Por la misma esquina de la plaza de Yanahuanca por
donde, andando los tiempos, emergería la Guardia de Asalto para fundar
el segundo cementerio de Chinche, un húmedo setiembre, el atardecer
exhaló un traje negro. El traje, de seis botones, lucía un chaleco
surcado por la leontina de oro de un Longines auténtico. Como todos los
atardeceres de los últimos treinta años, el traje descendió a la plaza
para iniciar los sesenta minutos de su imperturbable paseo.
Hacia las siete de ese friolento crepúsculo, el traje
negro se detuvo, consultó el Longines y enfiló hacia un caserón de tres
pisos. Mientras el pie izquierdo se demoraba en el aire y el derecho
oprimía el segundo de los tres escalones que unen la plaza al sardinel,
una moneda de bronce se deslizó del bolsillo izquierdo del pantalón,
rodó tintineando y se detuvo en la primera grada. Don Herón de los Ríos,
el Alcalde, que hacía rato esperaba lanzar respetuosamente un
sombrerazo, gritó: “¡Don Paco, se le ha caído un sol!”
El traje negro no se volvió.
El Alcalde de Yanahuanca, los comerciantes y la
chiquillería se aproximaron. Encendida por los finales oros del
crepúsculo, la moneda ardía. El Alcalde, oscurecido por una severidad
que no pertenecía al anochecer, clavó los ojos en la moneda y levantó
el índice: “¡Que nadie la toque!” La noticia se propaló
vertiginosamente. Todas las casas de la provincia de Yanahuanca se
escalofriaron con la nueva de que el doctor don Francisco Montenegro,
Juez de Primera Instancia, había extraviado un sol.
Los amantes del bochinche, los enamorados y los
borrachos se desprendieron de las primeras oscuridades para admirarla.
“¡Es el sol del doctor!”, susurraban exaltados. Al día siguiente,
temprano, los comerciantes de la plaza la desgastaron con temerosas
miradas. “¡Es el sol del doctor!”, se conmovían. Gravemente instruidos
por el Director de la Escuela -“No vaya a ser que una imprudencia
conduzca a vuestros padres a la cárcel”-, los escolares la admiraron al
mediodía: la moneda tomaba sol sobre las mismas desteñidas hojas de
eucalipto. Hacia las cuatro, un rapaz de ocho años se atrevió a arañarla
con un palito: en esa frontera se detuvo el coraje de la provincia.
Nadie volvió a tocarla durante los doce meses
siguientes. Sosegada la agitación de las primeras semanas, la provincia
se acostumbró a convivir con la moneda. Los comerciantes de la plaza,
responsables de primera línea, vigilaban con tentaculares miradas a los
curiosos. Precaución inútil: el último lameculos de la provincia sabía
que apoderarse de esa moneda, teóricamente equivalente a cinco galletas
de soda o a un puñado de duraznos, significaría algo peor que un
carcelazo. La moneda llegó a ser una atracción. El pueblo se acostumbró a
salir de paseo para mirarla. Los enamorados se citaban alrededor de sus
fulguraciones.
El único que no se enteró que en la plaza de Yanahuanca
existía una moneda destinada a probar la honradez de la altiva provincia
fue el doctor Montenegro.
Todos los crepúsculos cumplía veinte vueltas exactas.
Todas las tardes repetía los doscientos cincuenta y seis pasos que
constituyen la vuelta del polvoriento cuadrado. A las cuatro, la plaza
hierve; a las cinco todavía es un lugar público, pero a las seis es un
desierto. Ninguna ley prohíbe pasearse a esa hora, pero sea porque el
cansancio acomete a los paseantes, sea porque sus estómagos reclaman la
cena, a las seis la plaza se deshabita. El medio cuerpo de un hombre
achaparrado, tripudo, de pequeños ojos extraviados en un rostro cetrino,
emerge a las cinco al balcón de un caserón de tres pisos de ventanas
siempre veladas por una espesa neblina de visillos. Durante sesenta
minutos, ese caballero casi desprovisto de labios contempla,
absolutamente inmóvil, el desastre del sol. ¿Qué comarcas recorre su
imaginación? ¿Enumera sus propiedades? ¿Recuenta sus rebaños? ¿Prepara
pesadas condenas? ¿Visita a sus enemigos? ¡Quién sabe! Cincuenta y nueve
minutos después de iniciada su entrevista solar, el Magistrado autoriza
a su ojo derecho a consultar el Longines, baja la escalera, cruza el
portón azul y gravemente enfila hacia la plaza. Ya está deshabitada.
Hasta los perros saben que de seis a siete no se ladra allí.
Noventa y siete días después del anochecer en que rodó
la moneda del doctor, la cantina de don Glicerio Cisneros vomitó un
racimo de borrachos. Mal aconsejado por un aguardiente de culebra,
Encarnación López se había propuesto apoderarse de aquel mitológico sol.
Se tambalearon hacia la plaza. Eran las diez de la noche. Mascullando
obscenidades, Encarnación iluminó el sol con su linterna de pilas. Los
ebrios seguían sus movimientos imantados. Encarnación recogió la moneda,
la calentó en la palma de la mano, se la metió en el bolsillo y se
difuminó bajo la luna.
Pasada la resaca, por los labios de yeso de su mujer,
Encarnación conoció al día siguiente el bárbaro tamaño de su coraje.
Entre puertas que se cerraban presurosas se trastabilló hacia la plaza,
lívido como la cera de cincuenta centavos que su mujer encendía ante el
Señor de los Milagros. Sólo cuando descubrió que él mismo, sonámbulo,
había depositado la moneda en el primer escalón, recuperó el color.
El invierno, las pesadas lluvias, la primavera, el
desgarrado otoño y de nuevo la estación de las heladas circunvolaron la
moneda. Y se dio el caso de que una provincia cuya desaforada profesión
era el abigeato, se laqueó de una imprevista honradez. Todos sabían que
en la plaza de Yanahuanca existía una moneda idéntica a cualquier otra
circulante, un sol que en el anverso mostraba al árbol de la quina, la
llama y el cuerno de la abundancia del escudo de la República, y en el
reverso exhibía la caución moral del Banco Central de Reserva del Perú.
Pero nadie se atrevía a tocarla. El repentino florecimiento de las
buenas costumbres inflamó el orgullo de los viejos. Todas las tardes
auscultaban a los niños que volvían de la escuela. “¿Y la moneda del
doctor?” “¡Sigue en su sitio!” “Nadie la ha tocado.” “Tres arrieros de
Pillao la estuvieron admirando.” Los ancianos levantaban el índice, con
una mezcla de severidad y orgullo: “¡Así debe ser; la gente honrada no
necesita candados!”
A pie o a caballo, la celebridad de la moneda recorrió
caseríos desparramados en diez leguas. Temerosos de que una imprudencia
provocara en los pueblos pestes peores que el mal de ojo, los
teniente-gobernadores advirtieron, de casa en casa, que en la plaza de
Armas de Yanahuanca envejecía una moneda intocable. ¡No fuera que algún
comemierda bajara a la provincia a comprar fósforos y “descubriera” el
sol! La fiesta de Santa Rosa, el aniversario de la Batalla de Ayacucho,
el Día de los Difuntos, la Santa Navidad, la Misa del Gallo, el Día de
los Inocentes, el Año Nuevo, la Pascua de Reyes, los Carnavales, el
Miércoles de Ceniza, la Semana Santa, y, de nuevo, el aniversario de la
Independencia Nacional sobrevolaron la moneda. Nadie la tocó. No bien
llegaban los forasteros, la chiquillería los enloquecía: “¡Cuidado,
señores, con la moneda del doctor!” Los fuereños sonreían burlones,
pero la borrascosa cara de los comerciantes los enfriaba. Pero un agente
viajero, engreído con la representación de una casa mayorista de
Huancayo (dicho sea de paso: jamás volvió a recibir una orden de compra
en Yanahuanca), preguntó con una sonrisita: “¿Cómo sigue de salud la
moneda?” Consagración Mejorada le contestó: “Si usted no vive aquí,
mejor que no abra la boca”. “Yo vivo en cualquier parte”, contestó el
bellaco, avanzando. Consagración –que en el nombre llevaba el destino–
le trancó la calle con sus dos metros: “Atrévase a tocarla”, tronó. El
de la sonrisita se congeló. Consagración, que en el fondo era un
cordero, se retiró confuso. En la esquina lo felicitó el Alcalde: “¡Así
hay que ser: derecho!” Esa misma noche, en todos los fogones, se supo
que Consagración, cuya única hazaña conocida era beberse sin parar una
botella de aguardiente, había salvado al pueblo. En esa esquina lo parió
la suerte. Porque no bien amaneció, los comerciantes de la plaza de
Armas, orgullosos de que un yanahuanquino le hubiera parado el macho a
un badulaque huancaíno, lo contrataron para descargar, por cien soles
mensuales, las mercaderías.
La víspera de la fiesta de Santa Rosa, patrona de la
Policía, descubridora de misterios, casi a la misma hora en que, un año
antes, la extraviara, los ojos de ratón del doctor Montenegro
sorprendieron una moneda. El traje negro se detuvo delante del
celebérrimo escalón. Un murmullo escalofrió la plaza. El traje negro
recogió el sol y se alejó. Contento de su buena suerte, esa noche reveló
en el club: “¡Señores, me he encontrado un sol en la plaza!”
La provincia suspiró.
(FIN)
Nota: este es el relato inicial de la novela de Manuel Scorza: Redoble por Rancas
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