Vivía en Toledo una mujer judía que en cierta ocasión, y de manera casual, conoció a un caballero cristiano, de buena casa y buenos sentimientos.
También era ella bondadosa y de principal linaje entre los judíos.
El caso fue que se enamoraron, y de tal forma que necesitaban verse al menos una vez al día. Si no lo hacían las horas les parecían tan largas y tan tediosas que les era imposible soportar el lento pasar de veinticuatro. Por ello, tomaron la costumbre de salir en secreto y a hurtadillas cuando la noche estaba ya cerrada y la mayor parte de la gente descansando.
Corrían un gran peligro, los dos lo sabían; pero necesitaban verse.
Habían elegido como lugar de citas un rincón apartado en el que, junto a un pozo de aguas dulces, se alzaba una higuera que daba todos los veranos higos que sabían a miel.
Allí hubieran querido permanecer la vida entera; pero rayando el alba, los dos debían volver apresuradamente a sus casas. Y de regreso el pensamiento de uno y otra estaba ya puesto en la noche próxima cundo de nuevo volvieran a encontrarse.
Y así transcurrieron varios meses de dicha.
Pero la dicha completa suele ser como ave de verano, y un día alguien, sin que ellos lo advirtieran, descubrió aquel amor que los hacía felices y que a nadie dañaba. Y ese alguien, él sabría porque causa alertó al padre de la joven de lo que estaba sucediendo.
En un primer momento, el judío no creyó sus palabras y aun tuvo gran enojo al oírlas, ya que en su hija tenía puesta toda su confianza.
-Si no queréis creerme, id a su alcoba ahora -dijo el delator al enojado padre.
-¡Iré, pero temed por vuestra vida si encuentro a mi hija en ella! -le respondió con voz muy alterada.
Pero el delator no temió por su vida ni un momento porque bien seguro estaba del lugar en el cual se encontraba la joven.
Lo que sucedió luego fue rápido y muy triste, pues empujado de iras corría el judío por las calles de Toledo con el puñal en la mano.
Junto al pozo, pleno de amor y dicha, sin advertirlo apenas, murió el joven caballero a manos de un padre enfurecido que no sabía entender cuáles eran las razones que el amor tenía.
Después la joven enamorada, como perdió el amor, perdió también todas las cosas de la vida, y nada le importaba, ni joyas ni vestidos preciosos, ni manjares riquísimos, ni el sol que alegra los días, ni la luna que alegra las noches. Y solo hallaba consuelo acudiendo junto al brocal del pozo, y junto a la vieja higuera donde murió su amado.
En las noches de luna se asomaba a las aguas profundas y en lo más hondo creía ver el rostro de aquel al que aún quería, y como no podía alcanzarlo, un torrente de lágrimas amargas iba a aumentar las aguas del pozo. Y así un día tras otro, hasta que al fin, herida por la ausencia, se consumió su vida una noche de junio al lado de la higuera.
Cuando a la mañana siguiente la hallaron y quisieron retirar su cuerpo del tronco en que se apoyaba, vieron que dicho tronco estaba todo seco, y que en las ramas no quedaba ni un fruto ni una hoja.
Uno de los que allí estaban, deseando calmar el sobresalto que sentía, se acercó al pozo para beber un sorbo de agua dulce; pero las aguas de aquel pozo se habían tornado amargas; a lágrimas sabían.
(FIN)
Tomado de: El tiempo y la promesa, de Concha López Narváez. Ediciones Bruño. Año 2005. Páginas 68, 69 y 70.
Soy Narrador y Cuentacuentos. Para funciones y presentaciones, contactarme al fono 996583864, o escribir a: ctorres1000@yahoo.es
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