto.
-¿Qué más? ¿Qué más? –repitieron
rodeando a Benito-. Eres hombre inteligente y buen bailarín. ¡A ver, repítelo!
El jorobado les complació, cantando:
Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.
En tanto que los enanos giraban con
loca alegría. Por fin se detuvieron y, rodeando a Benito, exclamaron a la vez:
-¡Qué quieres? ¿Qué deseas? ¿Riqueza
o belleza? Expresa un deseo y te daremos lo que quieras.
-¿Habláis en serio? –preguntó Benito.
-¡Así nos veamos condenados a coger
todos los granos de trigo de la comarca, uno a uno, si tratamos siquiera de
engañarte!
-Pues bien –dijo Benito-. Ya que
queréis hacerme un regalo y me permitís elegir, solo os pido una cosa: que me
quitéis el bulto que tengo entre ambos hombros y me dejéis el cuerpo derecho
como un huso.
-¡Muy bien! –replicaron los enanos-.
Vas a quedar complacido. Ven.
Cogieron a Benito, le hicieron varias
piruetas por el aire y luego se lo arrojaron uno a otro, como si fuera una
pelota, hasta que al pobre hombre la cabeza empezó a darle vueltas, y aturdido,
casi sin aliento, acabó de dar la vuelta completa al grupo. Entonces volvió a
verse en pie, mareado y sin saber lo que le ocurría, mas no tardó en observar
que su joroba había desaparecido. Era más alto y guapo que nunca, y hasta,
incluso, se había rejuvenecido, de modo que nadie, a excepción, quizás, de su
madre, habría sido capaz de reconocerle.
Ya se comprende el asombro que
sintieron en el pueblo al verle. Nadie quería creer que fuese el mismo Benito.
Hasta su propia mujer vaciló un poco antes de permitirle la entrada en su casa.
Mas él, con objeto de darse a conocer, le dijo al oído cuántas camisas tenía en
el cofre y cuál era el color de las medias que llevaba. En fin, en cuanto todos
estuvieron seguros de que era él, quisieron saber qué le había ocurrido y cómo
pudo realizarse tal cambio. Pero Benito comprendió que si decía la verdad le
considerarían cómplice y amigo de los enanos, de modo que cada vez que se
perdiese un buey o una cabra le obligarían a buscarla. Por esta razón contestó
a los que preguntaban, que aquella transformación habíase realizado sin que él
mismo se diese cuenta y cuando estaba durmiendo en la llanura. Todos los
jorobados del pueblo y los que, sin tener este defecto, poseían una figura poca
vistosa, le creyeron y, a partir de entonces, fueron a pasar las noches
tendidos entre las matas, con la esperanza de despertarse transformados y
embellecidos, pero otros comprendieron que allí había un secreto acerca del
cual Benito no quería hablar.
Entre estos se hallaba un sastre que
tenía el cabello rojo y que miraba de través. Era conocido por el apodo de El
Tartajoso, porque, en efecto, tartamudeaba al hablar. Muy al revés de lo que es
corriente en los sastres, no era alegre como ellos. El Tartajoso nunca se reía
ni cantaba, y era tan avaro que solo se alimentaba de pan de cebada, con
bastantes pajas mezcladas con la harina. Además era un mal cristiano, que
prestaba su dinero a interés tan crecido, que ya había arruinado a varios
pobres labradores de la comarca. El mismo Benito le debía, desde mucho tiempo
atrás, cinco escudos que no sabía cómo devolverle. El Tartajoso fue a verle y se
los pidió de nuevo. El ex jorobado se excusó, prometiéndole satisfacer la deuda
en cuanto en cuanto se hubiese recogido el heno, pero el avaro replicó que no
le concedería tal aplazamiento más que a cambio de que le revelara cómo pudo
rejuvenecerse y perder la joroba. Obligado así a confesarlo todo, Benito le
refirió su visita a los enanos. Díjole cuáles palabras había añadido a su
canción y cómo ellos le dieron a elegir lo que más deseara.
El Tartajoso se hizo repetir varias
veces todos los detalles y luego se marchó, advirtiendo a su deudor de que le
condecía ocho días para pagarle los cinco escudos.
La historia que acababa de oír
despertó su furibunda avaricia. Resolvió ir aquella misma noche a la llanura,
para tomar parte en la danza de los enanos y obtener, así, la posibilidad de
elegir entre los dos deseos que propusieron a Benito: <<Riqueza o
belleza.>>
En cuanto salió la luna, el bizco
Tartajoso se dirigió hacia el valle, empuñando una horquilla. Los enanos lo
divisaron y, acudiendo a su encuentro, le preguntaron si quería bailar.
Consintió en ello el Tartajoso, después de poner sus condiciones, como lo
hiciera, Benito, y entró en el grupo de los enanos negros que empezaron a
cantar el estribillo aumentado por el ex jorobado:
Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.
-¡Esperad! –exclamó el sastre, como
sobrecogido por repentina inspiración -. Yo también quiero añadir algo a
vuestra canción.
-¡Hazlo! ¡Hazlo! –contestaron los
enanos.
Y, a coro, reanudaron su canto:
Lunes, martes, miércoles
Jueves, viernes, sábado.
Se detuvieron y el Tartajoso, con
cierta inseguridad al pronunciar las sílabas, exclamó:
-El do…mingo es ya… el último.
Los enanos profirieron una gran voz.
-¡Y qué más? –exclamaron a la vez.
-El do…mingo es ya… el último
–repitió el sastre.
-Pero ¿qué más? ¡Qué más?
-El do…mingo…
-Y ¿qué más? ¿Qué más?
-El do…mingo…
El grupo de los enanos se rompió.
Todos corrían como locos y deseosos de hacerse comprender. El tartamudo,
asustado, se quedó con la boca abierta, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Por fin aquellas oleadas de negras cabecitas parecieron calmarse un poco.
Rodearon al Tartajoso y, al mismo tiempo, resonaron mil voces preguntando:
-¡Expresa un deseo! ¡Expresa un
deseo!
El sastre cobró ánimo:
-¡Un de…seo? –repitió- Be…nito
esco…gió entre… riqueza y be…lleza.
-Sí, Benito escogió la belleza y no
quiso la riqueza.
-Pues, yo… yo escojo… lo que Benito
no quiso…
-¡Está bien! ¡Está bien! –
contestaron los enanos-. Ven aquí, sastre.
El Tartajoso, satisfecho en extremo,
se acercó a ellos. Los enanos empezaron a arrojárselo de uno a otro, como
hicieron con Benito, y así dio vuelta al grupo y cuando volvió a quedarse en
pie, tenía ya entre os hombros lo que dejara Benito, es decir, una joroba.
Ya el sastre no seguiría recibiendo
el apodo de Tartajoso sino que le conocerían por el más nuevo de Jorobeta.
Avergonzado como un perro, al que han
cortado el rabo, el pobre deformado volvió al pueblo. En cuanto se supo lo que
le había ocurrido, todo el mundo quiso verle. Las comadres se presentaban en su
casa, llevando de la mano un zueco viejo, con el pretexto de pedir una brasa
encendida, y al ver la estupenda joroba del sastre, se alejaban haciendo
cruces. Este rabiaba y juraba vengarse de Benito, dándole la culpa de su
desdicha. Era, sin duda, el favorito de los enanos y, con toda seguridad, les
había rogado afrentar de aquel modo a su acreedor.
Transcurridos que fueron los ocho
días prometidos, el Jorobeta Tartajoso comunicó a Benito que si no podía
pagarle los cinco escudos, daría cuenta a la justicia para que fuesen a
embargar todo lo que encontraran en su casa. Inútiles fueron las súplicas de
Benito, porque el nuevo jorobado no le hizo caso y acabó diciéndole que, al día
siguiente, pondría en venta sus muebles, sus herramientas y su lechón.
La mujer de Benito empezó a gritar,
diciendo que estaban deshonrados ante los ojos de todo el pueblo y que ya no
tendrían más remedio que ir a pedir limosna. Añadió que de nada le había
servido que su marido hubiese perdido la joroba, si había de verse condenada a
la miseria. En fin, dijo muchas tonterías, como suelen hacer las mujeres cuando
están enojadas… y cuando no lo están.
Benito no contestaba nada a tales
quejas. Por fin dijo era preciso conformarse con la voluntad de Dios, pero sin
embargo, sentíase humillado a más no poder. Censurábase entonces por no haber
preferido la riqueza a la belleza, cuando los enanos le dieron a elegir, y, con
gusto, hubiese tomado su joroba, siempre y cuando se la dieran llena de escudos
de oro y plata. Y así, tras de buscar en vano el medio de salir de apuros,
decidió ir aquella misma noche a la llanura de los enanos.
Estos lo recibieron con iguales demostraciones
de alegría que la vez primera y le ofrecieron un sitio en el grupo. Aunque
Benito no tenía humor de bailar, no quiso descomponer la fiesta y empezó a
saltar con toda su alma. Los enanos encantados, corrían con la misma rapidez
con que las hojas muertas giran al cogerlas el viento en uno de sus
torbellinos. Mientras giraban, uno de ellos entonaba el primer verso de su
canción, su compañero repetía el segundo, continuaba el otro con el tercero y
como ya era el último, Benito veíase obligado a terminar la cuarteta sin
palabras, cosa que, al final, acabó por parecerle aburrida.
-Si me atreviera a dar mi opinión,
amigos y señores míos –dijo a los enanos- vuestra canción me hace el mismo
efecto que el perro del carnicero, el cual anda solamente sobre tres patas.
-¡Es verdad! ¡Es verdad! –exclamaron todos.
-Y creo –añadió Benito- que sería
mucho más agradable si se le añadiera el cuarto verso.
-¡Añádelo! ¡Añádelo! –gritaron los
enanos.
Y a coro empezaron a cantar con voz
chillona.
Lunes, martes, miércoles,
jueves, viernes, sábado,
El domingo es ya el último.
Hubo un corto silencio, porque los
enanos esperaban lo que diría Benito. Este terminó cantando alegremente:
Y de la semana término.
Mil gritos confundidos en uno solo,
surgieron en todos lados de la llanura.
En un momento quedó todo cubierto de
enanos, que acudían desde todas las direcciones; salían de las matas, de entre
la hierba y de las fisuras de las rocas; más bien parecían un enjambre de hombrecillos
negros. Y todos iban de un lado a otro, por entre los matorrales, gritando:
Benito, nuestro salvador
Ha cumplido el decreto del Señor.
-¡Qué significa todo eso? –exclamó Benito
asombrado.
-Eso quiere decir –replicaron los
enanos- que Dios nos había condenado a permanecer entre los hombres y bailar
todas las noches en esta llanura, hasta que un cristiano hubiese completado
nuestra canción; tú la alargaste y esperábamos que el sastre que vino luego la
terminaría; pero se detuvo antes de hacerlo y por esta razón lo castigamos. Tú
has terminado lo que él dejo incompleto. Nuestro tiempo de prueba acaba de
finir y volvemos a nuestro reino subterráneo, que se halla a mucha mayor
profundidad queel mar y que los ríos.
-Si es así –dijo Benito- y puesto que
debéis estarme agradecidos, no os marchéis sin librarme de un apuro.
-¡Qué necesitas?
-Lo bastante para pagar hoy al
Tartajoso y siempre más al panadero.
-¡Toma nuestros sacos! ¡Toma nuestros
sacos! –exclamaron los enanos.
Y arrojaron a los pies de Benito los
saquitos de tela roja que llevaban en bandolera.
El ex jorobado cogió tantos como pudo
llevar, y con ellos regresó, muy alegre, a su casa.
-Enciende el candil –dijo a su mujer
al entrar- y cierra la puerta, para que nadie pueda vernos, porque traigo lo
necesario para comprar tres pueblos e incluso a las autoridades de cada uno.
Al mismo tiempo dejó los saquitos
sobre la mesa y empezó a abrirlos. Pero ¡ay! Había echado unas cuantas galanas,
porque los sacos en cuestión no contenían otra cosa que arena, hojas secas,
algunas crines y un par de tijeras.
Al verlo profirió tal grito, que su
mujer, que había ido a cerrar la puerta, se apresuró a acudir a su lado
preguntando qué le ocurría. Entonces su marido le refirió su excursión a la
llanura de los enanos y lo que allí había sucedido.
-¡Santa Ana nos valga! –exclamó la
buena mujer asustada-. Los enanos se han burlado de ti.
-¡Ay, demasiado lo veo! –contestó Benito.
-Y tú, desgraciado ¡te has atrevido a
tocar siquiera estos sacos, que han pertenecido a los condenados enanos?
-Creí hallar en ellos algo mejor –contestó
Benito muy cariacontecido.
-De quien nada vale, nada valioso se
puede esperar –contestó la vieja-. Dios quiera que esos sacos no nos traigan
desgracia. ¡Jesús! Con tal de que me quede agua bendita…
Corrió a la cabecera de su cama y
descolgó la pilita de loza en la que humedeció una ramita de boj, pero así que
el bendito líquido hubo tocado aquellos sacos, las crines se convierten en
collares de perlas, las hojas secas en monedas de oro y la arena en diamantes.
El encanto quedaba anulado y las riquezas que los enanos quisieron ocultar a
los ojos de los cristianos viéronse obligadas a tomar, de nuevo, su verdadera
apariencia.
Benito devolvió los cinco escudos al
Tartajoso; dio a todos los pobres de la parroquia un saco de trigo y seis varas
de tela; luego pagó al rector el importe de cincuenta misas y, hecho esto,
partió con su mujer a la ciudad cercana, en donde compró una casa y tuvieron
muchos hijos, que, en adelante, vivieron como ricos caballeros.
FIN
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